30
La puerta principal se abrió y luego se cerró sin ruido.
Hubo un silencio que quedó flotando en el aire como el aliento en un día de helada, y después un fuerte grito terminado en un gemido de desesperación. Entonces, una voz de hombre hirviendo de furia dijo:
—No está mal, pero tampoco bien. Inténtalo otra vez.
La voz de mujer dijo:
—¡Dios mío, es Louis! ¡Está muerto!
La voz de hombre dijo:
—Puede que me equivoque, pero sigo pensando que apesta.
—¡Dios mío! ¡Está muerto, Alex! Haz algo. Por amor de Dios, ¡haz algo!
—Sí —dijo la voz dura y tensa de Alex Morny—. Debería hacer algo. Debería ponerte a ti igual que a él. Con sangre y todo. Debería dejarte igual de muerta, igual de fría, igual de podrida. Pero no, eso no hace falta. Eso ya lo estás. Igual de podrida. Ocho meses de casados y ya me la pegas con un desgraciado como ése. ¡Dios mío! ¿En qué estaría pensando para liarme con una fulana como tú?
Al llegar a la parte final estaba casi gritando.
La mujer emitió otro sonido lastimero.
—Deja de hacerte la tonta —dijo Morny con fiereza—. ¿Para qué te crees que te he traído aquí? No engañas a nadie. Te han estado vigilando desde hace semanas. Anoche estuviste aquí. Y yo ya he estado aquí hoy. He visto lo que hay que ver. Tu pintura de labios en los cigarrillos, el vaso en el que bebiste. Es como si te estuviera viendo, sentada en el brazo de su butaca, acariciándole su pelo engominado, y después metiéndole un balazo mientras él todavía estaba ronroneando. ¿Por qué?
—Oh, Alex, cariño, no digas esas cosas tan horribles.
—Lillian Gish, primera época —dijo Morny—. De lo primerísimo de Lillian Gish. Déjate de llantos, monada. Tengo que pensar cómo arreglar esto. ¿Para qué demonios crees que he venido aquí? Tú ya no me importas un pimiento. Ya no, monada, ya no, mi precioso y querido ángel rubio y asesino. Pero sí que me importa mi persona, y mi reputación y mi negocio. Por ejemplo: ¿limpiaste el revólver?
Silencio. Entonces se oyó un golpe. La mujer gimió. Estaba dolida, terriblemente dolida. Herida en lo más profundo del alma. Le salió bastante bien.
—Mira, ángel —gruñó Morny—. Déjate de comedias. He actuado en el cine. Soy experto en escenitas. Puedes ahorrártelo. Vas a decirme cómo lo hiciste aunque tenga que arrastrarte de los pelos por toda la habitación. A ver: ¿limpiaste el revólver?
De pronto, ella se echó a reír. Una risa nada natural, pero clara y con un timbre agradable. Y después dejó de reírse, también de golpe.
Su voz dijo:
—Sí.
—¿Y el vaso que utilizaste?
—Sí. —Ahora sonaba muy tranquila, muy fría.
—¿Y pusiste sus huellas en el revólver?
—Sí.
Él se quedó pensando en silencio.
—No creo que les engañe —dijo—. Es casi imposible poner las huellas de un muerto en un arma y que queden convincentes. Pero en fin… ¿Qué más limpiaste?
—Nada. Oh, Alex, por favor, no te pongas tan bruto.
—Calla. ¡Cállate! Enséñame cómo lo hiciste, dónde estabas, cómo tenías cogido el revólver.
Ella no se movió.
—No te preocupes por las huellas —dijo Morny—. Pondré unas mejores. Mucho mejores.
Ella se movió despacio por delante de la abertura de las cortinas y la vi. Lle vaba pantalones de gabardina de color verde claro, una chaquetilla de color gamuza con bordados y un turbante escarlata con una serpiente dorada. La cara estaba sucia de tanto llorar.
—Recógelo —le chilló Morny—. ¡Que yo lo vea!
Ella se agachó junto a la butaca y se incorporó con el revólver en la mano y enseñando los dientes. Por la abertura de las cortinas vi cómo apuntaba con el arma en dirección a la puerta.
Morny no se movió ni hizo ningún ruido.
La mano de la rubia empezó a temblar y el revólver hizo un extraño bailoteo en el aire, para arriba y para abajo. Le empezó a temblar la boca y dejó caer el brazo.
—No puedo hacerlo —jadeó—. Debería matarte, pero no puedo.
La mano se abrió y el revólver cayó al suelo con un golpe sordo.
Morny avanzó con rapidez, pasando ante la abertura de las cortinas, la quitó de en medio de un manotazo y empujó el revólver con el pie hasta volver a colocarlo más o menos donde había estado.
—No podías hacerlo —dijo en tono insultante—. No podías hacerlo. Pues fíjate.
Sacó un pañuelo, desplegándolo de una sacudida, y se agachó para recoger el revólver de nuevo. Apretó algo y el tambor se abrió. Metió la mano derecha en un bolsillo e hizo rodar una bala entre los dedos, manoseando bien el metal. Introdujo la bala en el tambor. Repitió la operación cuatro veces, cerró de golpe el tambor, lo volvió a abrir y lo hizo girar un poco para dejarlo colocado en cierta posición. Dejó el revólver en el suelo, retiró la mano y el pañuelo y se incorporó.
—No podías matarme —se burló— porque en el revólver no había nada más que un casquillo vacío. Pero ahora está cargado otra vez. Los cilindros están en la posición correcta. Se ha disparado un tiro. Y tus huellas están en el arma.
La rubia estaba muy quieta, mirándole con ojos enfermizos.
—Se me olvidó decirte —continuó él en voz baja— que yo sí que limpié el revólver. Pensé que sería mucho mejor asegurarme de que el arma tuviera tus huellas. Estaba bastante seguro de que ya las tenía…, pero me pareció más conveniente estar completamente seguro. ¿Vas entendiendo?
La chica dijo en voz baja:
—¿Vas a entregarme?
Él estaba de espaldas a mí. Ropa oscura. Sombrero de fieltro muy calado. De modo que no podía verle la cara. Pero era como si pudiera ver la sonrisa malévola con la que dijo:
—Sí, ángel, voy a entregarte.
—Ya veo —dijo ella, mirándole a los ojos. Una solemne dignidad había aparecido de pronto en su superexagerado rostro de corista.
—Te voy a entregar, ángel —dijo él lentamente, espaciando las palabras como si estuviera disfrutando con su actuación—. Habrá quien sienta lástima por mí y habrá quien se ría de mí. Pero eso no le hará ningún daño a mi negocio. Ni el más mínimo daño. Eso es lo bueno de un negocio como el mío. Un poco de notoriedad no le vendrá nada mal.
—Así que ahora sólo tengo para ti un valor publicitario —dijo ella—. Aparte, claro, de que corrías el peligro de que sospecharan de ti.
—Precisamente —dijo él—. Precisamente.
—¿Y cuál ha sido mi móvil? —preguntó ella, todavía tranquila, todavía mirándole a los ojos, y tan solemnemente despreciativa que él no captó en absoluto su expresión.
—No lo sé —dijo él—. Ni me importa. Algún manejo te traías con él. Eddie te siguió por la ciudad, hasta una calle de Bunker Hill donde te encontraste con un tipo rubio con traje marrón. Eddie te dejó a ti y siguió al tipo hasta una casa de apartamentos cerca de aquí. Intentó seguirle un poco más, pero le dio la impresión de que el tío le había visto y tuvo que dejarlo. No sé de qué iba el asunto, pero sí que sé una cosa: en esa casa de apartamentos mataron ayer a un joven llamado Phillips. ¿Tú no sabrás nada de eso, cariño mío?
—No sé nada de nada —dijo la rubia—. No conozco a nadie que se llame Phillips y, por extraño que parezca, no voy por ahí matando gente por pura diversión de chiquilla.
—Pero sí que mataste a Vannier, querida —dijo Morny, casi con suavidad.
—Ah, sí —dijo ella con voz arrastrada—. Naturalmente. Nos estábamos preguntando cuál habría sido mi móvil. ¿Se te ha ocurrido ya?
—Eso arréglalo tú con los polis —cortó él—. Di que fue una pelea de enamorados. Di lo que te parezca.
—A lo mejor —dijo ella— fue porque cuando se emborrachaba se parecía un poco a ti. Puede que fuera ése el motivo.
Él dijo «Ah» y se le cortó el aliento.
—Era más guapo —dijo ella—, más joven, con menos barriga. Pero con la misma expresión agilipollada de autosatisfacción.
—Ah —dijo Morny, y estaba sufriendo.
—¿Servirá eso? —le preguntó ella con suavidad.
Él dio un paso adelante y lanzó un puño. Le pegó en un lado de la cara y la chica cayó y quedó sentada en el suelo, con una larga pierna estirada hacia delante, una mano en la mandíbula y los ojos azulísimos alzados hacia él.
—A lo mejor no debías haber hecho esto —dijo—. A lo mejor ahora ya no quiero entrar en el juego.
—Entrarás en el juego, ya lo creo que sí. No vas a tener elección. Saldrás de ésta con facilidad. Dios, bien lo sé yo. Con lo guapa que eres. Pero entrarás en el juego, ángel. Tus huellas dactilares están en ese revólver.
Ella se puso en pie despacio, todavía con la mano en la mandíbula. Y entonces sonrió.
—Sabía que estaba muerto —dijo—. La llave de la puerta es la mía. Estoy dispuesta a ir a la policía y decir que yo lo maté. Pero no me vuelvas a poner la zarpa encima… si quieres que cuente el cuento. Sí, estoy dispuesta a ir a los polis. Me sentiré mucho más segura con ellos que contigo.
Morny se volvió y pude ver la dura mueca blanca de su cara y el hoyuelo de la cicatriz en la mejilla, que estaba temblando. Pasó ante la abertura de las cortinas. La puerta principal se abrió de nuevo. La rubia se quedó quieta un momento, miró por encima del hombro al cadáver, se encogió ligeramente de hombros y salió de mi línea de visión.
La puerta se cerró. Pasos en el sendero. Después, puertas de coche abriéndose y cerrándose. El motor ronroneó y el coche se alejó.