18
Ohls se quedó mirando al muchacho, que estaba recostado en el diván y vuelto más bien hacia la pared. Lo contempló en silencio, con las cejas —de un color muy claro— tan hirsutas, despeinadas y redondas como los cepillitos para limpiar patatas y zanahorias que regala el representante de la casa Fuller.
—¿Reconoces haber disparado contra Brody? —le preguntó.
El chico, con voz apagada, utilizó una vez más su frase favorita. Ohls suspiró y me miró.
—No hace falta que lo reconozca. Tengo su pistola.
—¡Si me hubieran dado un dólar por cada vez que me han dicho eso! —dijo Ohls—. ¿Qué tiene de divertido?
—No pretende ser divertido —respondí.
—Bien, eso ya es algo —dijo Ohls. Luego se volvió—: He llamado a Wilde. Iremos a verlo y le llevaremos a ese niñato. Vendrá conmigo, pero tú nos sigues, no sea que intente patearme.
—¿Qué te ha parecido lo que hay en el dormitorio?
—Me ha parecido muy bien —dijo Ohls—. Hasta cierto punto, me alegro de que Taylor se cayera al mar desde el muelle. No me hubiera gustado nada contribuir a mandarlo a la cámara de gas por cargarse a esa mofeta.
Volví al dormitorio pequeño, apagué las velas de color negro y las dejé que humearan. Cuando regresé a la sala de estar Ohls había puesto en pie al muchacho, que se esforzaba por fulminarlo con unos penetrantes ojos negros en el interior de un rostro tan duro y tan blanco como sebo frío de cordero.
—Vamos —dijo Ohls, cogiéndolo por los brazos como si le desagradara mucho tocarlo. Apagué las lámparas y salí tras ellos de la casa. Subimos a nuestros automóviles respectivos y seguí las luces traseras de Ohls mientras descendíamos la larga colina en curva. Deseé no tener que aparecer nunca más por la casa de Laverne Terrace.
Taggart Wilde, el fiscal del distrito, vivía en la esquina de la Cuarta Avenida con Lafayette Park, en una casa blanca de madera, del tamaño de un garaje de grandes dimensiones, con una portecochére de piedra arenisca roja construida en uno de los laterales y una hectárea de suave césped delante de la casa. Era una de esas sólidas construcciones antiguas que, siguiendo la moda de una determinada época, se trasladó entera a un nuevo emplazamiento cuando la ciudad creció hacia el oeste. Wilde pertenecía a una destacada familia de Los Ángeles y probablemente había nacido en aquella casa cuando aún se alzaba en West Adams, Figueroa o Saint Jarnes’s Park.
Había ya dos automóviles estacionados delante de la casa. Un sedán muy grande de un particular y un coche de la policía cuyo chófer uniformado había salido a fumar y contemplaba la luna apoyado en el guardabarros posterior. Ohls se acercó a hablar con él para que vigilara al chico.
Nos llegamos hasta la casa y tocamos el timbre. Un individuo rubio muy peinado nos abrió la puerta y, después de atravesar el vestíbulo, nos hizo cruzar una enorme sala de estar, situada a un nivel más bajo que el resto de la casa y llena de pesados muebles oscuros, hasta un nuevo vestíbulo. Nuestro acompañante llamó a una puerta y entró, luego mantuvo la puerta abierta y nos hizo pasar a un estudio con revestimiento de madera, una puertaventana al fondo, abierta, que daba a un jardín oscuro y a árboles misteriosos. También llegaba olor a tierra húmeda y a flores. Las paredes estaban adornadas con grandes cuadros al óleo de temas apenas discernibles, y había además sillones, libros y el aroma de un buen habano que se mezclaba con el olor a tierra húmeda y a flores.
Taggart Wilde, sentado detrás de su escritorio, era una persona rolliza de mediana edad y ojos de color azul claro que conseguían una expresión amistosa sin tener en realidad expresión alguna. Tenía delante una taza de café solo, y sostenía un delgado cigarro veteado entre los cuidados dedos de la mano izquierda. Otro individuo estaba sentado en una esquina de la mesa en un sillón de cuero azul, un sujeto de ojos fríos, rostro muy estrecho y rasgos muy acusados, tan flaco como una ganzúa y tan duro como el gerente de una casa de empeño. Su rostro, impecable, se diría recién afeitado. Llevaba un traje marrón muy bien planchado y una perla negra en el alfiler de la corbata. Tenía los dedos largos y nerviosos de alguien con una inteligencia rápida. Y parecía preparado para pelear.
Ohls tomó una silla, se sentó y dijo:
—Buenas noches, Cronjager. Le presento a Philip Marlowe, un detective privado con un problema. —A continuación sonrió.
Cronjager me miró sin hacer gesto alguno de saludo, como si estuviera contemplando una fotografía. Luego bajó la barbilla un par de centímetros.
—Siéntese, Marlowe —dijo Wilde—. Trataré de que el capitán Cronjager se muestre considerado, pero ya sabe las dificultades con que tropezamos. La ciudad ha crecido mucho.
Me senté y encendí un cigarrillo. Ohls miró a Cronjager y preguntó:
—¿Qué hay de nuevo sobre el homicidio de Randall Place?
Cronjager se tiró de un dedo hasta que le crujieron los nudillos. Habló sin levantar los ojos.
—Un muerto con dos heridas de bala. Dos pistolas que nadie había utilizado. En la calle encontramos a una rubia intentando poner en marcha un automóvil que no le pertenecía. El suyo estaba al lado y era del mismo modelo. Parecía muy nerviosa, de manera que los muchachos la trajeron a la comisaría y lo contó todo. Estaba presente cuando dispararon contra Brody. Asegura que no vio al asesino.
—¿Es eso todo? —preguntó Ohls.
Cronjager alzó levemente una ceja.
—Sólo ha transcurrido una hora desde los hechos. Qué esperaba, ¿una película del asesinato?
—Quizá una descripción del asesino —dijo Ohls.
—Un tipo alto con una chaqueta de cuero sin mangas…, si a eso le llama usted una descripción.
—Lo tengo ahí fuera en mi tartana —dijo Ohls—. Esposado. Aquí está la pistola que utilizó. Marlowe les ha hecho el trabajo. —Se sacó del bolsillo la automática del chico y la depositó en un rincón de la mesa de Wilde. Cronjager contempló el arma pero no hizo ademán de cogerla.
Wilde rió entre dientes. Se había recostado en el asiento y lanzaba bocanadas de humo sin sacarse el cigarro de la boca. Luego se inclinó para beber un sorbo de la taza de café. A continuación se sacó un pañuelo de seda del bolsillo del esmoquin, se lo pasó por la boca y volvió a guardarlo.
—Hay otras dos muertes que están relacionadas con esa última —dijo Ohls, pellizcándose la barbilla.
Cronjager se tensó visiblemente. Sus ojos hoscos se convirtieron en puntos de luz acerada.
—¿Están enterados de que esta mañana hemos sacado un coche del mar, cerca del muelle de Lido, con un muerto dentro? —preguntó Ohls.
—No —dijo Cronjager, con la misma expresión desagradable.
—El muerto era chófer de una familia rica —dijo Ohls—. Una familia a la que se estaba haciendo chantaje en relación con una de las hijas. El señor Wilde recomendó a Marlowe a la familia por mediación mía. Y se puede decir que Marlowe ha seguido el asunto muy de cerca.
—Me encantan los sabuesos que siguen asesinatos muy de cerca —dijo Cronjager—. No tiene por qué ser tan condenadamente circunspecto.
—Claro —dijo Ohls—. No tengo por qué ser tan condenadamente circunspecto. Es un privilegio del que no disfruto con demasiada frecuencia cuando trato con policías de ciudad. Me paso la mayor parte del tiempo diciéndoles dónde poner los pies para que no se rompan los tobillos.
Cronjager palideció alrededor de las ventanillas de su afilada nariz. Su respiración hizo un suave ruido silbante en la habitación en silencio.
—A mis hombres no ha tenido que decirles nunca dónde poner los pies, tío listo —dijo Cronjager sin levantar la voz.
—Eso ya lo veremos —dijo Ohls—. El chófer del que he hablado y que hemos sacado del mar frente a Lido mató a un tipo anoche en el territorio de ustedes. Un individuo llamado Geiger que llevaba un tinglado de libros pornográficos en un establecimiento de Hollywood Boulevard. Geiger vivía con el mocoso que tengo en el coche. Hablo de vivir con él, no sé si capta usted la idea.
Cronjager lo miraba ahora de hito en hito.
—Todo eso parece que podría llegar a convertirse en una historia muy sucia —dijo.
—Según mi experiencia, eso es lo que sucede con la mayoría de las historias policíacas —gruñó Ohls, antes de volverse hacia mí, las cejas más hirsutas que nunca—. Estás en directo, Marlowe. Cuéntaselo.
Se lo conté.
Me callé dos cosas, aunque sin saber exactamente, en aquel momento, por qué dejaba fuera la segunda. No hablé de la visita de Carmen al apartamento de Brody, pero tampoco de la visita de Eddie Mars a la casa de Geiger. Conté todo lo demás como había sucedido.
Cronjager nunca apartó los ojos de mi cara, y su rostro no se inmutó en lo más mínimo durante todo el relato. Cuando hube terminado, permaneció en completo silencio más de un minuto. Tampoco Wilde dijo nada, bebiendo sorbos de café y lanzando suaves bocanadas de humo de su cigarro veteado. Ohls, mientras tanto, se contemplaba uno de los pulgares.
Cronjager se recostó despacio en el asiento, cruzó un tobillo sobre la rodilla y se frotó el hueso del tobillo con una mano delgada y nerviosa. El ceño muy fruncido, dijo con cortesía glacial:
—De manera que todo lo que ha hecho ha sido no comunicar un asesinato cometido anoche y luego emplear el día de hoy en husmear, permitiendo que el chico de Geiger cometiera un segundo asesinato.
—Eso ha sido todo lo que he hecho —dije—. Me hallaba en una situación bastante apurada. Imagino que hice mal, pero quería proteger a mi cliente y no tenía ningún motivo para pensar que al chico le diera por deshacerse de Brody a balazos.
—Ese tipo de cálculo es privilegio de la policía, Marlowe. Si hubiera informado anoche de la muerte de Geiger, nadie se habría llevado las existencias de la librería al apartamento de Brody. El chico no habría tenido esa pista y no hubiera matado a Brody. Digamos que Brody estaba viviendo con tiempo prestado. Los de su especie siempre lo están. Pero una vida es una vida.
—De acuerdo —dije—. Dígaselo a sus muchachos la próxima vez que acaben a tiros con algún ladronzuelo de poca monta que escapa por un callejón después de robar una rueda de repuesto.
Wilde puso las dos manos sobre el escritorio dando una fuerte palmada.
—Ya es más que suficiente —dijo con voz cortante—. ¿Qué le hace estar tan seguro, Marlowe, de que Taylor, el chófer, fue quien disparó contra Geiger? Aunque el arma que mató a Geiger la llevara Taylor encima y estuviera en el coche, no se sigue necesariamente que fuera el asesino. Alguien habría podido colocarle la pistola para inculparlo…, Brody, por ejemplo, el verdadero asesino.
—Es posible físicamente —dije—, pero no moralmente. Sería aceptar demasiadas coincidencias y demasiadas cosas que no concuerdan con la manera de ser de Brody y de su chica, y que tampoco están de acuerdo con lo que se proponían hacer. Estuve hablando con Brody durante un buen rato. Era un sinvergüenza, pero no encaja como asesino. Tenía dos armas, pero no llevaba encima ninguna de las dos. Buscaba un modo de meter la cuchara en el tinglado de Geiger, del que, como es lógico, estaba informado por la chica. Me dijo que vigilaba a Geiger para ver si tenía apoyos importantes. Creo que decía la verdad. Suponer que mató a Geiger para quedarse con sus libros, que luego se escabulló con la foto de Carmen Sternwood desnuda hecha por Geiger y que finalmente colocó la pistola para comprometer a Owen Taylor antes de tirarlo al mar cerca de Lido es suponer muchísimas más cosas de las necesarias. Taylor tenía el motivo, rabia provocada por los celos, y la oportunidad de matar a Geiger. Sacó sin permiso uno de los coches de la familia. Mató a Geiger delante de la chica, cosa que Brody nunca hubiera hecho, incluso aunque fuera un asesino. No veo por qué alguien con un interés puramente comercial en Geiger haría una cosa así. Pero Taylor sí. La foto de la chica desnuda es exactamente lo que le habría llevado a hacerlo.
Wilde rió entre dientes y miró de reojo a Cronjager. El policía se aclaró la garganta con un resoplido.
—¿Por qué molestarse en esconder el cadáver? —preguntó Wilde—. No le veo ningún sentido.
—El chico no lo ha confesado, pero debió de hacerlo él —respondí—. Brody no hubiera vuelto a la casa después de la muerte de Geiger. El chico debió de llegar después de que yo saliera con la señorita Sternwood. Se asustó al pensar en la policía, por supuesto, siendo lo que es, y probablemente le pareció una buena idea esconder el cuerpo hasta que se hubiera llevado sus efectos personales de la casa. Luego lo sacó a rastras por la puerta principal, a juzgar por las señales en la alfombra, y lo más probable es que lo metiera en el garaje. A continuación recogió sus pertenencias y se las llevó a otro sitio. Y más adelante, en algún momento de la noche y antes del rigor mortis, le dominó el sentimiento de culpabilidad al pensar que no había tratado nada bien a su amigo muerto. De manera que volvió y lo llevó a la cama. Todo esto no son más que suposiciones, como es lógico.
Wilde asintió.
—Hoy por la mañana ha ido a la librería como si nada hubiera sucedido y con los ojos bien abiertos. Al llevarse Brody los libros se entera de dónde van y concluye que la persona que se dispone a quedárselos ha matado a Geiger precisamente con ese fin. Cabe incluso que supiera más sobre Brody y la chica de lo que ellos sospechaban. ¿Qué te parece a ti, Ohls?
—Nos enteraremos —dijo Ohls—, pero eso no disminuye los problemas de Cronjager. Lo que le parece mal es todo lo que sucedió anoche y que sólo se le haya informado ahora.
—Creo que también yo conseguiré acostumbrarme a la idea —dijo Cronjager con acritud. Luego me miró con dureza y apartó la vista de inmediato. Wilde agitó su cigarro y dijo:
—Veamos las pruebas, Marlowe.
Me vacié los bolsillos y coloqué los objetos sobre la mesa: los tres pagarés y la tarjeta de Geiger dirigida al general Sternwood, las fotos de Carmen y la libreta de pastas azules con la lista de nombres y direcciones en clave. Ya le había dado a Ohls las llaves del apartamento de Geiger.
Wilde lo examinó todo entre suaves bocanadas de humo. Ohls encendió uno de sus diminutos puros y lanzó tranquilamente el humo hacia el techo. Cronjager se inclinó sobre la mesa y contempló las pruebas.
El fiscal del distrito dio unos golpecitos sobre los tres recibos firmados por Carmen y dijo:
—Imagino que esto no era más que un señuelo. Si el general Sternwood pagó, fue por miedo a algo peor. Llegado el momento Geiger le hubiera apretado los tornillos. ¿Sabe de qué tenía miedo?
—Me estaba mirando.
Negué con la cabeza.
—¿Nos ha contado la historia completa con todos los detalles pertinentes?
—He omitido un par de cuestiones personales. Y tengo intención de seguir haciéndolo, señor Wilde.
—¡Ajá! —dijo Cronjager, lanzando al mismo tiempo un resoplido lleno de sentimiento.
—¿Por qué? —preguntó Wilde sin alzar la voz.
—Porque mi cliente tiene derecho a esa protección, siempre que no se enfrente con un jurado de acusación. Dispongo de una licencia para trabajar como detective privado. Imagino que la palabra «privado» significa algo. Aunque la policía de Hollywood se enfrenta con dos asesinatos, los dos están resueltos. Tiene además a los dos asesinos. Y motivo y arma en ambos casos. Hay que eliminar el aspecto del chantaje, al menos en lo referente a los nombres de las víctimas.
—¿Por qué? —preguntó Wilde de nuevo.
—No hay nada que objetar —dijo Cronjager secamente—. Es una satisfacción hacer de comparsa cuando se trata de un sabueso de tanta categoría.
—Se lo voy a enseñar —dije yo. Me levanté, salí de la casa, fui hasta mi coche y saqué el libro procedente de la tienda de Geiger. El chófer uniformado se hallaba junto al coche de Ohls. El muchacho seguía dentro, recostado de lado en un rincón.
—¿Ha dicho algo? —pregunté.
—Me ha hecho una sugerencia —dijo el policía, escupiendo a continuación—. Pero la voy a ignorar.
Volví a la casa y puse el libro sobre el escritorio de Wilde después de desenvolverlo. Cronjager estaba usando un teléfono en el extremo de la mesa. Colgó y se sentó cuando entré yo.
Wilde hojeó el libro con cara de palo, lo cerró y lo empujó en dirección a Cronjager. El capitán lo abrió, miró una o dos páginas y lo cerró rápidamente. Un par de manchas rojas del tamaño de monedas le aparecieron en las mejillas.
—Mire las fechas impresas en la guarda delantera.
Cronjager abrió de nuevo el libro y las examinó.
—¿Y bien?
—Si es necesario —dije—, testificaré bajo juramento que ese libro procede del establecimiento de Geiger. Agnes, la rubia, reconocerá qué clase de negocio se hacía allí. Resulta evidente para cualquiera que tenga ojos en la cara que esa librería no era más que una fachada para otra cosa. Pero la policía de Hollywood le permitía trabajar, por razones que ellos sabrán. Me atrevo a decir que el jurado de acusación estará interesado en conocer esas razones.
Wilde sonrió.
—Los jurados de acusación —dijo hacen a veces preguntas muy embarazosas…, en un esfuerzo bastante ineficaz para descubrir precisamente por qué las ciudades funcionan como lo hacen.
Cronjager se puso en pie de repente y se encajó el sombrero.
—Estoy en minoría de uno contra tres —dijo con voz cortante—. Soy miembro de la Brigada Criminal. Si ese tal Geiger prestaba o vendía libros pornográficos es algo que me tiene sin cuidado. Pero estoy dispuesto a reconocer que no sería de ninguna ayuda para nuestro trabajo que saliera a relucir en los periódicos. ¿Qué es lo que quieren, señores?
Wilde miró a Ohls, que dijo con la mayor calma:
—Lo que yo quiero es hacerle entrega del detenido. Vamos.
Se puso en pie. Cronjager lo miró con ferocidad y salió a grandes zancadas del estudio. Ohls lo siguió y la puerta se cerró de nuevo. Wilde tamborileó con los dedos sobre la mesa y me miró con sus ojos de color azul claro.
—Debería comprender los sentimientos de cualquier policía acerca de una maniobra de encubrimiento como ésta —dijo—. Tendrá usted que redactar informes acerca de todo ello…, al menos para los archivos. Creo que quizá sea posible mantener separados los dos asesinatos y no mezclar el apellido del general con ninguno de los dos. ¿Sabe por qué no le estoy arrancando una oreja?
—No. Temía que fuera a arrancarme las dos.
—¿Qué es lo que saca en limpio de todo esto?
—Veinticinco dólares al día más gastos.
—Lo que, hasta el momento, supone cincuenta dólares y un poco de gasolina.
—Más o menos.
Inclinó la cabeza hacia un lado y se pasó el dedo meñique de la mano izquierda por el borde de la barbilla.
—¿Y por esa cantidad de dinero está dispuesto a enemistarse con la mitad de las fuerzas de policía de este país?
—No me gusta nada —dije—. Pero ¿qué demonios voy a hacer si no? Trabajo en un caso. Vendo lo que tengo que vender para ganarme la vida. Las agallas y la inteligencia que Dios me ha dado y la disponibilidad para dejarme maltratar si con ello protejo a mis clientes. Va contra mis principios contar todo lo que he contado esta noche sin consultar antes al general. Por lo que respecta a encubrimientos, también yo he trabajado para la policía, como usted sabe. Se encubre sin descanso en cualquier ciudad importante. Los polizontes se ponen muy solemnes y virtuosos cuando alguien de fuera trata de ocultar cualquier cosa, pero ellos hacen lo mismo un día sí y otro también para contentar a sus amigos o a cualquier persona con un poco de influencia. Y todavía no he terminado. Sigo en el caso. Y volveré a hacer lo mismo si tengo que hacerlo.
—Con tal de que Cronjager no le retire la licencia —sonrió Wilde—. Ha dicho que había omitido un par de cuestiones personales. ¿De qué trascendencia?
—Todavía sigo en el caso —dije, mirándole directamente a los ojos.
Wilde me sonrió. Tenía la sonrisa franca y audaz de los irlandeses.
—Déjeme contarle algo, hijo. Mi padre era amigo íntimo del viejo Sternwood. He hecho todo lo que me permite mi cargo (y tal vez bastante más) para evitar amarguras al general. Pero a la larga resulta imposible. Esas hijas suyas están destinadas a tropezar con algo que no habrá manera de silenciar, sobre todo la rubita malcriada. No deberían andar por ahí tan descontroladas, y de eso creo que tiene la culpa el viejo. Imagino que no se da cuenta de cómo es el mundo en la actualidad. Y aún hay otra cosa que quizá no esté de más mencionar ahora que hablamos de hombre a hombre y que no tengo que reñirle. Me apostaría un dólar contra diez centavos canadienses a que el general teme que su yerno, el antiguo contrabandista, esté mezclado en todo esto de algún modo y que lo que en realidad esperaba era que usted descubriera que eso no es cierto. ¿Cuál es su opinión?
—No me parece que Regan fuese un chantajista, por lo que he oído de él. Podía llevar una vida regalada con la familia Sternwood, y sin embargo se marchó.
Wilde resopló.
—Ni usted ni yo estamos en condiciones de juzgar sobre lo regalado de esa vida. Si Regan tenía una determinada manera de ser, quizá no le resultase tan regalada. ¿Le ha dicho el general que estaba buscando a Regan?
—Me dijo que le gustaría saber dónde se encuentra y tener la seguridad de que no le van mal las cosas. Regan le caía bien y le dolió la manera que tuvo de dar la espantada sin despedirse.
Wilde se recostó en el asiento y frunció el ceño.
—Entiendo —dijo con una voz distinta. Luego procedió a cambiar de sitio las cosas que tenía sobre la mesa, colocando a un lado la libreta azul de Geiger y empujando en mi dirección las otras pruebas—. Más valdrá que se quede con ésas —dijo—. Ya no las necesito.