26
La galería de celdas era casi nueva. La pintura color gris acorazado de las paredes y de la puerta de acero tenía el brillo fresco de lo nuevo desfigurado en dos o tres lugares por un chorro de jugo de tabaco. La luz estaba empotrada en el techo, cubierta por un grueso cristal opaco. A un lado de la celda había dos literas y un hombre envuelto en una manta gris oscura roncaba en la de arriba. Del hecho de que se hubiera dormido tan pronto, de que no oliera a whisky ni a ginebra y de que hubiera elegido la litera de arriba, deduje que llevaba allí bastante tiempo.
Me senté en la litera inferior. Me habían cacheado para ver si iba armado, pero no me habían vaciado los bolsillos. Saqué un cigarrillo y me froté la corva hinchada y caliente. El dolor me llegaba hasta el tobillo. El whisky que había tosido sobre mi chaqueta olía a rancio. Levanté la tela y arrojé una bocanada de humo sobre ella. El humo ascendió y quedó flotando en torno al cuadrado iluminado del techo. La cárcel parecía muy tranquila. De algún lugar muy lejano situado en otra parte del edificio llegaban los gritos de una mujer. Pero en la parte donde yo estaba reinaba un silencio de iglesia.
La mujer seguía chillando, dondequiera que estuviese. Sus gritos tenían ahora una calidad irreal, como el aullar de los coyotes a la luz de la luna, pero sin la nota aguda, plañidera, del animal. Al poco rato cesaron.
Me fumé dos cigarrillos enteros y tiré las colillas al retrete que había en un rincón. El hombre de la litera de arriba seguía roncando. No se veía de él más que unos mechones de pelo grasiento que asomaban por encima del borde de la manta. Dormía sobre el estómago y dormía a pierna suelta. Como el mejor.
Volví a sentarme en la litera. Consistía en un entramado de tiras de acero cubierto por un colchón delgado y duro. Sobre él había dos mantas de color oscuro cuidadosamente dobladas. Era una cárcel muy agradable. Estaba en el piso doce del nuevo ayuntamiento, un ayuntamiento también muy agradable. Bay City era una ciudad muy agradable. La gente que vivía en ella así lo creía y si yo viviera allí probablemente lo creería también. Vería la hermosa bahía azul, y los acantilados, y el puerto deportivo, y las calles tranquilas flanqueadas de edificios, casas viejas sombreadas por árboles añejos y casas nuevas con sus jardincillos de hierba y sus cercas de tela metálica y sus filas de arbustos bordeando las aceras. Conocía a una chica que vivía en la calle Veinticinco. Era una calle agradable y ella era una chica agradable. Le gustaba Bay City. Nunca pensaba en los barrios de negros o mexicanos que ocupaban los tristes terrenos llanos al sur de las vías del ferrocarril, ni en los antros que se abrían a lo largo de los muelles al sur de los acantilados, ni en los salones de baile de la carretera que apestaban a sudor, ni en los tugurios donde se fumaba marihuana, ni en los rostros enjutos y taimados que asomaban sobre periódicos desplegados en vestíbulos de hoteles demasiado silenciosos, ni en los rateros, tramposos, borrachos, chulos y maricas que pululaban por el paseo de tablas de la playa.
Me acerqué a la puerta y allí me detuve. Nada se movía. Las luces de la galería brillaban desoladas y silenciosas. Aquella cárcel era un negocio desastroso.
Miré el reloj. Las nueve cincuenta y cuatro. Hora de llegar a casa, ponerse las zapatillas y jugar una partida de ajedrez. Hora de tomarse un trago largo y frío y fumarse una pipa con silencio y tranquilidad. Hora de poner los pies en alto y no pensar en nada. Hora de bostezar hojeando las páginas de una revista. Hora de sentirse un ser humano, una criatura doméstica, un hombre sin otra ocupación que descansar y aspirar el aire de la noche y reconstruir el cerebro para el día siguiente.
Un tipo vestido con el uniforme azul grisáceo de los carceleros pasó entre las celdas leyendo los números. Se detuvo ante la puerta de la mía, la abrió y me dirigió esa mirada dura que ellos creen por sistema que han de lucir en la cara para siempre jamás y que significa: «Soy un polizonte, amigo. Soy duro, así que ándate con mucho ojo o acabarás andando a cuatro patas, amigo. Desembucha ya, suéltalo cuanto antes, amigo, y no te olvides de que somos unos tipos duros, que somos policías y hacemos lo que nos da la gana con desgraciados como tú».
—¡Fuera! —dijo.
Salí de la celda. Él volvió a cerrarla, me indicó el camino con el pulgar, nos acercamos a una puerta de acero, la abrió, salirnos, volvió a cerrarla con un bonito tintineo de las llaves contra la arandela de metal y, al poco rato, atravesamos otra puerta de acero pintada de gris por la parte de dentro y de imitación a madera por la que daba al otro lado.
Degarmo estaba junto a un mostrador hablando con el sargento de guardia. Me miró con sus ojos de un azul metálico y me dijo:
—¿Qué tal?
—Bien.
—¿Qué le parece nuestra cárcel?
—Bien.
—El capitán Webber quiere hablar con usted.
—Bien.
—¿No sabe decir más que «bien»?
—Ahora no —le dije—. Aquí no.
—Cojea usted un poco —dijo—. ¿Ha tropezado con algo?
—Sí —le contesté—. Con una porra. Saltó del suelo y me mordió detrás de la rodilla izquierda.
—Lástima —dijo Degarmo con una mirada vacía—. Pídale sus cosas al sargento de guardia.
—Las tengo. No me las quitaron.
—Me parece muy bien.
—Sí. Está muy bien.
El sargento de guardia levantó la cabeza cubierta de una maraña de pelo y nos contempló largamente.
—Debería echarle un vistazo a la naricita irlandesa de Cooney —dijo—. Le parecería muy bien. La tiene desparramada por toda la cara como jarabe sobre unas tortitas.
—¿Qué le ha pasado? —preguntó Degarmo como ausente—. ¿Se ha peleado con alguien?
—No lo sé —dijo el sargento—. Quizá fue la misma porra, que pegó otro salto y le mordió a él.
—Para ser un sargento habla usted demasiado —dijo Degarmo.
—Los sargentos de guardia siempre hablan demasiado —le contestó el otro—. A lo mejor es por eso por lo que no llegan a tenientes de Homicidios.
—Ya ve usted lo bien que nos llevamos —me dijo Degarmo—. Somos una gran familia feliz.
—Tenemos una sonrisa radiante en la cara —intervino el sargento— y los brazos extendidos en señal de bienvenida, con una piedra en cada mano. Degarmo me hizo una seña con la cabeza y salimos.