29
El garaje vecino se hallaba a oscuras. Crucé el camino de grava y un trozo de césped empapado. Por la carretera corrían riachuelos que iban a desaguar en la cuneta del otro lado. Me había quedado sin sombrero. Debió de caérseme en el garaje. Canino no se había molestado en devolvérmelo. No pensaba que fuese a necesitarlo. Me lo imaginé conduciendo con desenvoltura bajo la lluvia, de regreso a la casa, solo ya, después de haber dejado al flaco y malhumorado Art y al sedán, probablemente robado, en algún sitio seguro. Peluca de Plata quería a Eddie Mars y estaba escondida para protegerlo. De manera que contaba con encontrarla allí cuando regresase, esperando tranquilamente junto a la lámpara, el whisky intacto y a mí atado al sofá. Llevaría las cosas de la chica al automóvil y recorrería cuidadosamente toda la casa para asegurarse de que no dejaba nada comprometedor. Luego le diría que saliera y que le esperase. La chica no oiría ningún disparo. A poca distancia una cachiporra puede ser tan eficaz como un arma de fuego. Después le contaría que me había dejado atado, pero que terminaría por soltarme al cabo de algún tiempo. Pensaría que la chica era así de estúpida. Encantador, el señor Canino.
Llevaba abierto el impermeable por delante y no me lo podía abrochar, debido a las esposas. Los faldones aleteaban contra mis piernas como las alas de un pájaro grande y muy cansado. Llegué a la carretera principal. Los automóviles pasaban envueltos en remolinos de agua iluminados por los faros. El ruido áspero de los neumáticos se desvanecía rápidamente. Encontré mi descapotable donde lo había dejado, los dos neumáticos reparados y montados, para poder llevárselo si era necesario. Pensaban en todo. Entré y me incliné de lado por debajo del volante y aparté la solapa de cuero que ocultaba el compartimento. Recogí la otra pistola, me la guardé en un bolsillo del impermeable y emprendí el camino de vuelta. Habitaba en un mundo pequeño, cerrado, negro. Un mundo privado, sólo para Canino y para mí.
Los faros de su coche casi estuvieron a punto de descubrirme antes de que alcanzase el garaje. Canino abandonó a toda velocidad la carretera principal y tuve que deslizarme por el talud hasta la cuneta empapada y ocultarme allí respirando agua. El coche pasó a mi lado sin disminuir la velocidad. Alcé la cabeza, oí el raspar de los neumáticos al meterse por el camino de grava. El motor se apagó, luego las luces y una portezuela se cerró de golpe. No oí cerrarse la puerta de la casa, pero unos flecos de luz se filtraron por entre el grupo de árboles, como si se hubiera levantado la persiana de una ventana o encendido la lámpara del vestíbulo.
Regresé a la empapada zona de hierba y la crucé como pude, chapoteando.
El coche estaba entre la casa y yo, y la pistola la llevaba lo más hacia el lado derecho que me era posible sin arrancarme de raíz el brazo izquierdo. El coche estaba a oscuras, vacío, tibio. El agua gorgoteaba agradablemente en el radiador. Miré por la ventanilla. Las llaves colgaban del salpicadero. Canino estaba muy seguro de sí. Di la vuelta alrededor del coche, avancé con cuidado por la grava hasta la ventana más cercana y escuché. No se oía voz alguna, ningún sonido a excepción del rápido retumbar de las gotas de lluvia que golpeaban los codos de metal al extremo de los canalones.
Seguí escuchando. Nada de gritos, todo muy tranquilo y refinado. Canino le estaría hablando con su ronroneo habitual y ella le estaría contando que me había dejado marchar y que yo había prometido darles tiempo para desaparecer. Canino no creería en mi palabra, como tampoco creía yo en la suya. De manera que no seguiría allí mucho tiempo. Se pondría de inmediato en camino y se llevaría a la chica. Todo lo que tenía que hacer era esperar a que saliera.
Pero eso era lo que no podía hacer. Me cambié la pistola a la mano izquierda y me incliné para recoger un puñado de grava que arrojé contra el enrejado de la ventana. Lo hice francamente mal. Fueron muy pocas las piedras que llegaron hasta el cristal, pero su impacto resultó tan audible como el estallido de una presa.
Corrí hacia el coche y me situé sobre el estribo a cubierto de vistas desde la casa. Todas las luces se apagaron al instante. Nada más. Me agazapé sin hacer ruido en el estribo y esperé. Nada de nada. Canino era demasiado cauteloso.
Me enderecé y entré en el coche de espaldas; busqué a tientas la llave de contacto y la giré. Luego busqué con el pie, pero el mando del arranque tenía que estar en el salpicadero. Lo encontré finalmente, tiré de él y empezó a girar. El motor, todavía caliente, prendió al instante con un ronroneo suavemente satisfecho. Salí y me agazapé de nuevo junto a las ruedas traseras.
Tiritaba ya, pero sabía que a Canino no le habría gustado aquella última iniciativa mía. Necesitaba el coche más que ninguna otra cosa. Una ventana a oscuras fue abriéndose centímetro a centímetro: tan sólo algún cambio de luz sobre el cristal me permitió advertir que se estaba moviendo. Llamas brotaron de allí bruscamente, junto con los rugidos casi simultáneos de tres disparos. Se rompieron algunos cristales del cupé. Lancé un grito de dolor. El grito se transformó en gemido quejumbroso. El gemido pasó a húmedo gorgoteo, ahogado por la sangre. Hice que el gorgoteo terminara de manera escalofriante, con un jadeo entrecortado. Fue un trabajo de profesional. A mí me gustó. A Canino mucho más. Le oí reír, lanzar una sonora carcajada, algo muy distinto de sus habituales ronroneos.
Luego silencio durante unos momentos, a excepción del ruido de la lluvia y de la tranquila vibración del motor del coche. Finalmente se abrió muy despacio la puerta de la casa, creando una oscuridad más profunda que la negrura de la noche. Una figura apareció en ella cautelosamente, con algo blanco alrededor de la garganta. Era el cuello del vestido de la chica. Salió al porche rígida, convertida en mujer de madera. Advertí el fulgor pálido de su peluca plateada. Canino salió agazapándose metódicamente detrás de ella. Lo hacía con una perfección tal que casi resultaba divertido.
La chica bajó los escalones y pude ver la pálida rigidez de su rostro. Se dirigió hacia el coche. Todo un baluarte para defender a Canino, en el caso de que yo estuviera todavía en condiciones de hacerle frente. Oí su voz que hablaba entre el susurro de la lluvia, diciendo despacio, sin entonación alguna:
—No veo nada, Lash. Los cristales están empañados.
Canino lanzó un gruñido ininteligible y el cuerpo de la muchacha se contrajo bruscamente, como si él la hubiera empujado con el cañón de la pistola. Avanzó de nuevo, acercándose al coche sin luces. Detrás vi ya a Canino: su sombrero, un lado de la cara, la silueta del hombro. La muchacha se paró en seco y gritó. Un hermoso alarido, agudo y penetrante, que me sacudió como un gancho de izquierda.
—¡Ya lo veo! —gritó—. A través de la ventanilla. ¡Detrás del volante, Lash!
Canino se tragó el anzuelo con toda la energía de que era capaz. La apartó con violencia y saltó hacia adelante, alzando la mano. Tres nuevas llamaradas rasgaron la oscuridad. Nuevas roturas de cristales. Un proyectil atravesó el coche y se estrelló en un árbol cerca de donde estaba yo. Una bala rebotada se perdió, gimiendo, en la distancia. Pero el motor siguió funcionando tranquilamente.
Canino estaba casi en el suelo, agazapado en la oscuridad, su rostro una informe masa gris que parecía recomponerse lentamente después de la luz deslumbrante de los disparos. Si era un revólver lo que había usado, quizá estuviera vado. Pero tal vez no. Aunque había disparado seis veces no se podía descartar que hubiese recargado el arma dentro de la casa. Deseé que lo hubiera hecho. No lo quería con una pistola vacía. Pero podía tratarse de una automática.
—¿Terminado? —dije.
Se volvió hacia mí como un torbellino. Quizá hubiera estado bien permitirle disparar una o dos veces más, exactamente como lo hubiese hecho un caballero de la vieja escuela. Pero aún tenía el arma levantada y yo no podía esperar más. No lo bastante para comportarme como un caballero de la antigua escuela. Disparé cuatro veces contra él, el Colt golpeándome las costillas. A él le saltó el arma de la mano como si alguien le hubiera dado una patada. Se llevó las dos manos al estómago y oí el ruido que hicieron al chocar contra el cuerpo. Cayó así, directamente hacia adelante, sujetándose el vientre con sus manos poderosas. Cayó de bruces sobre la grava húmeda. Y ya no salió de él ningún otro ruido.
Peluca de Plata tampoco emitió sonido alguno. Permaneció completamente inmóvil, con la lluvia arremolinándose a su alrededor. Sin que hiciera ninguna falta, pegué una patada a la pistola de Canino. Luego fui a buscarla, me incliné de lado y la recogí. Eso me dejó muy cerca de la chica, que me dirigió la palabra con aire taciturno, como si hablara sola:
—Temía que hubiera decidido volver.
—No suelo faltar a mis citas —dije—. Ya le expliqué que todo estaba preparado de antemano.
Empecé a reír como un poseso.
Luego la chica se inclinó sobre Canino, tocándolo. Y al cabo de un momento se incorporó con una llavecita que colgaba de una cadena muy fina.
—¿Era necesario matarlo? —preguntó con amargura.
Dejé de reír tan bruscamente como había empezado. La chica se colocó detrás de mí y abrió las esposas.
—Sí —dijo con voz suave—. Supongo que sí.