10

Tom Sneyd estaba recostado de espaldas en un diván del salón de su casita. Tenía una toalla húmeda colocada en la frente. Una niñita con el pelo color miel estaba sentada junto a él, sujetándole la mano. Sentada en un rincón, una mujer joven, con el pelo un par de tonos más oscuro que la niñita, miraba a Tom Sneyd con fatiga y arrobamiento.

Hacía muchísimo calor cuando entramos. Todas las ventanas estaban cerradas, y las persianas bajadas. Ohls abrió un par de ventanas de la parte de delante y se sentó junto a ellas, mirando hacia fuera, al coche gris. El mexicano moreno estaba esposado al volante por la muñeca buena.

—Lo que han dicho de mi niña —dijo Tom Sneyd, desde debajo de la toalla—. Eso ha sido lo que me ha puesto como loco. Decían que vendrían a buscarla y se la llevarían si yo no les seguía el juego.

—Está bien, Tom. Cuéntenoslo desde el principio —dijo Ohls.

Se puso uno de los puritos que fumaba en la boca, miró a Tom Sneyd con reservas y no lo encendió.

Yo estaba sentado en una silla de madera muy dura, y miraba la alfombra barata, nueva.

—Estaba leyendo una revista, esperando que fuera el momento de comer e irme al trabajo —dijo Tom Sneyd, con detenimiento—. La niña ha abierto la puerta. Han entrado apuntándonos con armas, nos han amenazado a todos y han cerrado las ventanas. Han bajado todas las persianas excepto una, y el mexicano se ha sentado al lado, vigilando. No ha dicho una sola palabra. El tipo grandote se ha sentado aquí en la cama y me ha obligado a contarle lo de anoche… dos veces. Luego me ha dicho que yo tenía que olvidarme de que había conocido a alguien y de que había ido a la ciudad con alguien. Que así todo iría bien.

Ohls asintió y dijo:

—¿A qué hora vio por primera vez a este tipo de aquí?

—Pues no me fijé —dijo Tom Sneyd—. Debían de ser las once y media o las doce menos cuarto. Fiché en la oficina a la una y cuarto, justo después de recoger mi taxi en el Carillon. Nos costó una hora entera llegar a la ciudad desde la playa. Estuvimos en el drugstore hablando digamos quince minutos, quizá un poco más.

—Eso quiere decir que era más o menos medianoche cuando le vio —dijo Ohls.

Tom Sneyd negó con la cabeza y la toalla se le cayó de la cara. Se la volvió a subir otra vez.

—Bueno, no. El hombre del drugstore me dijo que cerraba a las doce. Y no estaba cerrando cuando nos fuimos nosotros.

Ohls volvió la cabeza y me miró, inexpresivo. Volvió a mirar a Tom Sneyd.

—Cuéntenos todo lo demás sobre los dos pistoleros —ordenó.

—El tipo alto ha dicho que lo más seguro era que no tuviera que hablar con nadie de todo este asunto. Si lo hacía y contaba lo que ellos me pedían, volverían con algo de pasta. Si contaba lo que no debía, vendrían a por mi niña.

—Siga —dijo Ohls. Son unos mentirosos de mierda.

—Se han ido. Cuando les he visto subir la calle, me he puesto muy nervioso. Renfrew es una calle sin salida, un apaño de esos raros. La calle sigue rodeando la colina un kilómetro más o menos, luego se acaba. No hay forma de salir por otro lado. Así que tenían que volver por este camino… He cogido mi veintidós, es el arma que tengo, y me he escondido entre los arbustos. Con el segundo disparo le he dado al neumático. Supongo que pensaban que era un reventón. He fallado el siguiente y entonces ellos se han puesto sobre aviso. Han sacado las armas. Yo le he dado al mexicano, y el tipo grandullón se ha escondido detrás del coche… y eso es todo. Entonces han llegado ustedes.

Ohls flexionó sus dedos gruesos y duros y sonrió tristemente a la niña que estaba en el rincón.

—¿Quién vive en la casa de al lado, Tom?

—Un hombre que se llama Grandy, conductor del tranvía interurbano, Vive solo. Ahora está en el trabajo.

—Ya me imaginaba que no estaría en casa —sonrió Ohls. Se levantó, se alejó unos pasos y dio unas palmaditas a la niña en la cabeza—. Tendrá que venir a prestar declaración, Tom.

—Claro. —La voz de Tom Sneyd sonaba cansada, indiferente—. Supongo que también he perdido mi trabajo por alquilar el taxi a escondidas anoche.

—De eso no estaría tan seguro —dijo Ohls, suavemente—. No si a su jefe le gusta que conduzcan sus taxis tipos con agallas.

Volvió a darle unas palmaditas en la cabeza a la niña, se dirigió a la puerta y la abrió. Yo saludé con un gesto a Tom Sneyd y salí de la casa con Ohls. Ohls dijo en voz baja:

—Todavía no sabe lo del muerto. No quería soltar prenda delante de la niña.

Fuimos hacia el coche gris. Sacamos unos sacos del sótano y los echamos encima del difunto Andrews, sujetándolos con piedras. Ohls echó una mirada alrededor y dijo, ausente:

—Voy enseguida a ver dónde hay un teléfono.

Se apoyó en la portezuela del coche y miró adentro, al mexicano. Éste estaba sentado con la cabeza echada hacia atrás y los ojos medio cerrados, y una expresión demacrada en el rostro moreno. Su muñeca izquierda estaba esposada a los radios del volante.

—¿Cómo se llama? —le preguntó Ohls.

—Luis Cadena —dijo el mexicano en voz baja, sin abrir los ojos.

—¿Quién de vosotros se cargó a un hombre en West Cimarron la noche pasada?

—No lo entiendo, señor —respondió el mexicano, en un susurro.

—No me tomes por tonto, hombre —dijo Ohls, fríamente—. Me sienta fatal. Se inclinó hacia la ventanilla y se pasó el purito de un lado a otro de la boca.

El mexicano parecía ligeramente divertido, y al mismo tiempo muy cansado. La sangre de su mano derecha ya se había secado.

Ohls dijo:

—Andrews se cargó al tipo en un taxi en West Cimarron. También había una chica. Nosotros tenemos a la chica. Tienes la oportunidad de probar que no estabas metido en el ajo.

En los ojos semiabiertos del mexicano brilló una lucecita y luego se apagó. Sonrió y asomaron fugazmente sus dientes pequeños, blancos.

Ohls dijo:

—¿Qué hizo con el arma?

—No lo entiendo, señor.

Ohls dijo:

—Es duro el tipo. Cuando se ponen así de duros me da miedo.

Se alejó del coche y fue apartando un poco la tierra suelta de la acera, junto a los sacos que envolvían al hombre muerto. Con la punta de pie fue descubriendo gradualmente la marca del contratista en el cemento. La leyó en voz alta:

—Compañía de Pavimentación y Construcción Dorr, San Angelo. Es increíble, ese gordo piojoso es incapaz de meterse sólo en sus propios asuntos.

Me quedé de pie junto a Ohls y miré colina abajo, entre ambas casas. Repentinos destellos de luz provenían de los coches que recorrían el bulevar que bordeaba el lago Gray, mucho más abajo.

Ohls preguntó:

—¿Y bien?

Yo dije:

—Los asesinos sabían lo del taxi, quizá, y el amigo de la chica fue a la ciudad con el botín. De modo que no fue un trabajito de Canales. Canales no deja a nadie ir por ahí jugando con sus veintidós de los grandes. La pelirroja estaba presente, y todo se hizo por algún motivo concreto.

Ohls sonrió.

—Claro. Se hizo para poder echarle la culpa a usted.

Yo dije:

—Es una verdadera vergüenza el poco respeto que sienten algunas personas por la vida humana, o por veintidós de los grandes. A Harger se lo cargaron para inculparme a mí, y la pasta me la entregaron para estrechar más el cerco.

—Quizá pensaban que usted se echaría atrás —gruñó Ohls—. Y así le tendrían en el bolsillo.

Jugueteé con un cigarrillo.

—Eso sería bastante tonto, incluso para mí. ¿Qué hacemos ahora? ¿Esperar hasta que salga la luna para aullarle un poco… o bajar la colina y contar unas cuantas mentirijillas más?

Ohls escupió en uno de los sacos de Poke Andrews. Dijo ásperamente:

—Estamos en territorio del condado. Podría llevar todo esto a la subcomisaría de Solano y procurar que las cosas quedasen en secreto, durante un tiempo. El taxista estará encantado de mantener la boquita cerrada. Y yo ya he llegado bastante lejos, así que me gustaría usar la manguera con ese mexicano personalmente.

—A mí también me gustaría que así fuera —dije—. Supongo que no podrá mantenerlo en secreto durante mucho tiempo, pero al menos sí lo suficiente para que yo vaya a visitar a un gordito con su gatito.

Todo Marlowe
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