8
El vestíbulo se encontraba en una galería que dominaba el bar y un comedor de dos niveles. Una escalera de caracol alfombrada descendía hasta el bar. Arriba no había nadie más que la joven del guardarropa y un tipo entrado en años que telefoneaba desde una cabina; la expresión de su cara sugería que lo mejor era no meterse con él.
Bajé las escaleras hasta el bar y me metí en un pequeño espacio curvo desde donde podía verse toda la pista de baile. Un lado del edificio era una enorme cristalera. Afuera sólo había niebla, pero en las noches claras, con la luna a ras del agua, debía de ser sensacional. Un trío mexicano tocaba la clase de música que siempre toca un trío mexicano. Interpreten lo que interpreten, siempre parece lo mismo. Siempre es la misma canción, con hermosas vocales abiertas y un ritmo dulzón, y el fulano que la canta siempre rasguea una guitarra y tiene un montón de cosas que decir sobre el amor, mi corazón, sobre una dama que es «linda», pero muy dificil de convencer, y el fulano siempre tiene el pelo demasiado largo y demasiado lleno de brillantina, y cuando no se está ganando los favores de una mujer da la impresión de que su trabajo con navaja en un callejón sería eficiente y económico.
En la pista de baile, media docena de parejas giraban con el descuidado abandono de un sereno artrítico. Casi todos bailaban mejilla con mejilla, en el caso de que bailar sea la palabra apropiada. Los hombres iban de esmoquin blanco y las muchachas tenían ojos brillantes, labios rojos y músculos conseguidos gracias al tenis o al golf. Sólo una pareja no bailaba agarrada. El fulano estaba demasiado borracho como para seguir el compás y ella estaba demasiado ocupada evitando los pisotones de los relucientes zapatos de él como para pensar en cualquier otra cosa. No debía haberme preocupado por haber perdido a la señorita Betty May field. Allí estaba, con Mitchell, pero no parecía feliz. Mitchell tenía la boca abierta, apretaba los dientes, su cara estaba encendida y brillante, y sus ojos tenían una mirada vidriosa. Betty apartaba de él la cabeza lo que podía sin romperse el cuello. Resultaba evidente que el señor Larry Mitchell ya había agotado su paciencia.
Un camarero mexicano, con chaquetilla verde y pantalones blancos con una raya verde lateral, se me acercó. Pedí una Gibson doble y le pregunté si podía traerme un sándwich club. El repuso: «Muy bien, señor», sonrió ampliamente y desapareció.
Cesó la música, se oyeron algunos aplausos. El trío se emocionó muchísimo e interpretó otro número. Un maitre de cabello negro que parecía Herbert MarshalP metido a camionero circulaba entre las mesas, ofreciendo su entrañable sonrisa y deteniéndose aquí y allá para hacerle la pelota a alguien. Finalmente cogió una silla y se sentó frente a un personaje corpulento y elegante, de aspecto irlandés, cuyo pelo empezaba a encanecer y también a escasear. Al parecer estaba solo. Llevaba un esmoquin oscuro y un clavel rojo en la solapa. Tenía aspecto de ser simpático, siempre que no se metieran con él. A esa distancia y con tan poca luz no pude sacar más conclusiones, excepto que para provocarle sería mejor ser grande, rápido, vigoroso y estar muy en forma.
El maitre se inclinó hacia delante, le dijo algo y ambos miraron hacia Mitchell y la joven Mayfield. El encargado del comedor parecía preocupado; el tipo corpulento no dio muestras de interesarse demasiado. El otro se puso en pie y se marchó. El tipo corpulento metió un cigarrillo en una boquilla y un camarero se apresuró a acercarle un encendedor, como si hubiera esperado esa oportunidad durante toda la noche. El tipo corpulento le dio las gracias sin alzar los ojos.
Me trajeron la bebida, cogí el vaso y bebí. Se acabó la música y esta vez se acabó del todo. Las parejas se separaron y volvieron a sus mesas. Larry Mitchell no soltó a Betty. Seguía sonriendo. La atrajo hacia sí. Le puso una mano en la nuca. Ella trató de desasirse. Él la atrajo con más fuerza y acercó su rostro congestionado al de la muchacha. Ella se debatió, pero él era mucho más fuerte. Siguió acercándose. Ella le dio una patada. Él alzó la cabeza, molesto.
—Suélteme, maldito borracho —dijo ella sin aliento pero muy claramente.
El rostro de Mitchell adquirió una expresión desagradable. Le asió los brazos con fuerza suficiente como para hacerle daño, se la acercó y la retuvo. Todo el mundo les observaba, pero nadie se movió.
—¿Qué te pasa, muñeca? ¿Es que ya no quieres a papaíto? —inquirió él, con voz demasiado alta y estropajosa.
No vi lo que ella le hizo con la rodilla, pero me lo imagino, y a él le dolió. La apartó de un empujón y le cambió la cara. Alzó una mano y la abofeteó en la boca, con toda su fuerza; en la piel le apareció una marca roja. Ella ni se movió. Después, y todos pudimos oírla, dijo clara y lentamente:
—La próxima vez que haga eso, señor Mitchell, asegúrese de llevar un chaleco antibalas.
Dio media vuelta y se alejó. Él se quedó donde estaba. Su rostro adquirió una palidez cadavérica, no sé si de dolor o de rabia. El maitre se le acercó discretamente y murmuró unas palabras con expresión interrogante.
Mitchell bajó la vista y miró al hombre. Entonces, sin una palabra, echó a andar en línea recta y el maitre tuvo que apartarse precipitadamente. Mitchell siguió a Betty, y en el camino tropezó con un hombre que estaba sentado y ni se molestó en disculparse. Betty se había sentado a una mesa junto a la cristalera y muy cerca del tipo corpulento vestido de esmoquin. La miró. Miró a Mitchell. Se quitó la boquilla de la boca y también le echó un vistazo. Su rostro era totalmente inexpresivo.
—Me has hecho daño, preciosa —dijo con voz pastosa y demasiado alta—. No me gusta que me hagan daño. ¿Entiendes? Te has portado muy mal conmigo. ¿Quieres disculparte?
Ella se levantó, cogió un chal del respaldo de la silla y se encaró con él.
—¿Pago yo la cuenta, señor Mitchell, o la pagará usted con lo que le he prestado?
Alzó la mano con la intención de abofetearla de nuevo. Ella no se movió. El tipo de la mesa vecina, sí. Se puso en pie con un suave movimiento y agarró a Mitchell por la muñeca.
—Calma, Larry. Supongo que estimas en algo tu pellejo.
Su voz era tranquila, casi irónica.
Mitchell se desasió y se volvió hacia el otro.
—No te metas en esto, Brandon.
—Encantado, viejo. No me meto, pero sería mejor para ti que no pegaras otra vez a la señorita. Aquí no suelen echar a nadie a puntapiés, pero podría ocurrir.
Mitchell se rió con rabia.
—¿Por qué no te vas a freír espárragos?
El hombre corpulento repuso con serenidad:
—He dicho que calma, Larry. No pienso repetírtelo.
Mitchell le miró con una cólera mal reprimida.
—De acuerdo, te veré después —dijo, resentido. Dio unos pasos y se detuvo—. Cuanto más tarde, mejor —añadió, volviéndose.
Entonces se dirigió hacia la salida con paso inseguro, pero rápido, sin fijarse en nada de lo que le rodeaba.
Brandon permaneció inmóvil; la muchacha también. Parecía insegura respecto a lo que debía hacer. Le miró. Él le devolvió la mirada. Sonrió, educado y simpático, no en plan conquistador. Ella no respondió a la sonrisa.
—¿Puedo hacer algo por usted? —le preguntó él—. ¿Acompañarla a algún sitio? —Entonces volvió ligeramente la cabeza—. Eh, Carl.
El maitre acudió presuroso.
—Nada de cuentas —dijo Brandon—. Sabes, en las circunstancias…
—Por favor —dijo la muchacha tajante—. No quiero que nadie pague mis facturas.
Él meneó lentamente la cabeza.
—Costumbres de la casa —repuso. Personalmente, no tengo nada que ver. ¿Puedo enviarle una copa?
Ella le miró con algo más de detenimiento. Debió parecerle de fiar.
—¿Enviarme? —preguntó.
Él sonrió cortésmente.
—Bueno, traerle, si lo prefiere…, ¿no quiere sentarse?
Y apartó la silla de su propia mesa. Ella se sentó. Y en aquel momento, ni un segundo antes o después, el maitre hizo una seña a los músicos y éstos empezaron a tocar otra pieza.
El señor Clark Brandon parecía ser de esa clase de personas que consiguen lo que quieren sin levantar la voz.
Al cabo de un rato me trajeron mi sándwich club. No era nada extraordinario, pero se dejaba comer. Me lo comí. Me quedé otra media hora. Brandon y la muchacha parecían hacer buenas migas. Estaban los dos muy tranquilos.
A los pocos minutos salieron a bailar. Entonces salí, me instalé en el coche y encendí un cigarrillo. Si ella me había visto, no lo había demostrado. En cambio, estaba seguro de que Mitchell no había reparado en mí. Había girado demasiado rápidamente hacia las escaleras, y estaba demasiado furioso como para ver nada.
A eso de las diez y media Brandon salió con ella y ambos se metieron en el Cadillac descapotable y descapotado. Los seguí sin tratar de ocultarme, porque el camino que tomaron fue el que cualquiera cogería para regresar al centro de Esmeralda. Su destino resultó ser la Casa del Poniente, y Brandon bajó la rampa hasta el garaje.
Sólo me quedaba una cosa por averiguar. Aparqué junto al edificio y, cruzando el vestíbulo, me encaminé hacia los teléfonos interiores.
—La señorita Mayfield, por favor. Betty Mayfield.
—Un momento, por favor —una corta pausa—. Ah, sí, acaba de registrarse. Llamo a su habitación, señor.
Otra pausa, mucho más larga.
—Lo siento, la habitación de la señorita Mayfield no contesta.
Le di las gracias y colgué. Me escabullí a toda prisa por si acaso ella y Brandon aparecían en el vestíbulo.
Volví a mi coche alquilado y seguí el camino del desfiladero hasta llegar a El Rancho Descansado. La casa donde estaba la oficina de recepción parecía cerrada y vacía. Una lucecita en el exterior revelaba la existencia de un timbre. Avancé a tientas hasta el 12 B, metí el coche en el cobertizo, y me dirigí bostezando hacia mi apartamento. El tiempo era frío, húmedo y miserable. Alguien se había ocupado de quitar las fundas rayadas del sofácama, colocando las almohadas.
Me desnudé, apoyé mi rizada cabeza en una de ellas y me quedé dormido.