11

La señora Regan llevaba un traje de tweed de color marrón claro con motitas, camisa y corbata de aspecto masculino y zapatos deportivos cosidos a mano. Las medias eran tan transparentes como el día anterior, pero la hija del general no enseñaba tanto las piernas. Sus cabellos negros brillaban bajo un sombrero marrón estilo Robin Hood que quizá le hubiera costado cincuenta dólares aunque diera la impresión de que cualquiera lo podía hacer sin el menor esfuerzo con un secante.

—Vaya, pero si resulta que también usted se levanta de la cama —dijo arrugando la nariz ante el sofá rojo descolorido, las dos extrañas aspirantes a butacas, las cortinas estilo red que necesitaban un buen lavado y la mesa con material de lectura, tamaño infantil, con algunas venerables revistas para dar al despacho el toque profesional—. Empezaba a pensar que quizá trabajaba en la cama, como Marcel Proust.

—¿Quién es ése? —Me puse un cigarrillo en la boca y me quedé mirándola. Parecía un poco pálida y tensa, pero daba la sensación de ser una mujer capaz de funcionar bien bajo presión.

—Un escritor francés, experto en degenerados. No es probable que lo conozca.

Chasqueé la lengua desaprobadoramente.

—Pase a mi boudoir —dije.

La señora Regan se puso en pie.

—Ayer no nos entendimos demasiado bien —dijo—. Quizá me mostré descortés.

—Los dos fuimos descorteses —respondí. Saqué la llave para abrir la puerta de comunicación y la mantuve abierta para que pasase. Entramos en el resto de mi despacho, que contenía una alfombra rojo ladrillo, no demasiado nueva, cinco archivadores verdes de metal, tres de ellos llenos únicamente del clima de California, un calendario de anuncio que mostraba a los Quin revolcándose sobre un suelo azul cielo, vestidos de rosa, con pelo de color marrón foca y penetrantes ojos negros tan grandes como ciruelas gigantes. También había tres sillas casi de nogal, la mesa de despacho habitual con el habitual secante, juego de pluma y lapicero, cenicero y teléfono, y detrás la acostumbrada silla giratoria que gime cuando se la mueve.

—No se preocupa demasiado de su imagen —dijo ella, sentándose en el lado de la mesa reservado a los clientes.

Fui hasta el buzón del correo y recogí seis sobres: dos cartas y cuatro anuncios. Puse el sombrero encima del teléfono y me senté.

—Tampoco lo hacen los Pinkerton —dije—. No se gana mucho dinero en este oficio si se es honrado. Cuidan las apariencias quienes hacen dinero…, o esperan hacerlo.

—Ah, ¿de manera que es usted honrado? —me preguntó mientras abría el bolso. Sacó un cigarrillo de una pitillera francesa de esmalte, lo encendió con un mechero y luego dejó caer pitillera y mechero en el interior del bolso sin molestarse en cerrarlo.

—Dolorosamente.

—¿Cómo es que se metió entonces en este negocio tan desagradable?

—¿Cómo es que usted se casó con un contrabandista?

—¡Dios santo, vamos a no pelearnos otra vez! Llevo toda la mañana al teléfono intentando hablar con usted. Aquí y en su apartamento.

—¿Acerca de Owen?

Se le contrajeron las facciones de manera muy brusca, pero su voz era dulce cuando habló:

—Pobre Owen. De manera que está enterado.

—Alguien de la oficina del fiscal del distrito me llevó a Lido. Pensaba que quizá yo supiera algo sobre el asunto. Pero era él quien sabía más. Que Owen, por ejemplo, quiso casarse en una ocasión con su hermana.

La señora Regan exhaló en silencio el humo del cigarrillo y me examinó, sin inmutarse, desde la negrura de sus ojos.

—Quizá no hubiese sido tan mala idea —dijo sin alzar la voz—. Estaba enamorado de Carmen. No encontramos mucho de eso en nuestro círculo.

—Owen tenía antecedentes penales.

Se encogió de hombros.

—No conocía a las personas adecuadas —dijo con desenfado—. Eso es todo lo que quiere decir tener antecedentes penales en este país podrido, infestado de delincuentes.

—Yo no iría tan lejos.

Se quitó el guante derecho y se mordió el índice a la altura de la primera articulación, mirándome fijamente.

—No he venido a hablar con usted de Owen. ¿Le parece que me puede contar ya para qué quería verle mi padre?

—No sin el permiso del general.

—¿Relacionado con Carmen?

—Ni siquiera le puedo decir eso. —Terminé de llenar la pipa y acerqué una cerilla. La señora Regan me contempló durante un momento mientras fumaba. Luego metió la mano en el bolso y la sacó con un sobre blanco que procedió a arrojar sobre el escritorio.

—Será mejor que lo mire de todos modos —dijo.

Lo recogí. La dirección, a máquina, decía «Señora Regan, 3765 Alta Brea Crescent, West Hollywood». Un servicio de mensajería había realizado la entrega y el sello de la empresa daba las 8.35 de la mañana como hora de salida. Lo abrí y saqué una lustrosa fotografía de doce por nueve que era todo lo que había dentro.

Se trataba de Carmen en casa de Geiger, sentada —sobre el estrado— en el sillón de madera de teca y respaldo recto, tan desnuda como Dios la trajo al mundo, a excepción de los pendientes de jade. Los ojos, incluso, parecían desvariar un poco más de lo que recordaba. No había nada escrito en el revés de la foto. Volví a meterla en el sobre.

—¿Cuánto piden? —pregunté.

—Cinco mil por el negativo y por el resto de las copias. El trato hay que cerrarlo esta noche misma, de lo contrario pasarán el material a algún periódico sensacionalista.

—¿Quién le ha hecho la petición?

—Me ha telefoneado una mujer, cosa de media hora después de que llegase la fotografía.

—Lo del periódico sensacionalista es mentira. Los jurados condenan ya ese tipo de chantaje sin molestarse en abandonar la sala del tribunal. ¿Qué más han dicho?

—¿Tiene que haber algo más?

—Sí.

Se me quedó mirando, un poco sorprendida.

—Lo hay. La mujer que llamó dijo que la policía estaba interesada en un problema relacionado con la foto y que más me valía pagar, porque de lo contrario dentro de poco tendría que hablar con mi hermana pequeña a través de una reja.

—Eso ya está mejor —dije—. ¿Qué clase de problema?

—No lo sé.

—¿Dónde está Carmen?

—En casa. Se puso mala ayer. Creo que no se ha levantado.

—¿Salió anoche?

—No. Yo sí salí, pero los criados dicen que ella no. Estuve en Las Olindas, jugando a la ruleta en el club Cypress de Eddie Mars. Perdí hasta la camisa.

—De manera que le gusta la ruleta. No me sorprende.

Cruzó las piernas y encendió otro cigarrillo.

—Me gusta la ruleta, sí. A toda la familia Sternwood le gustan los juegos en los que pierde, como la ruleta, o casarse con hombres que desaparecen o participar en carreras de obstáculos a los cincuenta y ocho años para que les pisotee un caballo y quedar inválidos de por vida. Los Sternwood tienen dinero. Pero todo lo que el dinero les ha comprado ha sido la posibilidad de volver a intentarlo.

—¿Qué hacía Owen anoche con un automóvil de la familia?

—Nadie lo sabe. Se lo llevó sin pedir permiso. Siempre le dejamos que se lleve uno de los automóviles la noche que libra, pero anoche no era su día. —Torció el gesto—. ¿Cree que…?

—¿… estaba al tanto de la fotografía? ¿Cómo quiere que lo sepa? No lo descarto. ¿Puede usted conseguir a tiempo cinco mil dólares en efectivo?

—Tendría que contárselo a papá…, o pedirlos prestados. Es probable que Eddie Mars me los deje. Bien sabe Dios que debería ser generoso conmigo.

—Más vale que lo intente. Quizá los necesite enseguida.

Se recostó en el asiento y pasó un brazo por detrás del respaldo.

—¿Qué tal contárselo a la policía?

—Es una buena idea. Pero usted no lo va a hacer.

—¿No lo voy a hacer?

—No. Tiene que proteger a su padre y a su hermana. No sabe lo que la policía puede sacar a relucir. Tal vez algo que no sea posible ocultar. Aunque de ordinario lo intentan en casos de chantaje.

—¿Puede usted hacer algo?

—Creo que sí. Pero no estoy en condiciones de decirle por qué ni cómo.

—Me gusta usted —dijo, de repente—. Cree en los milagros. ¿No tendrá algo de beber?

Abrí el último cajón de la mesa y saqué la botella del despacho y dos vasitos. Los llené y bebimos. La señora Regan cerró el bolso y corrió la silla para atrás.

—Conseguiré los cinco grandes —dijo—. He sido una buena cliente de Eddie Mars. Hay otra razón por la que debería tratarme bien que quizá usted no conozca. —Me obsequió con una de esas sonrisas que los labios han olvidado antes de que lleguen a los ojos—. La mujer de Eddie, una rubia, es la señora con la que Rusty se escapó.

No dije nada. La señora Regan me miró fijamente y añadió:

—¿Eso no le interesa?

—Debería hacer más fácil encontrarlo…, si lo estuviera buscando. Usted no cree que se haya metido en un lío, ¿no es cierto?

Empujó hacia mí el vaso vacío.

—Sírvame otro whisky. Nunca he conocido a una persona a la que costara tanto sonsacar. Ni siquiera mueve las orejas.

Le llené el vaso.

—Ya ha conseguido todo lo que quería de mí… Estar casi segura de que no voy a buscar a su marido.

Al retirarse muy deprisa el vaso de la boca se atragantó o fingió que se atragantaba. Luego respiró muy despacio.

—Rusty no era un sinvergüenza. Y, desde luego, no se hubiera comprometido por unos céntimos. Llevaba encima quince mil dólares en efectivo. Lo llamaba su dinero loco. Los tenía cuando me casé con él y seguía teniéndolos cuando me dejó. No…, Rusty no está metido en un chantaje de tres al cuarto.

Recogió el sobre y se puso en pie.

—Seguiré en contacto con usted —dije—. Si quiere dejarme un mensaje, la telefonista del edificio donde vivo se encargará de ello.

Fuimos juntos hasta la puerta. Dando golpecitos en el sobre blanco con los nudillos, volvió a repetir:

—Todavía cree que no me puede decir lo que papá…

—He de hablar antes con él.

Sacó la foto del sobre y se la quedó mirando, junto a la puerta.

—Tiene un cuerpo precioso, ¿no es cierto?

—No está mal.

Se inclinó un poco en mi dirección.

—Tendría que ver el mío —dijo con mucha seriedad.

—¿Podríamos arreglarlo?

Se echó a reír bruscamente y con fuerza, cruzó a medias la puerta y luego volvió la cabeza antes de decir con descaro:

—Es usted el tipo con más sangre fría que he conocido nunca, Marlowe. ¿O puedo llamarte Phil?

—Claro.

—Llámame Vivian.

—Gracias, señora Regan.

—Váyase al infierno, Marlowe. —Terminó de salir sin volver la cabeza.

Dejé que la puerta se cerrase y seguí mirándome la mano, todavía en el tirador. Me ardía un poco la cara. Volví a la mesa del despacho, guardé la botella de whisky, lavé los dos vasos y los guardé también.

Retiré el sombrero del teléfono, llamé al despacho del fiscal del distrito y pregunté por Bernie Ohls.

Estaba otra vez en su minúscula guarida.

—Bueno, he dejado en paz al viejo —dijo—. El mayordomo me aseguró que él o una de las chicas se lo contaría. El tal Owen Taylor vivía encima del garaje y he estado viendo sus cosas. Padres en Dubuque, Iowa. He mandado un telegrama al jefe de policía de allí para que se entere de qué es lo que quieren hacer con el cadáver. La familia Sternwood pagará los gastos.

—¿Suicidio? —pregunté.

—Imposible decirlo. No ha dejado ninguna nota. No tenía permiso para llevarse el automóvil. Anoche todo el mundo estaba en casa a excepción de la señora Regan, que fue a Las Olindas con un playboy llamado Larry Cobb. Hice la comprobación. Conozco a un muchacho que trabaja en una de las mesas.

—Deberíais acabar con algunas de esas timbas elegantes —dije.

—¿Con lo bien organizadas que están en nuestro distrito? No seas ingenuo, Marlowe. Esa señal de cachiporra en la cabeza del chico me preocupa. ¿Estás seguro de que no me puedes ayudar?

Me gustó que me lo preguntase de aquel modo. Me permitía decir que no sin mentir de manera descarada. Nos despedimos, salí del despacho, compré los tres periódicos de la tarde y fui en taxi hasta el palacio de justicia para recoger mi coche, que se había quedado en el aparcamiento. Ninguno de los periódicos publicaba nada sobre Geiger. Eché otra ojeada a su bloc azul, pero el código —igual que la noche anterior— se me seguía resistiendo.

Todo Marlowe
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