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La habitación no estaba mal. Tenía el habitual sofácama de cemento, sillas sin almohadones, una mesita adosada a la pared del fondo, un armario empotrado con una cómoda incorporada, un cuarto de baño con una bañera digna de Hollywood, un tubo fluorescente sobre el espejo del lavabo para poder afeitarse y una pequeña cocina con nevera y hornillo de tres fogones. En un armario, situado encima del fregadero, había bastantes platos y cubiertos. Saqué unos cubitos de hielo y me preparé un trago de la botella que llevaba en la maleta, tomé unos sorbos, y me senté con los oídos bien atentos, tras cerrar ventanas y postigos. En la habitación contigua no se oía ningún ruido; después oí la cadena del retrete. Mi objetivo seguía allí. Terminé la copa, apagué el cigarrillo y observé el primitivo radiador instalado en la pared medianera. Consistía en dos largas bombillas esmeriladas en una caja metálica. No tenía pinta de irradiar mucho calor, pero en el armario había un convector con termostato y enchufe trifásico de doscientos veinte voltios. Quité la rejilla cromada del radiador y desenrosqué las bombillas. Extraje un estetoscopio de la maleta, lo acerqué a la pared metálica y escuché. Si en la habitación contigua había otro radiador similar en ese mismo lugar, como era lo más probable, lo único que había entre ambas habitaciones era una placa metálica y quizá un aislante, seguramente no demasiado grueso.
Durante unos minutos no oí nada; después oí que marcaban un número de teléfono. La recepción fue perfecta. Una voz de mujer dijo:
—Esmeralda cuatro uno cuatro nueve nueve, por favor.
La voz era fría, contenida, de tono normal y muy poco expresiva; cansina. Después de tantas horas siguiéndola, oía su voz por vez primera.
Hubo una larga pausa, al cabo de la cual dijo:
—El señor Larry Mitchell, por favor.
Otra pausa, pero más corta. Y luego:
—Soy Betty Mayfield y estoy en El Rancho Descansado —pronunció mal la «a» de Descansado. Y añadió—: He dicho Betty Mayfield. Por favor, no sea estúpido. ¿Quiere que se lo deletree?
Su interlocutor tenía mucho que decir. Ella escuchó. Al cabo de un rato, dijo:
—Apartamento u C. Tendría que saberlo, usted hizo la reserva… Ah, comprendo… Bueno, está bien. No me moveré de aquí.
Colgó. Silencio. Silencio absoluto. Después, la misma voz dijo lentamente:
—Betty Mayfield. Betty Mayfield. Betty Mayfield. ¡Pobre Betty! Eras una buena chica… hace mucho tiempo.
Yo estaba sentado en el suelo, en uno de los almohadones a rayas, con la espalda apoyada en la pared. Me levanté sin hacer ruido, dejé el estetoscopio sobre un almohadón y me tendí en el sofácama. Él no tardaría en llegar. Ella le esperaba porque tenía que hacerlo; por el mismo motivo por el que había ido hasta allí. Yo quería saber por cuál.
Debía llevar suelas de goma porque no oí nada hasta que sonó el timbre de la otra habitación. Por lo visto había dejado el coche un poco más lejos. Salté al suelo y cogí el estetoscopio. Ella abrió la puerta, él entró y me imaginé la sonrisa que iluminaba su cara al decir:
—Hola, Betty. Su nombre es Betty Mayfield, si no lo he entendido mal. Me gusta.
—Es mi verdadero nombre —dijo, y cerró la puerta.
Él soltó una risita burlona.
—Supongo que ha hecho bien en cambiarlo. Pero ¿qué hay de las iniciales de su equipaje?
Su voz me gustó tan poco como su risa. Era aguda y alegre, efervescente de malicioso buen humor. No es que fuera precisamente sarcástica, pero casi. Me hizo apretar los dientes.
—Supongo —repuso secamente ella— que eso fue lo primero que vio.
—No, encanto. Usted es lo primero que he visto. Segundo, la marca de una alianza que no lleva… Tercero, las iniciales.
—No me llame «encanto», chantajista barato —replicó ella con súbita y mal reprimida cólera.
Eso no le desconcertó en lo más mínimo.
—Quizá sea un chantajista, muñeca, pero —otra risa ahogada— te aseguro que no soy barato.
Ella dio unos pasos, probablemente para alejarse de él.
—¿Quiere un trago? Ya veo que lleva una botella encima.
—Podría ponerme lascivo.
—De usted sólo me asusta una cosa, señor Mitchell —dijo la muchacha fríamente—: su lengua larga. Habla demasiado y tiene una opinión propia demasiado buena. Sería preferible que nos entendiéramos de una vez por todas. Me gusta Esmeralda. Ya he estado aquí otras veces y siempre he querido volver. Ha sido mala suerte que usted viva aquí y que viajara en el mismo tren que yo. El hecho de que me haya reconocido aún es peor. Pero eso es todo… mala suerte.
—Muy buena para mí, muñeca —contestó él, arrastrando las palabras.
—Tal vez —repuso ella—, siempre que no abuse de ella. En tal caso, podría volverse contra usted.
Siguió un breve silencio. Pude imaginarles estudiándose el uno al otro. La sonrisa del hombre debía reflejar cierto nerviosismo, aunque no excesivo.
—Lo único que tengo que hacer —dijo él sin alzar la voz— es coger el teléfono y llamar a los periódicos de San Diego. ¿Quiere publicidad? Yo se la proporcionaré.
—He venido hasta aquí para librarme de ella —contestó ella con amargura. Él se echó a reír.
—Claro, por aquel juez estúpido que se caía a pedazos de pura demencia senil, y en el único estado de la Unión, eso lo he comprobado, donde la sentencia podía ir en contra del veredicto del jurado. Ya ha cambiado usted dos veces de nombre. Si la historia llegara a publicarse aquí, y es una historia muy sabrosa, muñeca, supongo que tendría que cambiárselo otra vez… y viajar un poco más. Eso termina por cansar, ¿verdad?
—Por eso estoy aquí —dijo ella—. Por eso está usted aquí. ¿Cuánto quiere? Supongo que sólo será un pago a cuenta.
—¿Acaso he hablado de dinero?
—Lo hará —repuso ella—. Y baje la voz.
—El motel entero es suyo, muñeca. He dado una vuelta por ahí antes de entrar. Puertas cerradas, ventanas cerradas, postigos cerrados, y ni un solo coche. Puedo confirmarlo en la oficina, si está usted nerviosa. Tengo algunos amigos por aquí, personas que usted debiera conocer, personas que pueden hacerle la vida agradable. Socialmente hablando, esta ciudad es muy exclusivista. Puede resultarle muy aburrida si no logra introducirse.
—¿Cómo lo logró usted, señor Mitchell?
—Mi padre es el pez gordo más importante de Toronto. No nos llevamos bien y no quiere verme por casa. Pero así y todo sigue siendo mi padre y eso es lo que cuenta, aunque me pague por tenerme lejos.
Ella no le contestó. Sus pasos se alejaron. La oí moverse en la cocina y por el ruido deduje que estaba sacando cubitos de hielo. Oí correr el agua y los pasos regresaron.
—A mí sí me apetece una copa —dijo ella—. Quizá haya sido un poco grosera con usted. Estoy cansada.
—Claro —repuso él, comprensivamente—, está cansada. —Pausa—. Bueno, lo nuestro puede esperar. Quedemos a eso de las siete y media en el Glass Room. Vendré a recogerla. Es un buen sitio para cenar. Hay baile. Es tranquilo y muy discreto, si es que todavía le importa la discreción. Pertenece al Club Náutico. No te dan mesa si no te conocen. Allí estoy entre amigos.
—¿Caro? —preguntó ella.
—Un poco. Ah, sí… a propósito, esto me recuerda algo. Hasta que reciba mi cheque mensual, usted me prestará un par de dólares. —Se echó a reír—. Me sorprendo a mí mismo; después de todo, sí que hablo de dinero.
—¿Un par de dólares?
—Mejor un par de cientos.
—Tengo apenas sesenta dólares… hasta que pueda abrir una cuenta o cambiar mis cheques de viaje.
—Se los cambiarán en la oficina, encanto.
—¿De veras? Le daré cincuenta. No quiero malcriarle, señor Mitchell.
—Sea más humana. Llámeme Larry.
—¿Le gustaría?
Le había cambiado la voz: ahora parecía algo insinuante. Imaginé la lenta sonrisa de placer en la cara del fulano. Después supuse, por el silencio que siguió, que él la había abrazado sin que ella se opusiera. Finalmente, la voz de la joven me pareció algo apagada al decir:
—Ya es suficiente, Larry. Sea bueno y lárguese. Estaré lista a las siete y media.
—Uno más para el camino.
Al cabo de un momento la puerta se abrió y él dijo algo que no logré entender. Me levanté, me acerqué a la ventana, y eché un vistazo por las rendijas de la persiana. Un potente reflector iluminaba el bosquecillo. Le vi alejarse colina arriba y desaparecer. Volví junto al radiador y no oí nada durante un buen rato, aunque ni yo mismo sabía lo que esperaba oír. No tardé en averiguarlo.
Pasos que iban de un lado a otro, el ruido de cajones al abrirse, el chasquido de una cerradura, el golpe sordo de una tapa levantada al chocar contra algo.
Estaba haciendo el equipaje para marcharse.
Enrosqué nuevamente las bombillas en su lugar, coloqué la rejilla y guardé el estetoscopio en la maleta. Empezaba a hacer frío. Me puse la americana y permanecí inmóvil en el centro de la habitación. Empezaba a oscurecer y la luz estaba apagada. Me quedé allí y reflexioné. Podía coger el teléfono e informar, y mientras tanto ella coger otro taxi y buscar otro tren o avión hacia otro punto de destino. Podía ir a cualquier parte, pero siempre habría un detective esperándola en la estación si el asunto interesaba realmente a los importantes y todopoderosos hombres de Washington. Siempre habría un Larry Mitchell o un periodista con buena memoria. Siempre existiría una pequeña rareza que llamaría la atención y siempre habría alguien que tomara nota de ella. Nadie puede huir de sí mismo.
Estaba haciendo un trabajo despreciable y subrepticio para una gente que no me gustaba, pero… para eso te contratan, amigo. Ellos pagan y tú desentierras la porquería. Sólo que esta vez no podía oler la basura. Ella no parecía un parásito, y tampoco tenía aspecto de delincuente. Lo cual no quería decir más que podía ser cualquiera de las dos cosas, con mejores resultados precisamente por no parecerlo.