20

El indio olía mal. El olor me llegaba ya desde el otro lado del antedespacho cuando sonó el timbre y abrí la puerta intermedia para ver quién era. Sólo había avanzado un paso más allá de la puerta del pasillo y daba toda la sensación de estar tallado en bronce. Era un hombre grande de la cintura para arriba y de pecho poderoso. Tenía, por lo demás, aspecto de vagabundo.

Llevaba un traje marrón del que la chaqueta era demasiado pequeña para sus hombros y el pantalón probablemente le quedaba demasiado justo en la entrepierna. Por lo que respecta al sombrero —dos tallas más pequeño como mínimo—, alguien a quien le sentaba mejor lo había sudado a conciencia. El indio se lo colocaba más o menos a la altura que una casa la veleta. El cuello de la camisa lo llevaba tan suelto como un caballo la collera y tenía aproximadamente el mismo tono marrón sucio. Por fuera de la chaqueta abotonada le colgaba una corbata; una corbata negra en la cual, con ayuda de unos alicates, alguien había conseguido hacer un nudo del tamaño de un guisante. En torno a su magnífica garganta descubierta, por encima del sucio cuello, llevaba un ancho trozo de cinta negra, como una anciana que intentara disimular las arrugas.

Tenía una cara grande y plana y una carnosa nariz aguileña que parecía tan dura como la proa de un crucero. Ojos sin párpados, mofletes caídos, hombros de herrero y las piernas cortas y en apariencia torpes de un chimpancé. Más adelante descubrí que sólo eran cortas.

Limpiándolo un poco y vestido con un camisón blanco podría haber pasado por un senador romano muy perverso.

Su olor era el olor telúrico del hombre primitivo y no el de la porquería viscosa de las ciudades.

—¡Eh! —dijo—. Venir deprisa. Venir ahora.

Retrocedí hacia mi despacho moviendo el dedo y él me siguió haciendo el mismo ruido que hace una mosca al andar por la pared. Me senté detrás de mi escritorio, hice crujir mi silla giratoria profesionalmente y señalé el asiento del otro lado, reservado para los clientes. No se sentó. Sus ojillos negros eran hostiles.

—¿Ir dónde? —dije.

—Yo Segunda Siembra. Yo indio de Hollywood.

—Tome asiento, señor Siembra.

Resopló y se le ensancharon mucho las ventanas de la nariz. Ya antes eran tan grandes como ratoneras.

—Nombre Segunda Siembra. Nombre no señor Siembra.

—¿Qué puedo hacer por usted?

Alzó la voz y, logrando una resonancia cavernosa, empezó a entonar:

—Él dice venir deprisa. Gran jefe blanco dice venir deprisa. Dice a mí llevarle en carro de fuego. Dice…

—De acuerdo. Deje el latín macarrónico. No soy una maestrita en la danza de la serpiente.

—Pamplinas —dijo el indio.

Nos miramos despectivamente el uno al otro por encima de la mesa durante un rato. El indio lo hacía mejor. Luego se quitó el sombrero con infinita repugnancia y le dio la vuelta. Pasó un dedo por debajo de la badana, con lo que consiguió volverla, sacándola de la copa con todo el sudor acumulado. Retiró un clip sujeto en el borde y arrojó sobre la mesa un envoltorio de papel de seda. Lo señaló muy enfadado, con una uña mordida hasta la carne viva. Su pelo lacio presentaba una depresión muy arriba, en todo su perímetro, a causa de lo apretado del sombrero.

Desenvolví el papel de seda y dentro encontré una tarjeta de visita que no era ninguna novedad para mí. Había encontrado tres, exactamente iguales, en la boquilla de tres cigarrillos, rusos en apariencia.

Jugueteé con mi pipa, miré fijamente al indio y traté de intimidarlo con la mirada, pero no dio sensación de ponerse más nervioso que una pared.

—De acuerdo, ¿qué es lo que quiere?

—Quiere que usted venir deprisa. Venir ahora. En carro…

—Pamplinas —dije.

Al indio le gustó aquello. Cerró la boca despacio, guiñó un ojo con mucha solemnidad y luego sonrió casi.

—Le va a costar además cien pavos como anticipo —añadí, procurando dar la impresión de que se trataba de una moneda de cinco centavos.

—¿Eh? —De nuevo desconfiado. Tenía que limitarme al inglés básico.

—Cien dólares —dije—. Machacantes. Plata. Pavos hasta sumar cien unidades. Yo no dinero, yo no ir. Capisci?

Empecé a contar cien con las dos manos.

Mi visita volvió a explorar la grasienta badana del sombrero y arrojó otro envoltorio de papel de seda sobre la mesa. Lo abrí. Contenía un billete completamente nuevo de cien dólares.

El indio se encasquetó el sombrero sin molestarse en volver a poner la badana dentro de la copa. El resultado sólo era ligeramente más cómico. Yo, por mi parte, me quedé mirando el billete de cien dólares con la boca abierta.

—Más que médium, adivino —dije por fin—. Un tipo tan listo me da miedo.

—No tener todo el día —señaló el indio, adoptando un tono coloquial.

Abrí un cajón de la mesa y saqué un Colt automático del 38, del tipo conocido como Super Match. Lo había llevado para ir a visitar a la señora de Lewin Lockridge Grayle. Me quité la chaqueta, me coloqué la funda sobaquera, metí el revólver, abroché la correa inferior y me puse otra vez la americana.

El indio pareció tan impresionado como si me hubiera rascado el cuello.

—Tener coche —dijo—. Coche grande.

—Los coches grandes han dejado de gustarme —dije—. Tener coche propio.

—Ir en mi coche —dijo el indio con tono amenazador.

—Ir en su coche —respondí yo.

Cerré con llave los cajones del escritorio y la puerta del despacho, desconecté el timbre y salí, dejando como siempre la posibilidad de que quien quisiera esperar pudiera entrar en el antedespacho.

Recorrimos el pasillo y descendimos hasta la calle en el ascensor. El indio olía. Hasta el ascensorista se dio cuenta.

Todo Marlowe
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