12

El edificio de apartamentos estaba en Doheny Drive, al pie de la bajada del Strip. En realidad, eran dos edificios, uno detrás del otro, más o menos conectados por un patio pavimentado, con una fuente. En el portal de mármol de imitación había buzones y timbres. Tres de los dieciséis buzones no tenían nombre. Los nombres que leí no me dijeron absolutamente nada. Aquello iba a requerir un poco más de trabajo. Probé la puerta de entrada, vi que no estaba cerrada, y el asunto seguía requiriendo más trabajo.

Fuera estaban estacionados dos Cadillac, un Lincoln Continental y un Packard Clipper. Ninguno de los dos Cadillac tenía el color ni la matrícula que buscaba. Al otro lado de la calle, un tipo con pantalones de montar estaba despatarrado en un Lancia deportivo, con los pies apoyados en la puerta, fumando y contemplando las pálidas estrellas, que son lo bastante listas como para mantenerse alejadas de Hollywood. Subí la pendiente hasta el bulevar, caminé una manzana hacia el este y entré a sofocarme en una cabina telefónica que era como un baño turco. Llamé a un tipo al que llamaban Sopaboba Smith. Le llamaban así porque era tartamudo; otro misterio que yo no había tenido tiempo de resolver.

—Mavis Weld —dije—. Quiero su teléfono. Soy Marlowe.

—Nnn naturalmente —dijo. ¿Dice usted Mavis Weld? ¿Ssssu número de teléfono?

—¿Cuánto?

—Sssserán diez dólares.

—Entonces no he dicho nada.

—Eeeespere un minuto. Yo no pppuedo ir dando los números de teléfono de esas tttías; es muy arriesgado para un ayudante de utilería.

Esperé, respirando el aire que yo mismo había soltado.

—Y además, le doy la dirección, naturalmente —gimió Sopaboba, olvidándose de tartamudear.

—Cinco pavos —dije—. La dirección ya la tengo. Y no regatees. Si te crees que eres el único mangante de los estudios que se dedica a vender números de teléfono que no vienen en la guía…

—Un instante —dijo en tono agobiado, y fue a consultar su agendita roja.

Era un tartamudo zurdo: sólo tartamudeaba cuando no estaba nervioso. Volvió y me dijo el número. Era un número de Crestview, naturalmente. En Hollywood, si no tienes un número de Crestview eres un muerto de hambre.

Abrí la celda de acero y cristal para que entrara un poco de aire mientras marcaba otra vez. Después de dos timbrazos, una voz lánguida y sensual me contestó. Cerré la puerta.

—¿Síííí? —arrulló la voz.

—La señorita Weld, por favor.

—¿De parte de quién, por favor?

—Tengo que darle unas fotos esta noche, de parte de Whitey.

—¿Whitey? ¿Quién es Whitey, amigo?

—El jefe de foto fija del estudio —dije—. ¿Es que no lo sabe? Subo enseguida si hace el favor de indicarme el número del apartamento. Sólo estoy a dos manzanas de ahí.

—La señorita Weld se está bañando.

Se echó a reír. Supongo que donde ella estaba, aquello era un repiqueteo cristalino. Donde estaba yo, sonaba como si alguien estuviera apilando sartenes.

—Pues claro, traiga las fotos. Seguro que se muere de ganas de verlas. Es el apartamento número 14.

—¿Estará también usted?

—Pues claro, naturalmente. ¿Por qué lo pregunta?

Colgué y salí tambaleándome al aire libre. Volví a bajar la cuesta. El tipo de los pantalones de montar seguía recostado en su Lancia, pero uno de los Cadillac había desaparecido y dos Buick descapotables se habían incorporado a los coches aparcados delante del inmueble. Pulsé el timbre del número 14, crucé el patio con su madreselva escarlata china iluminada por un pequeño foco. Otro foco iluminaba el gran estanque ornamental, lleno de peces de colores gordinflones y de nenúfares callados, que habían cerrado bien sus pétalos para pasar la noche. Había un par de bancos de piedra y un columpio de jardín. No parecía un sitio muy caro, aunque aquel año todo estaba carísimo. El apartamento estaba en el segundo piso. Era una de las dos puertas que daban a un amplio rellano.

El timbre campanilleó y una morenaza en pantalones de montar abrió la puerta. Decir que era sexy es no decir nada. Sus pantalones, igual que sus cabellos, eran de color negro azabache. Llevaba una blusa de seda blanca y un pañuelo rojo al cuello. El rojo no era tan vivo como el de su boca. Sostenía un cigarrillo pardo muy largo con un par de pinzas doradas. Los dedos con que lo sostenía estaban más que suficientemente enjoyados. El pelo negro estaba peinado con raya en medio, y una línea de cuero cabelludo blanca como la nieve recorría la cabeza y se perdía de vista por detrás. A cada lado de su cuello delgado y moreno caía una gruesa trenza de pelo negro y reluciente. En cada trenza llevaba un lacito escarlata. Pero ya hacía mucho tiempo que había dejado de ser una niña.

Miró inquisitivamente mis manos vacías. Las fotos de cine suelen ser demasiado grandes para llevarlas en el bolsillo.

—¿La señorita Weld, por favor? —dije.

—Puede darme las fotos.

La voz era fría, pausada e insolente, pero los ojos decían otra cosa. Llevársela a la cama debía de ser tan difícil como cortarse el pelo.

—Lo siento, pero es personal, para la señorita Weld.

—Ya le dije que está en el baño.

—Esperaré.

—¿Está seguro de tener esas fotos, amigo?

—Todo lo seguro que se puede estar. ¿Por qué?

—¿Cómo se llama usted?

Su voz se congeló en la última palabra, como una pluma que se lleva el viento. Enseguida empezó a arrullar y a remontarse y a revolotear y a hacer remolinos, y un mudo amago de sonrisa apareció delicadamente en sus labios, muy despacio, como un niño que intenta coger un copo de nieve.

—Su última película era sensacional, señorita Gonzales.

La sonrisa brilló como un relámpago y le cambió todo el rostro. El cuerpo se irguió, vibrante de gozo.

—¡Pero si era asquerosa! —exclamó radiante—. Una absoluta porquería. Qué hombre tan encantador. Sabe usted de sobra que era una porquería.

—Para mí, ninguna película en la que salga usted es una porquería, señorita Gonzales.

Se apartó de la puerta y me hizo señas para que entrara.

—Tomaremos una copa —dijo—. Un auténtico copazo. Me encantan los halagos, por poco sinceros que sean.

Entré. No me habría sorprendido que me aplicara una pistola a los riñones. Se había situado de tal manera que prácticamente tuve que apartarle los pechos para poder pasar por la puerta. Su olor era como la imagen del Taj Mahal a la luz de la luna. Cerró la puerta y bailó hacia un pequeño mueblebar.

—¿Whisky? ¿O quizá prefiere un cóctel? Sé preparar un martini perfectamente espantoso —dijo.

—El whisky está bien, gracias.

Preparó un par de copas en dos vasos tan grandes que habrían podido servir de paragüeros. Me senté en un sillón estampado y eché una mirada alrededor. El sitio era de estilo anticuado. Había una falsa chimenea con fuego de gas y repisa de mármol, grietas en el yeso, un par de cuadros vigorosamente embadurnados que parecían lo bastante malos como para ser caros, un viejo piano Steinway lleno de descascarillados y, por una vez en la vida, sin un mantón español encima. Había un montón de libros que parecían nuevos, con portadas de colores brillantes, esparcidos por todas partes. Y en un rincón había una escopeta de dos cañones, con la culata primorosamente tallada y un lazo de raso blanco atado a los cañones. El típico ingenio de Hollywood.

La belleza morena con pantalones de montar me pasó una copa y se sentó en el brazo de mi sillón.

—Puedes llamarme Dolores, si te apetece —me dijo, pegándole un buen envite a su vaso.

—Gracias.

—Y yo, ¿cómo debo llamarte?

Sonreí.

—Naturalmente —prosiguió—, soy perfectamente consciente de que no eres más que un condenado mentiroso y que no tienes ninguna foto en los bolsillos. No es que quiera indagar en tus asuntos, que sin duda son privadísimos.

—¿Ah, no? —Sorbí dos dedos de mi licor—. Dígame, ¿qué clase de baño se está dando la señorita Weld? ¿Con jabón vulgar, o con sales aromáticas de Arabia?

Agitó la colilla del cigarrillo marrón sujeto con la pequeña pinza dorada.

—¿Es que te gustaría echarle una mano? El cuarto de baño está aquí al lado. Por esa puerta con arco, a la derecha. Estoy casi segura de que la puerta no está cerrada con llave.

—Si es tan fácil, no me interesa —contesté.

¡Ah! —Me volvió a obsequiar con su radiante sonrisa—. Te gustan las dificultades. Tendré que procurar no parecer tan accesible, entonces.

Se levantó elegantemente del brazo de mi sillón y apagó el cigarrillo, curvándose lo suficiente para que yo pudiera apreciar el contorno de sus caderas.

—No se preocupe, señorita González. Sólo soy un tipo que viene por una cuestión de trabajo. No tengo intención de violar a nadie.

—¿No?

La sonrisa se volvió blanda, lánguida y, si no se les ocurre una palabra mejor, provocativa.

—Pero desde luego empiezo a pensármelo —añadí.

—Eres un hijo de puta encantador —dijo, encogiéndose de hombros.

Y se marchó por la puerta de arco, llevándose su medio litro de whisky con agua. Oí unos golpecitos en una puerta y su voz, que decía:

—Querida, hay un tipo que dice que te trae unas fotos del estudio. Eso dice. Muy Simpático. Muy guapo también. Con cojones.

Una voz que yo ya había oído antes contestó secamente:

—Anda, cállate, pedazo de putilla. Salgo en un segundo.

La Gonzales volvió a aparecer por el arco de la puerta, tarareando. Su vaso estaba vacío. Volvió al bar.

—¿No bebes? —se quejó, mirando mi vaso.

—He comido. Y mi estómago tiene capacidad limitada. Entiendo algo de español.

Meneó la cabeza.

—¿Estás escandalizado?

Puso los ojos en blanco. Sus hombros iniciaron un baile erótico.

—Soy bastante difícil de escandalizar.

—¿Pero has entendido lo que he dicho? ¡Madre de Dios! Lo siento muchísimo.

—Seguro que sí —dije.

Acabó de prepararse una segunda copa.

—Pues sí, lo siento mucho —suspiró—. Bueno, creo que lo siento. A veces no estoy segura. A veces me importa un pepino. Es todo tan lioso. Todos mis amigos me dicen que soy una bocazas. Te escandalizo, ¿verdad?

Otra vez se había sentado en el brazo de mi sillón.

—No, pero cuando tenga ganas de escandalizarme ya sé dónde venir.

Echó indolentemente el brazo hacia atrás para dejar la copa y luego se inclinó hacia mí.

—Pero es que yo no vivo aquí —dijo—. Vivo en el Chateau Bercy.

—¿Sola?

Me dio una palmadita en la nariz. Un instante después estaba sobre mis rodillas y trataba de arrancarme la lengua a bocados.

—Eres un hijo de puta encantador —dijo.

Su boca estaba todo lo caliente que puede estar una boca. Sus labios quemaban como el hielo. Su lengua se apretaba contra mis dientes. Sus ojos eran inmensos y negros y se les veía el blanco.

—Estoy tan cansada —susurró en mi boca—. Tan hecha polvo, tan increíblemente cansada…

Sentí su mano en mi bolsillo interior. La aparté de un empujón, pero ya había cogido mi cartera. Se la llevó bailando y riéndose, la abrió con un gesto rápido y la exploró con dedos ágiles como pequeñas serpientes.

—Me alegro de que ya hayan hecho amistad —dijo una voz fría que venía del lateral. Mavis Weld estaba en la puerta de arco.

Sus cabellos caían en desorden y no se había molestado en maquillarse. Llevaba un vestido largo de estar por casa y prácticamente nada más. Sus piernas terminaban en unas chinelas verde y plata. Su mirada era inexpresiva, su boca despreciativa. Pero con o sin gafas era la misma chica, no cabía duda.

La Gonzales le lanzó una rápida mirada, cerró mi cartera y me la tiró. La cogí al vuelo y me la metí en el bolsillo. Se dirigió con paso lento a una mesa y cogió un bolso negro con correa larga, se lo colgó del hombro y echó a andar hacia la puerta.

Mavis Weld no se movió ni la miró. Me estaba mirando a mí. Pero en su cara no había ningún tipo de emoción. La Gonzales abrió la puerta, echó una mirada al exterior, la medio cerró y se dio la vuelta.

—Se llama Philip Marlowe —le dijo a Mavis Weld—. Es una monada, ¿no te parece?

—No sabía que te tomaras la molestia de preguntarles el nombre —contestó Mavis Weld—. Casi nunca te da tiempo de hacerlo.

—Ya veo —respondió la Gonzales con suavidad. Se volvió hacia mí esbozando una sonrisa—. Qué manera tan exquisita de llamarme puta, ¿no te parece?

Mavis Weld no dijo nada. Su rostro seguía sin expresión.

—Al menos —dijo la Gonzales en tono suave, mientras volvía a abrir la puerta—, yo no me he acostado últimamente con ningún pistolero.

—Será que no te acuerdas —le contestó Mavis Weld exactamente en el mismo tono—. Vamos, abre la puerta, cariño. Hoy toca sacar la basura.

La Gonzales se volvió a mirarla despacio, fijamente, con puñales en los ojos. Luego hizo un leve sonido con los labios y los dientes y abrió la puerta de un tirón. La cerró con un portazo tremendo. El ruido no alteró ni lo más mínimo el firme brillo azul oscuro de los ojos de Mavis Weld.

—Y ahora, ¿qué tal si usted hace lo mismo, pero con menos ruido? —me dijo. Saqué un pañuelo y me froté el carmín de la cara. Tenía el color exacto de la sangre, de sangre fresca.

—Esto le puede pasar a cualquiera —dije—. Yo no la estaba achuchando. Era ella la que me achuchaba a mí.

Caminó hasta la puerta y la abrió con fuerza.

—En marcha, guaperas. Mueva esos pies.

—He venido por un asunto, señorita Weld.

—Sí, ya me lo imagino. Largo. No le conozco y no quiero conocerle. Si alguna vez me entraran ganas, no va a ser hoy.

—Nunca coinciden el día, el lugar y el ser amado —dije.

—¿De qué habla? —intentó echarme con la punta de la barbilla, pero eso ni ella podía lograrlo.

—Browning. El poeta, no la pistola. Seguro que usted prefiere la pistola.

—Escuche, pollo. ¿Quiere que llame al administrador para que le tire por las escaleras, botando como una pelota?

Me acerqué y empujé la puerta para cerrarla. Ella la sujetó hasta el último momento. No me dio de patadas, pero tuvo que esforzarse para no hacerlo. Intenté apartarla de la puerta sin que pareciera que la empujaba. Ella no cedió ni un pelo. Mantuvo su terreno, todavía agarrando el picaporte con una mano, con los ojos llenos de furia azul oscuro.

—Si tiene la intención de quedarse tan cerca de mí —dije—, tal vez sería mejor que se pusiera algo de ropa.

Echó la mano hacia atrás y me sacudió un buen bofetón. Sonó tan fuerte como el portazo de la Gonzales, y dolió. Me hizo acordarme del chichón que tenía en la cabeza.

—¿Le he hecho daño? —preguntó con suavidad.

Asentí.

—Me alegro.

Tomó impulso y me abofeteó de nuevo, sólo que más fuerte.

—Sería mejor que me besara —susurró.

Su mirada era clara y límpida, provocadora. Bajé la mirada como quien no quiere la cosa. Su mano derecha estaba cerrada, formando un puño muy profesional. Y tampoco era demasiado pequeño, que digamos.

—Créame —le dije—, sólo hay una razón que me lo impide. La besaría aunque llevara encima su pistolita negra. O los nudillos metálicos que sin duda guarda en la mesilla de noche.

Sonrió educadamente.

—Es posible que esté trabajando para usted —dije—. Y además, no tengo la costumbre de correr como una puta detrás de todas las piernas que veo.

Miré sus piernas. Las veía perfectamente, y el banderín que indicaba la línea de meta era del tamaño justo y ni una pizca más. Se cerró el vestido, me dio la espalda y se encaminó hacia el pequeño bar, meneando la cabeza.

—Soy una mujer libre, blanca y mayor de veintiún años —me dijo—. Conozco todos los trucos, o creo conocerlos. Si no puedo asustarle, ni pegarle, ni seducirle, ¿cómo demonios puedo ganármelo?

—Bueno…

—No me lo diga —me interrumpió bruscamente, dándose la vuelta con un vaso en la mano. Bebió un trago, agitó la melena y sonrió con una sonrisita muy pequeña—. Dinero, claro. Qué tonta soy por no haber pensado en eso.

—El dinero nunca viene mal —dije.

Su boca hizo una mueca de asco, pero la voz era casi afectuosa.

—¿Cuánto dinero?

—Cien dólares estarían bien para empezar.

—Es usted barato. Un tipejo de tres al cuarto, ¿eh? Cien dólares, dice. ¿Eso es dinero en su ambiente, guapetón?

—Bueno, que sean doscientos. Con eso podría retirarme.

—Sigue siendo barato. Doscientos a la semana, por supuesto. ¿En un bonito sobre blanco?

—Puede prescindir del sobre, se me ensuciaría.

—¿Y qué es lo que me dará a cambio de este dinero, mi querido polizonte? Porque seguro que eso es lo que es.

—Le daría un recibo. ¿Quién le dijo que yo era un poli?

Me miró con ojos desorbitados durante un instante, antes de reemprender la actuación.

—Debe de haber sido el olor.

Bebió un sorbito y me miró con una leve sonrisa de desprecio.

—Empiezo a creer que escribe usted misma sus diálogos —dije—. Me estaba preguntando por qué eran tan malos.

Me agaché. Algunas gotas me salpicaron. El vaso se hizo añicos contra la pared detrás de mí. Los pedazos cayeron sin hacer ruido.

—Y con esto —me dijo—, creo que he agotado todo mi repertorio de encantos femeninos.

Fui a recoger mi sombrero.

—Nunca pensé que usted lo asesinara —dije—. Pero vendría bien tener algún motivo para no contar que usted estuvo allí. Siempre viene bien tener bastante dinero para establecerse. Y una información que justifique que haya aceptado el dinero.

Sacó un cigarrillo de una caja, lo lanzó al aire, lo cogió entre sus labios sin esfuerzo y lo encendió con una cerilla que surgió de la nada.

—Dios mío. ¿Se supone que he matado a alguien? —preguntó.

Yo seguía con el sombrero en la mano. No sé por qué, eso me hacía parecer un idiota. Me lo puse y eché a andar hacia la puerta.

—Espero que tenga para el autobús —dijo a mi espalda su voz desdeñosa. No respondí. Seguí andando. Cuando estaba a punto de abrir la puerta, me dijo:

—Y también confío en que la señorita Gonzales le haya dado su dirección y su número de teléfono. De ella podrá conseguir prácticamente cualquier cosa… incluso dinero, según me han dicho.

Solté el picaporte y volví rápidamente sobre mis pasos. Ella se mantuvo impasible y la sonrisa en sus labios no se desvió un milímetro.

—Escuche —le dije—. Le va a costar creer esto. Pero vine aquí con una leve idea de que usted podría ser una chica que necesitara algo de ayuda, y que le resultaría dificil encontrar alguien en quien confiar. Pensé que había ido a esa habitación del hotel para hacer algún tipo de pago. Y el hecho de que fuera sola, arriesgándose a ser reconocida… y efectivamente, fue reconocida por un detective de hotel cuyos principios éticos son tan sólidos como una telaraña muy vieja… Bueno, todo eso me hizo pensar que a lo mejor estaba metida en uno de esos escándalos de Hollywood que significan el fin de una carrera. Pero no está metida en ningún lío. Se mantiene en primer plano bajo los focos, soltando todos los viejos clichés que ha utilizado en esas vulgares películas de serie B en las que actúa… si a eso se le puede llamar actuar.

—¡Cállese! —gritó con los dientes tan apretados que rechinaban—. ¡Cállese, asqueroso chantajista, fisgón!

—Usted no me necesita —continué—. No necesita a nadie. Es tan puñeteramente lista que sería capaz de salir de una caja fuerte a base de hablar. Perfecto. Adelante, empiece a hablar, a ver cómo sale de ésta. No se lo voy a impedir. Pero no me obligue a escucharla. Me echaría a llorar sólo de pensar que una niñita inocente como usted puede ser tan lista. Usted me conmueve, encanto. Tanto como Margaret O’Brien.

No se movió ni respiró mientras yo llegaba a la puerta y la abría. No sé por qué. No había sido un parlamento tan bueno.

Bajé las escaleras, atravesé el patio y al salir por la puerta principal estuve a punto de tropezar con un tipo flaco de ojos negros, que se había detenido a encender un pitillo.

—Perdón —me dijo con voz tranquila—. Creo que le estoy cerrando el paso.

Empecé a rodearle cuando me fijé en que su mano derecha, que tenía alzada, empuñaba una llave. Sin saber por qué, se la quité de la mano y miré el número que llevaba grabado: el número 14. El apartamento de Mavis Weld. La tiré detrás de un seto.

—No la va a necesitar —le dije—. La puerta no está cerrada.

—Naturalmente —me dijo, con una extraña sonrisa en su rostro—. Qué tonto soy.

—Sí —dije yo—. Los dos somos unos tontos. Hay que ser tonto para liarse con esa golfa.

—Yo no diría tanto —me contestó muy tranquilo mientras sus ojillos tristes me miraban sin ninguna expresión en particular.

—No hace falta que lo diga. Ya lo digo yo por usted. Le pido perdón, voy a recoger su llave.

Me metí detrás del seto, recogí la llave y se la devolví.

—Muchas gracias —me dijo—. Y por cierto…

Se detuvo. Me detuve.

—Espero no haber interrumpido una interesante pelea —continuó—. Me sabría muy mal, de verdad. —Sonrió—. Bueno, ya que la señorita Weld es amiga común, permítame que me presente. Me llamo Steelgrave. ¿No le he visto en alguna parte?

—No, no me ha visto en ninguna parte, señor Steelgrave —dije—. Me llamo Marlowe. Philip Marlowe. Es muy improbable que nos hayamos encontrado. Y aunque parezca extraño, jamás he oído hablar de usted, señor Steelgrave. Por otra parte, me importa un comino, y me daría igual que se llamara Weepy Moyer.

Nunca he sabido bien por qué dije eso. Una peculiar rigidez se apoderó de su rostro. Una peculiar mirada fija apareció en sus silenciosos ojos negros. Se sacó el cigarrillo de la boca, miró la punta, sacudió un poco de ceniza, aunque no había ceniza que sacudir, y bajó la mirada para decir:

—¿Weepy Moyer? Curioso nombre. No creo haberlo oído nunca. ¿Es alguien que yo debería conocer?

—No, a menos que sea usted un auténtico forofo de los picahielos —contesté, dejándole plantado.

Bajé los escalones, crucé la calle hasta mi coche y miré atrás antes de entrar. El tipo seguía allí plantado, mirándome, con el cigarrillo entre los labios. A aquella distancia, no se podía ver la expresión de su cara. No se movió ni hizo gesto alguno cuando yo me volví a mirarle. Ni siquiera dio media vuelta. Se quedó donde estaba. Me metí en el coche y me largué.

Todo Marlowe
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