24
Unos fuertes golpes en la puerta me despertaron. Abrí estúpidamente los ojos. Ella me tenía abrazado de tal forma que casi no podía moverme. Le aparté suavemente los brazos hasta quedar libre. Siguió durmiendo.
Salté de la cama, me puse la bata y me acerqué a la puerta; no la abrí.
—¿Qué pasa? Estaba dormido.
—El capitán Alessandro quiere hablar con usted inmediatamente. Abra la puerta.
—Lo siento, no puedo. Tengo que afeitarme, ducharme y varias cosas más.
—Abra la puerta. Soy el sargento Green.
—Lo siento, sargento. Le aseguro que no puedo. Iré en cuanto me sea posible.
—¿Tiene a una dama ahí dentro?
—Sargento, preguntas como ésa no deben hacerse nunca. Iré enseguida.
Oí sus pasos al alejarse. Oí que alguien se echaba a reír. Y una voz decía:
—¡Vaya tipo con suerte! Me gustaría saber qué hace en su día libre.
Oí que el coche de la policía se alejaba. Entré en el cuarto de baño y me duché, afeité y vestí. Betty seguía abrazada a la almohada. Garabateé una nota y la dejé encima de la mía: «La policía me reclama. Tengo que ir. Ya sabes dónde está mi coche. Te dejo las llaves».
Salí sin hacer ruido, cerré la puerta con llave y me dirigí hacia el coche de la Hertz. Sabía que las llaves estarían puestas. Los fulanos como Richard Harvest no se preocupan por las llaves. Tienen varios juegos para toda clase de coches.
El capitán Alessandro tenía el mismo aspecto que el día anterior. Siempre debía tenerlo. Con él estaba un hombre, un hombre de cierta edad, de rostro insensible y una mirada cruel.
El capitán Alessandro me indicó la silla de costumbre con un gesto. Un agente de uniforme entró en aquel momento y dejó una taza de café frente a mí. Me dirigió una maliciosa sonrisa antes de salir.
—Éste es el señor Henry Kingsolving de Westfield, Carolina, Marlowe. Carolina del Norte. No sé cómo ha llegado hasta aquí, pero aquí está. Dice que Betty Mayfield asesinó a su hijo.
Yo no dije nada. No había nada que yo pudiera decir. Tomé un sorbo de café, que estaba demasiado caliente pero era bueno.
—¿Querrá explicárnoslo todo, señor Kingsolving?
—¿Quién es éste? —La voz era tan desagradable como su cara.
—Un investigador privado llamado Philip Marlowe. Viene de Los Ángeles. Está aquí porque Betty Mayfield es su cliente. Al parecer, tiene opiniones menos drásticas que las suyas acerca de la señorita Mayfield.
—Yo no tengo ninguna opinión sobre ella, capitán —repliqué—. Me gusta abrazarla de vez en cuando. Es algo que me calma.
—¿Le gusta abrazar a una asesina? —me espetó Kingsolving con rabia.
—Bueno, no sabía que fuera una asesina, señor Kingsolving. Es la primera noticia. ¿Le importaría explicármelo?
—La joven que se hace llamar Betty Mayfield, ése es su nombre de soltera, fue la esposa de mi hijo, Lee Kingsolving. Yo nunca aprobé esa boda. Fue una de las muchas estupideces que se hicieron durante la guerra. Mi hijo salió de la guerra con el cuello roto y tenía que llevar un aparato ortopédico que le protegiese la columna vertebral. Una noche ella se lo quitó y le provocó hasta que Lee quiso arrebatárselo. Por desgracia, bebía bastante desde que llegó a casa, y se peleaban con frecuencia. Tropezó y se cayó encima de la cama. Yo entré en la habitación y la sorprendí tratando de ponerle el aparato en el cuello. Ya estaba muerto.
Miré al capitán Alessandro.
—¿Está grabando la conversación, capitán?
Él asintió.
—Hasta la última palabra.
—De acuerdo, señor Kingsolving. Me imagino que habrá algo más.
—Naturalmente. Yo tengo una gran influencia en Westfield. Soy dueño del banco, del periódico más importante y de la mayor parte de la industria. Los habitantes de Westfield son amigos míos. Mi nuera fue detenida y procesada por asesinato y el jurado la declaró culpable.
—¿El jurado estaba compuesto por habitantes de Westfield, señor Kingsolving?
—Así es. ¿Qué tiene de malo?
—No lo sé, señor, pero parece como si fuera la ciudad de un solo hombre.
—No se ponga impertinente conmigo, joven.
—Lo siento, señor. ¿Será tan amable de proseguir?
—En nuestro estado hay una ley muy peculiar, que también existe en algunas otras jurisdicciones. Normalmente, el abogado defensor presenta una moción automática que solicita un veredicto directo de inocencia y que, también automáticamente, es denegada. En mi estado, el juez puede reservarse la decisión hasta después del veredicto. El juez era un viejo. Se reservó la decisión. Cuando el jurado pronunció un veredicto de culpabilidad, él declaró, en un largo discurso, que el jurado no había tomado en cuenta la posibilidad de que mi hijo estuviera borracho y se hubiera quitado el aparato del cuello para aterrorizar a su esposa. Dijo que un hombre tan amargado es capaz de cualquier cosa, y que el jurado no había tenido en cuenta la posibilidad de que mi nuera pudiese estar haciendo exactamente lo que ella dijo que hacía… tratar de ponerle otra vez el aparato en el cuello. Anuló el veredicto y dejó en libertad a la acusada.
»Yo le dije que había matado a mi hijo y que me encargaría de que no pudiera refugiarse en ningún lugar de la Tierra. Por eso estoy aquí.
Miré al capitán. Él miraba al vacío. Dije:
—Señor Kingsolving, a pesar de sus particulares convicciones, la señora de Lee Kingsolving, a la cual yo conozco por el nombre de Betty Mayfield, ha sido procesada y absuelta. Usted la ha llamado asesina; eso es difamación. Le demandaremos por un millón de dólares.
Se echó a reír de un modo casi grotesco.
—¡Un don nadie y un pueblerino como usted! —dijo casi a gritos—. En mi ciudad le meteríamos en la cárcel por vagabundo.
—Lo elevaremos a un millón y cuarto —repuse—. Yo no valgo tanto como su ex nuera.
Kingsolving se volvió hacia el capitán Alessandro.
—¿Qué pasa aquí? —rugió—. ¿Es que son todos una pandilla de estafadores?
—Está usted hablando con un oficial de policía, señor Kingsolving.
—Me importa un bledo lo que sea usted —dijo furiosamente Kingsolving—. Hay muchos policías deshonestos.
—No sería mala idea que se asegurase… antes de llamarles así —dijo Alessandro, casi divertido. Encendió un cigarrillo, exhaló una bocanada de humo y sonrió—. Tómeselo con calma, señor Kingsolving. Está usted enfermo del corazón. Pronóstico desfavorable. No le conviene excitarse. Estudié algo de medicina, pero terminé convirtiéndome en policía. Azares de la guerra.
Kingsolving se levantó. Tenía saliva en la barbilla. Emitió un sonido estrangulado.
—No crea que esto acabará aquí —farfulló.
Alessandro asintió.
—Una de las cosas más interesantes en el trabajo policíaco es que nada se acaba jamás. Siempre hay demasiados cabos sueltos. ¿Se puede saber qué le gustaría que hiciese? ¿Arrestar a una persona que ha sido procesada y absuelta, sólo porque es usted un mandamás en Westfield, Carolina?
—Le dije que no la dejaría en paz —contestó furiosamente Kingsolving—. ¡Le dije que la seguiría hasta los confines de la Tierra, y que me encargaría de que todo el mundo supiera lo que es!
—¿Y qué es, señor Kingsolving?
—¡Una asesina que mató a mi hijo y fue absuelta por un juez imbécil…! ¡Eso es lo que es!
El capitán Alessandro se puso en pie.
—Lárguese, amigo —dijo fríamente—. Ya estoy harto de oírle. He conocido a toda clase de estúpidos en mi vida. La mayoría eran pobres muchachos retrasados. Esta es la primera vez que tropiezo con un hombre importante que es tan estúpido y perverso como un delincuente quinceañero. Es posible que sea dueño de Westfield, Carolina del Norte, o que crea que lo es. En mi ciudad no es dueño de nada. Salga de aquí antes de que le haga arrestar por obstaculizar la labor de un oficial en el cumplimiento de su deber.
Kingsolving retrocedió con paso inseguro hasta la puerta y alargó una mano hacia el pomo, a pesar de que la puerta estaba abierta de par en par. Alessandro le siguió con la mirada hasta que desapareció. Se sentó lentamente.
—Ha estado muy duro, capitán.
—No sabe cuantísimo lo siento. Si algo de lo que le he dicho sirve para que cambie de opinión respecto a sí mismo… lo doy por bien empleado.
—No es de ésos. ¿Puedo irme?
—Sí. Goble no presentará ninguna denuncia. Hoy mismo se pondrá en camino hacia Kansas City. Seguramente encontraremos alguna acusación contra Richard Harvest, pero ¿de qué nos valdrá? Le tendremos encerrado unos cuantos meses, pero hay cien iguales que él dispuestos a hacer el mismo trabajo.
—¿Qué hago con Betty Mayfield?
—Tengo la impresión de que ya lo ha hecho —repuso, con su inexpresividad habitual.
—No haré nada hasta saber lo que le ha sucedido a Mitchell.
—Yo me mostré tan inexpresivo como él.
—Lo único que sé es que se ha ido, y esto no es asunto de la policía. Me levanté. Nos miramos largamente y salí del despacho.