8
Había una luz muy tenue detrás de los vidrios emplomados en la puerta de servicio de la mansión Sternwood. Detuve el Packard junto a la porte cochére y me vacié los bolsillos en el asiento. Carmen roncaba en el rincón, el sombrero desenfadadamente inclinado sobre la nariz y las manos, sin vida, entre los pliegues del impermeable. Salí del coche y toqué el timbre. Oí pasos que se acercaban lentamente, como si vinieran de muy lejos. La puerta se abrió y el mayordomo de cabellos plateados y tan tieso como un uso se me quedó mirando. La luz del vestíbulo hacía que su cabeza se adornara con un halo.
—Buenas noches, señor —dijo cortésmente antes de dirigir la mirada hacia el Packard. Luego sus ojos volvieron a encontrarse con los míos.
—¿Está en casa la señora Regan?
—No, señor.
—El general descansa, espero.
—Así es. De noche es cuando mejor duerme.
—¿Qué tal la doncella de la señora Regan?
—¿Mathilda? Está en casa, señor.
—Más valdrá que baje. La tarea que hay que hacer requiere un toque femenino. Eche una ojeada al coche y entenderá el porqué.
El mayordomo fue hasta el automóvil.
—Ya veo —dijo al regresar—. Voy a buscar a Mathilda.
—Mathilda sabrá cómo hacer las cosas —dije.
—Todos nos esforzamos por hacerlo bien —me respondió.
—Imagino que tienen ustedes práctica —observé.
Hizo caso omiso de aquel comentario mío.
—Buenas noches —continué—. La dejo en sus manos.
—Buenas noches, señor. ¿Quiere que llame a un taxi?
—En absoluto —dije—. En realidad no estoy aquí. Sufre usted una alucinación.
Esta vez sonrió. Hizo una inclinación de cabeza, me di la vuelta, recorrí en sentido contrario la avenida para los coches y salí de la finca.
Recorrí diez manzanas de calles en curva y cuesta abajo, azotadas por la lluvia, bajo árboles que goteaban sin cesar, entre las ventanas iluminadas de grandes casas con enormes jardines fantasmales, conjuntos imprecisos de aleros y gabletes y ventanas iluminadas en lo más alto de la colina, remotas e inaccesibles, como casas de brujas en un bosque. Llegué por fin a una gasolinera deslumbrante de luz innecesaria, donde un aburrido empleado con una gorra blanca y una cazadora impermeable de color azul marino leía un periódico, encorvado sobre un taburete, en el interior de una jaula de cristal empañado. Iba a pararme, pero decidí seguir adelante. Era imposible que me mojase más de lo que estaba. Y en una noche así se podía conseguir que a uno le creciera la barba esperando un taxi. Los taxistas, además, tienen buena memoria.
Volví a casa de Geiger en poco más de media hora de caminar a buen paso. No había nadie: ningún coche en la calle a excepción del mío, estacionado una casa más allá y que resultaba tan melancólico como un perro perdido. Saqué mi botella de whisky, me eché al coleto la mitad de lo que quedaba y entré en el coche para encender un cigarrillo. Fumé la mitad, tiré lo que quedaba, salí de nuevo y bajé hasta la casa de Geiger. Abrí la puerta, di un paso en la oscuridad, aún tibia, y me quedé allí, dejando que el agua goteara sobre el suelo mientras escuchaba el ruido de la lluvia. Luego busqué a tientas una lámpara y la encendí.
Lo primero que noté fue la desaparición de la pared de un par de tiras de seda bordada. No había contado cuántas había, pero las franjas de enlucido marrón destacaban con una desnudez demasiado evidente. Avancé un poco más y encendí otra luz. Examiné el tótem. Debajo, más allá del borde de la alfombra china, alguien había extendido otra alfombra sobre el suelo desnudo. Aquella alfombra no estaba allí antes; sí, en cambio, el cuerpo de Geiger, ahora desaparecido.
Aquello me dejó helado. Apreté los labios contra los dientes y miré con desconfianza el ojo de cristal del tótem. Recorrí de nuevo la casa. Todo seguía exactamente como antes. Geiger no estaba ni en su cama con la colcha de volantes, ni debajo de la cama, ni en el armario. Tampoco estaba en la cocina ni en el cuarto de baño. Sólo quedaba la puerta cerrada con llave a la derecha del vestíbulo. Una de las llaves de Geiger encajaba en la cerradura. El dormitorio que encontré era interesante, pero tampoco estaba allí el cadáver. El interés radicaba en que era muy masculino, completamente distinto del otro, sin apenas mobiliario, con suelo de madera barnizada, un par de alfombritas con dibujos indios, dos sillas de respaldo recto, un buró de madera oscura veteada con un juego de tocador para hombre y dos velas negras en candelabros de bronce de treinta centímetros de altura. La cama, estrecha, parecía dura y tenía un batik marrón a modo de colcha. La habitación daba sensación de frío. Volví a cerrarla con llave, limpié el pomo de la puerta con el pañuelo y regresé junto al tótem. Me arrodillé y examiné la superficie de la alfombra hasta la puerta principal. Me pareció advertir dos surcos paralelos, como de talones arrastrados, que apuntaban en aquella dirección. Quienquiera que lo hubiera hecho era una persona decidida. Un muerto es más pesado que un corazón roto.
No se trataba de las fuerzas del orden. Aún estarían allí, y no habrían hecho más que empezar a entonarse con sus cintas métricas, sus trozos de tiza, sus cámaras, sus polvos de talco y sus tagarninas. Habrían estado por toda la casa. Tampoco se trataba del asesino, que se había marchado a toda velocidad. Sin duda había visto a la chica. Nada le garantizaba que estuviera tan grogui como para no enterarse. Iría de camino hacia el sitio más lejano posible. No adivinaba el motivo exacto, pero no me costaba trabajo imaginar que alguien prefiriese un Geiger desaparecido a un Geiger simplemente asesinado. Y a mí me daba la oportunidad de averiguar si podía contarlo sin mencionar a Carmen Sternwood. Cerré la casa de nuevo, puse mi coche en marcha y volví a mi apartamento en busca de una ducha, ropa seca y una cena tardía. Después me senté y bebí demasiados ponches calientes mientras trataba de descifrar la clave de la libreta azul de Geiger. Sólo tuve la certeza de que se trataba de una lista de nombres y direcciones, clientes suyos probablemente. Había más de cuatrocientos. Eso lo convertía en un tinglado muy productivo, sin mencionar las posibilidades de chantaje, que probablemente abundaban. Cualquier nombre de aquella lista podía ser un candidato a asesino. Me compadecí de la policía al pensar en el trabajo que les esperaba cuando llegase a sus manos la libreta.
Me acosté lleno de whisky y de frustración y soñé con un individuo que llevaba una chaqueta oriental ensangrentada y perseguía a una chica desnuda con largos pendientes de jade mientras yo corría tras ellos y trataba de hacer una fotografía con una cámara sin película.