13
A las once estaba sentado en el tercer reservado de la derecha, según se entra desde el comedor. Tenía la espalda pegada a la pared y veía a todos los que entraban o salían. Era una mañana despejada, sin niebla, ni siquiera en las capas altas de la atmósfera, y el sol se reflejaba en la superficie de la piscina, que empezaba inmediatamente del otro lado de la pared de cristal del bar y se extendía hasta el final del comedor. Una joven con un traje de baño blanco y una figura seductora trepaba por la escalera de mano hacia el trampolín superior. Yo contemplaba la tira de piel blanca que aparecía entre el bronceado de los muslos y el traje de baño, y lo hacía carnalmente. Luego desapareció, oculta por el pronunciado alero del tejado. Un momento después la vi lanzarse al agua y dar vuelta y media de campana. Las salpicaduras ascendieron lo suficiente para capturar el sol y crear arco iris que eran casi tan bonitos como la muchacha. Luego salió de la piscina, se quitó el gorro blanco y se sacudió la melena desteñida. Onduló el trasero en dirección a una mesita blanca y se sentó junto a un leñador con pantalones blancos de dril, gafas oscuras y un bronceado tan pronunciado y homogéneo que sólo podía tratarse del encargado de la piscina. Este último procedió a dar unas palmaditas en el muslo a la chica, que abrió una boca tan grande como un cubo y se echó a reír. Aquello me mató el interés. No oía la risa, pero el agujero en la cara, cuando abrió la cremallera de los dientes, era todo lo que necesitaba.
El bar estaba francamente vacío. Tres reservados más allá dos tipos a la última se vendían mutuamente trozos de la Twentieth Century Fox, y utilizaban el continuo movimiento de los dos brazos en lugar de dinero. Tenían un teléfono en la mesa y cada dos o tres minutos se desafiaban a ver quién llamaba a Zanuck con una idea brillante. Eran jóvenes, morenos, entusiastas y estaban llenos de vitalidad. Empleaban tanta energía muscular en una conversación telefónica como necesitaría yo para subir a un gordo a cuestas cuatro tramos de escaleras.
Un individuo triste sobre un taburete conversaba con el barman, que sacaba brillo a una copa y escuchaba con esa sonrisa de plástico que luce la gente cuando está tratando de no gritar. El cliente era de mediana edad, elegantemente vestido y estaba borracho. Quería hablar y no podía dejarlo aunque quizá, en realidad, ni siquiera tuviese ganas de hablar. Parecía cortés y amable y cuando yo le oía no daba la impresión de arrastrar demasiado las palabras, pero no cabía duda de que se levantaba por la mañana con la botella y que sólo la dejaba cuando se dormía por la noche. Seguiría así durante el resto de su existencia y ésa era la única vida que tenía. Nadie sabría nunca cómo había llegado a aquella situación dado que incluso aunque lo contara él no sería verdad. En el mejor de los casos un recuerdo distorsionado de la verdad tal como él la conocía. Hay un hombre triste como ése en todos los bares tranquilos de la tierra.
Consulté mi reloj y descubrí que aquel editor de altos vuelos se había retrasado ya veinte minutos. Esperaría media hora y después me iría. Nunca da buenos resultados permitir que el cliente fije todas las reglas. Si se te sube a las barbas, concluirá que otras personas también harán lo mismo, y no te contrata para eso. Y en aquel momento, precisamente, no estaba tan necesitado de trabajo como para aceptar que un imbécil del este me utilizara para sujetarle el caballo, un ejecutivo de los de despacho en el piso ochenta y cinco con revestimiento de madera, hilera de interruptores, interfono y secretaria con modelo especial para profesionales de Hattie Carnegie y un par de ojos, grandes, azules y prometedores. Ése era el tipo de vivales que te decía que te presentaras a las nueve en punto y si no estabas plácidamente sentado con una sonrisa beatífica cuando apareciera dos horas después con un blazer se sentiría tan ultrajado en sus capacidades ejecutivas que necesitaría de cinco semanas en Acapulco para poder recuperar la buena forma habitual.
El anciano camarero se acercó y examinó con indulgencia mi whisky con agua. Le hice un gesto negativo con la cabeza, asintió con un movimiento de la blanca pelambrera y precisamente en aquel momento entró en el bar un sueño. Por un instante me pareció que cesaban todos los ruidos, que los tipos a la última dejaban de competir y que el borracho del taburete detenía su parloteo, y fue exactamente como cuando el director de una orquesta da unos golpecitos en el atril con la batuta, alza los brazos y los inmoviliza en el aire.
Era esbelta y alta, con un traje sastre blanco de lino y un pañuelo blanco y negro con lunares en torno al cuello. Su cabello era el oro pálido de un princesa de cuento de hadas y llevaba un sombrerito en el que el pelo se recogía como un pájaro en su nido. Los ojos eran azul aciano, un color poco frecuente, y las pestañas largas y casi demasiado pálidas. Llegó a la mesa al otro lado del pasillo y se estaba quitando un guante blanco cuando el viejo camarero le apartó la mesa como ningún camarero la apartaría nunca para mí. La recién llegada se sentó y colocó los guantes bajo la correa del bolso y dio las gracias con una sonrisa tan amable, de un candor tan exquisito, que el destinatario casi quedó paralizado. La dama rubia le dijo algo en voz baja. El otro se alejó con premura, inclinado hacia delante. Era una persona que, de pronto, tenía una misión en la vida.
Me quedé mirándola. La dama rubia me sorprendió haciéndolo. Alzó la vista un centímetro y dejé de estar allí. Pero dondequiera que estuviese, seguía conteniendo el aliento.
Hay rubias y rubias y a estas alturas esa palabra es casi un chiste. Todas las rubias tienen sus puntos positivos, excepto quizá las rubias metálicas que son, debajo del tinte, tan rubias como un zulú y que, en cuanto a carácter, son tan tiernas como una acera. Está la rubia pequeña y graciosa que pía y gorjea, y la rubia grande y escultural que te para los pies con el hielo azul de su mirada. Está la rubia que te obsequia con miradas reverenciales de cuerpo entero, huele maravillosamente, se te cuelga del brazo y siempre está pero que muy cansada cuando la llevas a casa. Hace ese conocido gesto de indefensión y tiene esa condenada jaqueca y te gustaría darle un mamporro si no fuera porque te alegras de haber sabido lo de la jaqueca antes de invertir demasiado tiempo, dinero y esperanzas en ella. Porque la jaqueca resulta ser permanente, un arma que nunca pierde eficacia y es tan mortal como el estoque del espadachín o el frasquito de veneno de Lucrecia Borgia.
Luego está la rubia suave y complaciente y alcohólica a quien le tiene sin cuidado lo que lleva puesto con tal de que sea visón o adónde va con tal de que se trate del club nocturno más dernier cri y no falte champán seco. O la rubia pequeñita y animada que es un poquito pálida e insiste en pagar lo suyo y está siempre de buen humor y es un prodigio de sentido común y sabe judo de pe a pa y es capaz de lanzar a un camionero por encima del hombro sin saltarse más de una frase del editorial de la Saturday Review. Y la rubia pálida, muy pálida, con algún tipo de anemia que no es mortal pero sí incurable. Muy lánguida y muy enigmática y habla con una voz muy dulce y sin origen conocido y no le puedes poner un dedo encima porque en primer lugar no te apetece y en segundo lugar está leyendo La tierra baldía o Dante en el original, o Kafka o Kierkegaard o estudia provenzal. Es una apasionada de la música y cuando la Filarmónica de Nueva York toca a Hindemith sabe decirte cuál de las seis violas ha entrado un cuarto de compás tarde. Creo que Toscanini también. Ya son dos.
Y finalmente está la espléndida joya que sobrevive a tres jefes de la mafia y luego se casa con un par de ricachones a millón por cabeza y termina con una villa de color rosa pálido en Cap d’Antibes, un alfa romeo con piloto y copiloto, y una cuadra de gastados aristócratas a los que trata con la distraída condescendencia con que un duque ya entrado en años da las buenas noches al mayordomo.
El sueño al otro lado del bar no pertenecía a ninguna de aquellas categorías; ni siquiera a esa clase de mundo. Era inclasificable, tan remota y transparente como agua de montaña, tan dificil de aprehender como su color. Todavía la estaba mirando cuando una voz, cerca de mi codo, dijo:
—Llego horrorosamente tarde. Le pido perdón. Tendrá que echarle la culpa a esto. Me llamo Howard Spencer. Usted es Marlowe, por supuesto.
Volví la cabeza para mirarlo. Era un individuo de mediana edad, más bien rollizo, vestido como si no le preocupara en absoluto su aspecto, pero bien afeitado y con el cabello ralo cuidadosamente peinado hacia atrás sobre una cabeza con mucho espacio entre las orejas. Llevaba un llamativo chaleco cruzado, el tipo de prenda que casi nunca se ve en California, excepto quizá cuando nos visita algún bostoniano, y gafas sin montura. Evidentemente, el «esto» que había mencionado era la vieja cartera muy gastada que procedió a palmear varias veces.
—Tres manuscritos tamaño libro totalmente inéditos. Narrativa. Sería embarazoso perderlos antes de tener la oportunidad de rechazarlos. —Hizo una señal al camarero viejo que acababa de retroceder después de colocar un vaso alto con algo verde delante del sueño—. Siento debilidad por la ginebra con naranja. Una bebida bastante tonta, a decir verdad. ¿Querría acompañarme? Estupendo.
Asentí y el camarero viejo se alejó.
—¿Cómo sabe que va a rechazar esos manuscritos? —dije, señalando la cartera.
—Si merecieran la pena, no los habrían dejado en mi hotel los mismos autores. Ya los tendría algún agente de Nueva York.
—En ese caso, ¿por qué recogerlos?
—En parte para no herir los sentimientos de quienes han escrito esas novelas. En parte por esa posibilidad entre mil que anima a vivir a los editores. Pero sobre todo porque cuando asistes a una fiesta te presentan a toda clase de personas y algunas han escrito novelas y tú has bebido lo suficiente para sentirte benevolente y lleno de afecto por la especie humana en su conjunto, de manera que dices que te encantaría ver el manuscrito. A continuación lo dejan en tu hotel con una velocidad tan invitada que te obliga a hacer el paripé de que lo lees. Pero supongo que no le interesan demasiado ni los editores ni sus problemas.
El camarero nos trajo lo que habíamos pedido. Spencer se apoderó de su vaso y bebió con ansia. No prestaba atención a la muchacha dorada al otro lado del pasillo. Toda su atención era para mí. Se le daba bien establecer contactos personales.
—Si es parte del trabajo —dije—, soy capaz de leer un libro de cuando en cuando.
—Uno de nuestros autores más importantes vive por aquí cerca —dijo casi con indiferencia—. Quizá haya leído algo suyo. Roger Wade.
—Ah.
—Comprendo su punto de vista. —Sonrió tristemente—. No le interesan las novelas históricas. Pero se venden como rosquillas.
—No tengo punto de vista, señor Spencer. En una ocasión hojeé uno de sus libros. Me pareció basura. ¿Es algo que no debería haber dicho?
—Oh, no. —Sonrió—. Hay mucha gente que está de acuerdo con usted. Pero lo importante por el momento es que todos sus libros son otros tantos éxitos. Y tal como están los costos hoy en día todo editor tiene que tener un par de bestsellers en su catálogo.
Miré hacia la mujer de oro sentada frente a nosotros. Había terminado su zumo de lima o lo que fuera y estaba consultando un reloj de pulsera microscópico. El bar se había llenado un poco más, pero sin llegar a ser ruidoso. Los dos individuos vestidos a la última seguían agitando las manos y el bebedor solitario en el taburete junto al mostrador tenía un par de amigos haciéndole compañía. Me volví a mirar a Howard Spencer.
—¿Algo que ver con su problema? —le pregunté—. Me refiero a Wade, el escritor.
Asintió con la cabeza. Me estaba examinando con cuidado.
—Cuénteme algo acerca de usted, señor Marlowe. Quiero decir, si no le parece que mi petición es impertinente.
—¿Qué tipo de cosas? Soy un investigador privado con licencia y llevo algún tiempo en este trabajo. Tengo algo de lobo solitario, no estoy casado, ya no soy un jovencito y carezco de dinero. He estado en la cárcel más de una vez y no me ocupo de casos de divorcio. Me gustan el whisky y las mujeres, el ajedrez y algunas cosas más. Los policías no me aprecian demasiado, pero hay un par con los que me llevo bien. Soy de California, nacido en Santa Rosa, padres muertos, ni hermanos ni hermanas y cuando acaben conmigo un día en un callejón oscuro, si es que sucede, como le puede ocurrir a cualquiera en mi oficio, y a otras muchas personas en cualquier oficio, o en ninguno, en los días que corren, nadie tendrá la sensación de que a su vida le falta de pronto el suelo.
—Ya veo —dijo—. Pero todo eso no me dice exactamente lo que quiero saber. Me terminé la ginebra con naranja. No me había gustado. Sonreí a mi interlocutor.
—He omitido un detalle, señor Spencer. Llevo un retrato de Madison en el bolsillo.
—¿Un retrato de Madison? Mucho me temo que no…
—Un billete de cinco mil dólares —dije—. Lo llevo siempre. Mi amuleto.
—Santo cielo —dijo, bajando la voz—. ¿No es terriblemente peligroso?
—¿Quién fue el que dijo que pasado cierto punto todos los peligros son iguales?
—Creo que fue Walter Bagehot. Hablaba de una persona que reparaba torres y chimeneas. —A continuación sonrió—. Lo siento, pero ya sabe que soy editor. Me cae usted bien, Marlowe. Me arriesgaré. Si no lo hiciera me diría usted que me fuera al infierno, ¿no es cierto?
Le devolví la sonrisa. Spencer llamó al camarero y pidió otra ronda.
—Se trata de lo siguiente —dijo, midiendo bien sus palabras—. Tenemos problemas graves con Roger Wade. No consigue terminar el libro que tiene entre manos. Está perdiendo el control y hay algo detrás de todo ello. Parece a punto de desmoronarse. Bebe sin medida y tiene ataques de cólera. De cuando en cuando desaparece durante muchos días. Hace poco tiró escaleras abajo a su mujer, que acabó en el hospital con cinco costillas rotas. No existen entre ellos los problemas habituales en estos casos, ninguno en absoluto. Sucede que Roger se vuelve loco cuando bebe. —Spencer se recostó en el asiento y me miró sombríamente—. Necesitamos que termine ese libro. Lo necesitamos como agua de mayo. En cierta medida mi empleo depende de ello. Pero necesitamos más que eso. Queremos salvar a un escritor muy capaz que podría hacer cosas mucho mejores de lo que ha hecho hasta ahora. Hay algo que no funciona en absoluto. En este viaje ni siquiera se ha dignado verme. Me doy cuenta de que parece más bien un trabajo para un psiquiatra. La señora Wade piensa de manera distinta. Está convencida de que la salud de su marido es perfecta, pero que algo le preocupa terriblemente. Un chantajista, por ejemplo. Los Wade llevan cinco años casados. Puede haber reaparecido algo del pasado de Roger. Quizá se trate incluso (tal vez una suposición sin fundamento) de un accidente mortal en el que después Wade se dio a la fuga y alguien tiene la prueba. No sabemos de qué se trata, pero queremos saberlo. Y estamos dispuestos a pagar para solucionar ese problema. Si resultara ser una cuestión médica, bien, no habría más que decir. En caso contrario ha de haber una respuesta. Y mientras tanto es necesario proteger a la señora Wade. Podría matarla la próxima vez. Nunca se sabe.
Llegó la segunda ronda de bebidas. No toqué la mía y vi cómo Spencer se bebía la mitad de la suya de un trago. Encendí un cigarrillo y me quedé mirándolo.
—Usted no quiere un detective —dije—. Quiere un mago. ¿Qué demonios podría hacer yo? Si por casualidad estuviera presente en el momento preciso, y si no me resultara demasiado difícil de manejar, quizá pudiera dejarlo fuera de combate y llevarlo a la cama. Pero tendría que estar allí. Es una probabilidad entre cien. Eso lo sabe usted.
—Es más o menos de su tamaño —dijo Spencer—, pero no está tan en forma. Y podría usted quedarse a vivir allí.
—Difícilmente. Además los borrachos son astutos. Con toda seguridad elegiría el momento en que yo no estuviera para organizar su numerito. No quiero trabajar de enfermero.
—Un enfermero no serviría de nada. Roger Wade no es el tipo de hombre dispuesto a aceptarlo. Es una persona con mucho talento que ha perdido el control. Ha ganado demasiado dinero escribiendo basura para imbéciles. Pero la salvación de un escritor es escribir. Si hay algo bueno en él, acabará por aparecer.
—De acuerdo, ya me ha hecho el artículo —dije, cansado—. Es un tipo estupendo. Y además condenadamente peligroso. Tiene un secreto que le hace sentirse culpable y trata de ahogar en alcohol el sentimiento de culpabilidad. No es la clase de problemas de que yo me ocupo, señor Spencer.
—Entiendo. —Contempló su reloj de pulsera con un fruncimiento de ceño que le arrugaba la cara y hacía que pareciese de más edad y de menor tamaño—. Bien, no se me puede culpar por intentarlo.
Extendió la mano hacia la gruesa cartera y miró a la joven de oro al otro lado del pasillo, que se preparaba para marcharse. El camarero de pelo blanco revoloteaba a su alrededor con la cuenta. La chica le dio algo de dinero y una sonrisa encantadora y al camarero se le puso cara de que acababa de estrecharle a Dios la mano. Ella se retocó los labios, se puso los guantes blancos y el camarero le apartó la mesa mucho más de lo necesario para que pudiera salir.
Miré a Spencer. Contemplaba con el ceño fruncido el vaso vacío cerca del borde de la mesa. Tenía la cartera sobre las rodillas.
—Escuche —le dije—. Iré a ver a su hombre y trataré de hacerme una idea, si está usted de acuerdo. Hablaré con su mujer. Pero imagino que Wade me echará de su casa.
Una voz que no era la de Spencer dijo:
—No, señor Marlowe, no creo que lo haga. Opino, por el contrario, que quizá le guste usted.
Alcé la vista hasta un par de ojos de color violeta. La chica dorada estaba al otro lado de la mesa. Me puse en pie, inclinándome hacia la pared trasera del reservado, de esa manera tan incómoda en que hay que levantarse cuando no es posible salir.
—Por favor, no se levante —dijo ella con una voz semejante al material que se utiliza para forrar las nubes de verano—. Sé que le debo una disculpa, pero me parecía importante tener una oportunidad de observarlo antes de presentarme. Soy Eileen Wade.
—No está interesado —dijo Spencer de mal humor.
—Creo que eso no es cierto —sonrió amablemente la señora Wade.
Hice un esfuerzo por serenarme. Me había quedado allí de pie, en equilibrio precario, y respiraba con la boca abierta como una colegiala angustiada. Aquella mujer era realmente una preciosidad. Vista de cerca casi cortaba la respiración.
—No he dicho que no estuviera interesado, señora Wade. Lo que he dicho o quería decir es que no creo que pueda hacer nada bueno y que intentarlo quizá sea una equivocación mayúscula. Podría hacer muchísimo daño.
Se puso muy seria y desapareció la sonrisa.
—Está tomando decisiones demasiado pronto. No debe juzgar a las personas por lo que hacen. Si es que llega a juzgarlas, hágalo por lo que son.
Asentí sin convicción. Porque exactamente así había pensado en el caso de Terry Lennox. Viendo sus obras no era precisamente una ganga, a excepción de un breve momento de gloria en un pozo de tirador (si Menéndez había dicho la verdad), pero las obras en modo alguno contaban toda la historia. Era, sin embargo, una persona a la que no se podía dejar de apreciar. ¿Con cuántas personas se tropieza uno en la vida de las que se pueda decir algo parecido?
—Y para eso tiene que conocerlas —añadió amablemente—. Hasta la vista, señor Marlowe. Si cambiara de idea… —Abrió rápidamente el bolso y me dio una tarjeta—. Gracias por venir.
Hizo una inclinación de cabeza en dirección a Spencer y se alejó. Vi cómo salía del bar y, por el anexo acristalado, cómo llegaba al comedor. Caminaba maravillosamente. La vi torcer bajo el arco que llevaba al vestíbulo. Vi el último destello de su falda de lino blanco al doblar la esquina. Luego me dejé caer en el asiento del reservado y eché mano a la ginebra con naranja.
Spencer me estaba mirando. Había un algo de dureza en sus ojos.
—Buen trabajo —dije—, pero debería haberla mirado alguna que otra vez. Un sueño como ése no se te sienta delante por espacio de veinte minutos sin que te des cuenta.
—Una estupidez por mi parte, ¿no es cierto? —Estaba tratando de sonreír, pero en realidad no quería. No le había gustado mi manera de mirarla—. La gente tiene ideas muy extrañas sobre detectives privados. Cuando piensas en tener a uno en tu casa…
—Olvídese de tener en su casa a éste, su seguro servidor —dije—. De todos modos, invéntese primero otra historia. Se le ocurrirá algo mejor que tratar de convencerme de que nadie, borracho o sobrio, vaya a tirar a esa preciosidad escaleras abajo y a romperle cinco costillas.
Spencer enrojeció. Sus manos aferraron la cartera.
—¿Cree que soy un mentiroso?
—¿Qué más da? Ha hecho usted su jugada. Quizá tampoco a usted le sea del todo indiferente la señora.
Se puso en pie de repente.
—No me gusta su tono —dijo. Tampoco estoy seguro de que me guste usted. Hágame el favor de olvidarse de todo este asunto. Creo que esto bastará para compensarle por el tiempo que ha perdido.
Arrojó un billete de veinte dólares sobre la mesa, y luego añadió varios de un dólar para el camarero. Se inmovilizó un momento mirándome de arriba abajo. Le brillaban los ojos y aún seguía con el rostro encendido.
—Soy un hombre casado y tengo cuatro hijos —me informó con brusquedad.
—Enhorabuena.
Hizo un ruido con la garganta, se dio la vuelta y se fue. Se marchó muy deprisa. Lo miré durante un rato y luego aparté la vista. Terminé de beberme la ginebra con naranja, saqué mis cigarrillos, me puse uno entre los labios y lo encendí. El camarero viejo se acercó y miró el dinero.
—¿Quiere que le traiga algo más? —preguntó.
—No. Los billetes son todos suyos.
Los recogió despacio.
—Este es de veinte, señor. El otro caballero se ha equivocado.
—Sabe leer. Todo para usted, como ya le he dicho.
—Se lo agradezco mucho, por supuesto, si está completamente seguro… —Completamente.
Inclinó la cabeza y se alejó, con gesto todavía preocupado. El bar se estaba llenando. Un par de semivírgenes aerodinámicas pasaron por delante de mí, entre exclamaciones y saludos. Conocían a los dos personajes que estaban un poco más allá. El aire empezó a salpicarse de «cariños» y de uñas carmesíes.
Fumé la mitad del pitillo, frunciendo el ceño al vacío y luego me levanté para marcharme. Me volví para recoger la cajetilla y algo me golpeó con fuerza por detrás. Era exactamente lo que necesitaba. Al girarme me encontré con el perfil de un seductor de multitudes, de gran sonrisa radiante y traje Oxford de franela con más hombreras de las necesarias. Tenía el brazo extendido de los personajes populares y la sonrisa en cinemascope del tipo que nunca falla una venta.
Lo agarré por el brazo y le hice girar en redondo.
—¿Qué le sucede, amigo? ¿No hacen pasillos bastante amplios para su personalidad?
Retiró el brazo y adoptó un tono agresivo.
—No se desmande, hermano. Podría aflojarle la mandíbula.
—Ja, ja —dije—. Tan poco probable como batear con una baguette. Cerró un puño, mostrándomelo.
—Cariño, piense en la manicura.
Controló sus emociones.
—Ande y que lo zurzan, tío listo —dijo con desdén—. En otra ocasión, cuando tenga menos cosas en la cabeza.
—¿Es eso posible?
—¡Vamos! ¡Lárguese! —gruñó—. Un chiste más y necesitará dentadura postiza.
Le sonreí.
—No deje de telefonearme. Pero hay que mejorar el diálogo.
Le cambió la expresión y se echó a reír.
—¿Trabaja en el cine?
—Sólo para fotos de fugitivos de la justicia.
—Nos veremos en el despacho de algún agente —dijo, alejándose, todavía con la sonrisa puesta.
Era todo muy tonto, pero consiguió que se me pasara el mal humor. Atravesé el comedor y el vestíbulo del hotel hasta llegar a la entrada principal. Antes de salir me detuve un instante para ponerme las gafas de sol. Sólo me acordé de leer la tarjeta que me había dado Eileen Wade dentro ya del coche. Las letras estaban impresas en relieve, pero no era una tarjeta de visita en sentido estricto, porque tenía una dirección y un número de teléfono. Señora de Roger Stearns Wade, 1247 Idle Valley Road. Teléfono: Idle Valley 56324.
Sabía bastantes cosas sobre Idle Valley, y también que había cambiado mucho desde los días en que tenían la casa del guarda a la entrada, un cuerpo de policía privado, el casino en el lago y chicas alegres por cincuenta dólares. Un dinero más respetable había tomado posesión de la zona después de que cerraran el casino. Ese dinero más respetable lo había convertido en lugar ideal para los vendedores de parcelas. Un club era propietario del lago y de su orilla y si no admitían a alguien esa persona no tenía posibilidad de disfrutar de los deportes acuáticos. Era un lugar exclusivo en el único sentido de esa palabra que no quiere decir sencillamente caro.
Yo encajaba tan bien en Idle Valley como una cebollita para cóctel en un banana split.
Howard Spencer me llamó a última hora de la tarde. Se le había pasado el enfado; me dijo que lo sentía, que no se había comportado correctamente y quiso saber si había cambiado de opinión.
—Iré a ver al señor Wade si él me lo pide. En ningún otro caso.
—Entiendo. Habría una prima importante…
—Escuche, señor Spencer —dije, impaciente—, no es posible contratar al destino. Si la señora Wade tiene miedo de su marido, puede irse de la casa. Es un problema suyo. Nadie puede protegerla veinticuatro horas al día de su propio esposo. No existe tanta protección en ningún lugar del mundo. Y además no se conforma usted con eso. Quiere saber por qué y cómo y cuándo su hombre descarriló, y luego arreglarlo para que no lo vuelva a hacer…, al menos hasta que acabe ese libro. Y eso depende de él. Si quiere de verdad escribir el maldito libro, dejará el alcohol hasta que lo consiga. Quiere usted demasiado.
—Todo va junto —dijo Spencer—. Es un mismo problema. Pero creo que entiendo su postura. Un poco demasiado sutil para el tipo de trabajo que hace usted de ordinario. Bien, hasta la vista. Tomo el avión de vuelta para Nueva York esta noche.
—Buen viaje.
Me dio las gracias y colgó. Me olvidé de decirle que le había dado los veinte dólares al camarero. Pensé en llamarle para decírselo, pero luego se me ocurrió que ya estaba suficientemente abatido.
Cerré el despacho y tomé la dirección de Victor’s para beberme un gimlet, como Terry, en su carta, me había pedido que hiciera. Pero cambié de idea. No me sentía lo bastante sentimental. De manera que me fui a Lowry’s, donde pedí un martini y unas chuletas con pudding de Yorkshire.
Cuando llegué a casa encendí la televisión para ver los combates de boxeo. No merecían la pena; no eran más que una panda de maestros de danza que deberían trabajar para Fred Astaire. Todo lo que hacían era sacar los brazos, mover la cabeza arriba y abajo y fingir que perdían el equilibrio. Ninguno de ellos golpeaba con la fuerza suficiente para despertar a su abuela de un sueño ligero. El público los abucheaba y el árbitro daba palmadas una y otra vez pidiendo acción, pero ellos seguían moviéndose, nerviosos, lanzándose largos golpes de izquierda. Me pasé a otro canal y estuve viendo un programa policiaco. La acción transcurría en una boutique y los rostros sólo mostraban cansancio, eran demasiado conocidos y no tenían nada de hermoso. El diálogo resultaba tan detestable que ni siquiera la Monogram lo hubiera utilizado. El poli tenía un criado negro que, supuestamente, debía proporcionar la distracción cómica, pero no la necesitaba porque él era ya decididamente cómico. Y los anuncios habrían hecho enfermar a una cabra criada con alambre espinoso y botellas de cerveza rotas.
Apagué la televisión y me fumé un cigarrillo largo, refrescante, de tabaco muy apretado. Mi garganta lo agradeció. Estaba hecho con tabaco de buena calidad. Me olvidé de fijarme en la marca. Me disponía a irme a la cama cuando me llamó el sargento Green, de Homicidios.
—He pensando que quizá le gustaría saber que a su amigo Lennox lo enterraron hace un par de días en la ciudad mexicana donde murió. Un abogado que representaba a la familia se trasladó allí y se ocupó de todo. Ha tenido mucha suerte, Marlowe. La próxima vez que se le ocurra ayudar a un amigo a escapar del país, no lo haga.
—¿Cuántos agujeros de bala?
—¿Cómo? —ladró. Luego no dijo nada durante un rato. Y a continuación añadió con cuidado excesivo—: Uno, diría yo. De ordinario es suficiente para volarle la cabeza a un individuo. El abogado regresa con un juego de huellas y todo lo que llevaba en los bolsillos. ¿Algo más que quiera saber?
—Sí, pero no me lo va a decir. Me gustaría saber quién mató a la mujer de Lennox.
—Demonios, ¿no le dijo Grenz que dejó una confesión completa? Apareció en los periódicos, de todas formas. ¿Es que ya no los lee?
—Gracias por telefonearme, sargento. Muy amable por su parte.
—Escúcheme, Marlowe —dijo con voz áspera—. Si se le ocurren ideas curiosas sobre este caso, no le recomiendo que hable por ahí de ellas: puede buscarse muchos problemas. El caso está cerrado, terminado y puesto en conserva con bolas de naftalina. Y tiene mucha suerte de que sea así. Servir de encubridor supone cinco años de prisión en este estado. Y déjeme decirle una cosa más. Llevo muchos años de policía y he aprendido bien una cosa: no siempre lo que haces es lo que te manda a la cárcel, sino lo que se puede hacer que parezca cuando se llega a los tribunales. Buenas noches.
Cortó la comunicación sin darme tiempo a decir nada. Dejé el teléfono pensando que un policía honrado con mala conciencia siempre se hace el duro. También lo hacen los policías que no son honrados. Y casi todo el mundo, incluido yo mismo.