7

Aquel año habían puesto a Rembrandt en el calendario, un autorretrato bastante borroso debido a unas planchas de color que no se correspondían como es debido. El pintor, tocado con una boina escocesa nada limpia, sujetaba, con un pulgar muy sucio, una paleta embadurnada. Con la otra mano sostenía un pincel en el aire, como preparándose para trabajar al cabo de un rato, si alguien le pagaba el anticipo. Su rostro estaba avejentado, caído, lleno de la repugnancia que le inspiraba la vida y de los efectos abotargantes de la bebida. Pero tenía, con todo, una alegría severa que me gustaba, y los ojos le brillaban como gotas de rocío.

Me dedicaba a contemplarlo desde detrás de la mesa de mi despacho cuando sonó el teléfono y oí una voz fría, desdeñosa, muy convencida de su valor. Después de que yo contestara, dijo, arrastrando las palabras:

—¿Es usted Philip Marlowe, detective privado?

—Jaque.

—Ah…, quiere decir que sí. Me lo han recomendado como persona capaz de tener la boca bien cerrada. Me gustaría que viniera a mi casa esta tarde a las siete para tratar un asunto. Me llamo Lindsay Marriott y vivo en el 4212 de la calle Cabrillo, Montemar Vista. ¿Sabe dónde es?

—Sé dónde está Montemar Vista, señor Marriott.

—Sí, claro. Pero Cabrillo es bastante difícil de encontrar. Por aquí el trazado de las calles forma un conjunto de curvas interesante pero intrincado. Le sugiero que suba andando las escaleras desde el café con terraza al aire libre. Si hace eso, Cabrillo es la tercera calle, y mi casa es la única de la manzana. ¿A las siete entonces?

—¿De qué clase de trabajo se trata, señor Marriott?

—Preferiría no hablar de ello por teléfono.

—¿No me puede adelantar algo? Montemar Vista queda bastante lejos.

—Le pagaré los gastos con mucho gusto si no llegamos a un acuerdo. ¿Tiene usted preferencias especiales en cuánto al tipo de trabajo?

—No, siempre que sea legal.

La voz se hizo helada.

—No le hubiera llamado si no lo fuese.

Un chico de Harvard. Buen uso del subjuntivo. Sentí un picor en la punta del pie, pero mi cuenta en el banco estaba otra vez en pañales. Endulcé la voz y dije:

—Gracias por llamarme, señor Marriott. Allí estaré.

Mi interlocutor colgó y eso fue todo. Me pareció que el señor Rembrandt había adoptado una expresión desdeñosa. Del cajón más hondo del escritorio saqué la botella que guardo para las emergencias y bebí discretamente. El señor Rembrandt perdió enseguida su aire desdeñoso.

Una cuña de luz de sol resbaló sobre el borde de la mesa y cayó sin ruido sobre la alfombra. En el bulevar los semáforos cambiaban de luces con estrépito, los tranvías interurbanos retumbaban sobre el asfalto y al otro lado de la pared medianera una máquina de escribir tableteaba monótona en el despacho del abogado. Acababa de llenar y de encender la pipa cuando sonó de nuevo el teléfono.

Esta vez era Nulty. La voz le sonaba como si tuviera la boca llena de patatas.

—Bueno, supongo que no se me ha dado demasiado bien —dijo, cuando supo con quién estaba hablando—. He tenido un fallo. Malloy fue a ver a la tal señora Florian.

Apreté el teléfono lo suficiente para abrirlo como una nuez. De repente sentí frío en el labio superior.

—Siga. Creía que lo tenía atrapado.

—Era otro. Malloy no está por allí. Nos llamó una de esas viejas que se pasan el día espiando detrás de los visillos y que vive en West 54th Place. Dos visitantes para la Florian. El primero aparcó al otro lado de la calle y tomó muchas precauciones. Estuvo mirando el sitio un buen rato antes de entrar. Pasó en la casa cerca de una hora. Metro ochenta, cabello oscuro, no demasiado corpulento. Salió sin prisa.

—Además le olía el aliento a whisky —dije.

—Sí, claro. Era usted, ¿no es cierto? Bien, el segundo era Malloy. Un tipo con ropa llamativa y tan grande como una casa. También llegó en automóvil, pero la vieja no apuntó la matrícula, no distingue los números desde tan lejos. Como una hora después de usted, dice nuestra informadora. Entró deprisa y no se quedó más allá de cinco minutos. Antes de volver a subir al coche sacó una pistola muy grande y abrió la recámara. Creo que fue eso lo que la vieja le vio hacer. Y el motivo de que nos llamara. No oyó ningún disparo dentro de la casa, sin embargo.

—Eso ha debido suponerle una gran desilusión —dije yo.

—Claro. Muy ingenioso. Recuérdeme que me ría en mi día libre. La vieja también ha tenido un fallo. Los chicos del coche patrulla fueron allí y no les contestó nadie cuando llamaron, de manera que entraron, porque la puerta principal no estaba cerrada con llave. No encontraron ningún fiambre en el suelo. La casa estaba vacía. La pájara Florian había dejado el nido. Así que han hecho una visita a la casa de al lado y la vieja se quedó más dolida que un forúnculo cuando supo que no había visto marcharse a su vecina. Los de la patrulla han vuelto para informar y siguen con su trabajo. Una hora después, quizá hora y media, la vieja ha vuelto a telefonear para decir que la señora Florian está otra vez en casa. Me pasan la llamada y le pregunto qué tiene eso de importante y va y me deja con la palabra en la boca.

Nulty hizo una pausa para recobrar el aliento y esperar mis comentarios. No dije nada. Al cabo de un momento siguió, refunfuñando:

—¿Qué saca usted en limpio?

—Poca cosa. Era casi seguro que Malloy iba a pasarse por allí. En su época debió de tener bastante trato con la señora Florian. Como es lógico no se quedó mucho tiempo. Tenía miedo de que la policía hubiera localizado a la antigua dueña del garito donde trabajaba Velma.

—Se me ocurre —dijo Nulty con mucha calma— que quizá debiera ir yo allí y verla…, averiguar adónde fue.

—Buena idea —respondí—. Si consigue que alguien lo levante a usted de la silla.

—¿Cómo? Ah, otro rasgo de ingenio. De todos modos, ahora tiene ya poca importancia. Creo que no me voy a molestar.

—De acuerdo —dije—. No me tenga en la incertidumbre; explíqueme de qué se trata.

Nulty rió entre dientes.

—Lo tenemos en el bote. Esta vez Malloy no se nos escapa. Lo hemos localizado en Girard, dirigiéndose hacia el norte en un coche alquilado. Llenó allí el depósito y el chico de la gasolinera lo reconoció gracias a la descripción que hemos dado por la radio. Dijo que todo cuadraba, excepto que se había puesto un traje oscuro. Tenemos a la policía local y estatal ocupándose del asunto. Si sigue hacia el norte le echaremos el guante a la entrada de Ventura, y si va hacia el este, a la autopista, tiene que pararse en el peaje de Castaic. Si no para, telefonearán para que bloqueen la carretera más adelante. No queremos que se líe a tiros con los agentes si podemos evitarlo. ¿Qué le parece?

—Todo en orden —dije—, si de verdad se trata de Malloy y si hace exactamente lo que usted espera que haga.

Nulty se aclaró la voz con mucho cuidado.

—Claro. ¿Y usted qué va a hacer? Por si acaso.

—Nada. ¿Por qué tendría yo que hacer algo?

—Le fue bastante bien con la tal señora Florian. Quizá pueda darle más información.

—Todo lo que se necesita es una botella sin estrenar —dije.

—Supo tratarla con guante blanco. Quizá tendría que pasar con ella un poco más de tiempo.

—Creía que era trabajo para la policía.

—Sí, claro. Pero fue a usted a quien se le ocurrió lo de la chica.

—Parece que eso no nos lleva a ningún sitio…, a no ser que Florian esté mintiendo.

—Las prójimas mienten sobre cualquier cosa…, sólo para practicar —dijo Nulty, lúgubremente—. Usted no está muy ocupado, ¿no es cierto?

—Tengo trabajo. Me ha salido después de verlo a usted. Un trabajo por el que me pagan. Lo siento.

—¿Abandona, eh?

—Yo no diría eso. Sencillamente tengo que trabajar para ganarme la vida.

—De acuerdo, amigo. Si es así como lo ve, de acuerdo.

—No lo veo de ninguna manera —grité casi—. Lo único que pasa es que no tengo tiempo para hacer de criado de usted ni de ningún otro piesplanos.

—De acuerdo, enfádese —dijo Nulty, y a continuación colgó.

Me quedé con el teléfono en la mano y gruñí:

—Mil setecientos polis en esta ciudad y quieren que les haga yo los recados. Colgué el teléfono y bebí otro trago de la botella para las emergencias.

Al cabo de un rato bajé al vestíbulo para comprar un periódico de la tarde.

Nulty tenía razón al menos en una cosa. Hasta entonces, la muerte de Montgomery ni siquiera había llegado a la sección de anuncios por palabras.

Me marché del despacho lo bastante pronto como para cenar a primera hora.

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