3

Encargaron del caso a un tal Nulty, un tipo amargado de mandíbula estrecha, con largas manos amarillas que mantuvo cruzadas sobre las rodillas casi todo el tiempo que estuvo hablando conmigo. Era un teniente de detectives, adscrito a la comisaría de la calle 77, y conversamos en una habitacioncita donde sólo cabían dos mesas pequeñas pegadas a las paredes, una frente a otra, y sitio para circular entre ellas si dos personas no lo intentaban al mismo tiempo. Cubría el suelo un sucio linóleo marrón y había en el aire un persistente olor a viejas colillas de cigarros puros. Nulty llevaba una camisa deshilachada y le habían arreglado las mangas de la chaqueta metiéndole los puños. Parecía lo bastante pobre para ser honrado, pero no daba la impresión de ser la persona capaz de enfrentarse con Moose Malloy.

Nulty encendió la mitad de un puro y tiró la cerilla al suelo, donde la esperaban otras muchas. Al hablar, su voz estaba llena de amargura:

—Morenos. Otro asesinato de morenos. Ése es todo el aprecio que merezco después de dieciocho años en esta comisaría. Ni fotografías, ni espacio; ni siquiera cuatro líneas en la sección de anuncios por palabras.

No dije nada. Tomó mi tarjeta, la leyó de nuevo y la dejó caer.

—Philip Marlowe, detective privado. Uno de ésos, ¿eh? En realidad no parece un mal tipo. ¿Qué hizo durante todo aquel tiempo?

—¿Qué tiempo?

—Todo el tiempo que ese tal Malloy le estuvo retorciendo el cuello al negro.

—Ah; eso pasó en otra habitación —dije—. Malloy no me explicó que fuera a romperle el cuello a nadie.

—Ríase de mí —dijo Nulty con amargura—. Sí, sí; no se prive y ríase de mí. Lo hace todo el mundo. ¿Qué importa uno más? ¡Ese pobre Nulty! Basta con echarle un par de frases ingeniosas. Nulty siempre sirve para reírse un poco.

—No trato de burlarme de nadie —dije—. Así fue como pasó… En otra habitación.

—Sí, claro —respondió Nulty, junto con una apestosa nube de humo de tabaco—. Yo también he estado allí y tengo ojos para ver, ¿sabe? ¿No va armado?

—No para esa clase de trabajo.

—¿Qué clase de trabajo?

—Buscaba a un barbero que había dejado a su mujer. La señora creía que se le podría convencer para que volviera a casa.

—¿Me habla de un moreno?

—No, de un griego.

—De acuerdo —dijo Nulty, escupiendo en la papelera—. De acuerdo. ¿Cómo conoció a ese tío grande?

—Ya se lo he dicho. Sencillamente yo estaba allí. Arrojó a un negro a la calle desde dentro de Florian’s y yo, imprudentemente, asomé la cabeza para ver qué pasaba. Y él me llevó arriba.

—¿Quiere decir que lo atracó?

—No; no tenía aún el revólver. Por lo menos no sacó ningún arma. El revólver, probablemente, se lo quitó a Montgomery. A mí me invitó a subir. A veces le caigo bien a la gente.

—No sabría decirlo —respondió Nulty—. Pero parece que no tiene usted problemas para irse con el primero que aparece.

—De acuerdo —dije—. ¿Qué necesidad tenemos de discutir? Yo he visto a ese individuo y usted no. Nos podría llevar a los dos como colgantes de la cadena del reloj. Me enteré de que había matado a alguien después de que se marchara. Oí un disparo, pero pensé que alguien, asustado, había hecho fuego contra Malloy y que Malloy le quitó el arma a quienquiera que fuese.

—¿Y qué le hizo pensar una cosa así? —preguntó Nulty casi con amabilidad—. Utilizó una pistola para atracar aquel banco, ¿no es cierto?

—Piense en la ropa que llevaba. No fue a Florian’s a matar a nadie; no iba vestido para eso. Fue allí en busca de esa chica llamada Velma que había sido su novia antes de que lo pescaran por el asunto del banco. La chica trabajaba en Florian’s o como se llamara el local que había allí cuando era todavía un bar para blancos. Allí lo pillaron. Y usted acabará por atraparlo.

—Claro —dijo Nulty—. Dado el tamaño y la ropa. Sin problemas.

—Quizá tenga otro traje —dije—. Y un coche y un escondrijo y dinero y amigos. Pero acabará echándole el guante.

Nulty escupió de nuevo en la papelera.

—Lo atraparé más o menos cuando me vuelvan a salir los dientes —dijo—. ¿Cuánta gente han puesto a trabajar? Una persona. ¿Y sabe por qué? No hay espacio. En una ocasión cinco morenos se cosieron a navajazos en la calle 84. Uno de ellos ya estaba frío cuando llegamos. Había sangre en los muebles, sangre en las paredes, sangre incluso en el techo. Voy hacia allí y, antes de entrar, un tipo que trabaja en el Chronicle, un cazanoticias, sale de la casa y se dirige hacia su coche. Hace una mueca mirándonos, dice «Negros, maldita sea», se sube a su cacharro y se marcha. Ni siquiera entró en el piso.

—Quizá Malloy se haya saltado la condicional —dije—. En ese caso encontrará cooperación. Pero atrápelo con buenos modos o se cargará a un par de policías. Entonces sí que le dedicarán espacio en los periódicos.

—Si pasara eso tampoco me dejarían el caso —dijo desdeñosamente Nulty.

Sonó el teléfono que tenía sobre la mesa. Al escuchar lo que le decían sonrió dolorido. Luego colgó, garrapateó algo en un bloc mientras aparecía un leve brillo en sus ojos, una luz muy lejana al fondo de un corredor polvoriento.

—Vaya, está fichado. Llamaban del Registro. Tienen las huellas dactilares, la jeta, todo. Bueno, ya es algo en cualquier caso. —Leyó lo que había escrito—. Caray, vaya tipo. Casi dos metros, ciento veinte kilos sin corbata. Un tío con todas las de la ley. Al diablo con él de todos modos. Estarán dando su descripción por la radio. Probablemente al final de la lista de coches robados. No se puede hacer otra cosa que esperar.

Tiró lo que le quedaba del puro en una escupidera.

—Trate de encontrar a la chica —dije—. Velma. Malloy la está buscando. Es el origen de todo. Inténtelo con Velma.

—Hágalo usted —dijo Nulty—. No he entrado en un burdel desde hace veinte años.

Me puse en pie.

—De acuerdo —dije, y me dirigí hacia la puerta.

—Eh, espere un momento —dijo Nulty—. Sólo era una broma. No está demasiado ocupado, ¿no es cierto?

Di vueltas a un cigarrillo entre los dedos y me quedé mirándolo mientras esperaba junto a la puerta.

—Quiero decir que tiene tiempo para echar una ojeada y ver si encuentra a esa tipa. No es una mala idea la que ha tenido. Quizá descubra algo. Puede trabajar si no llama la atención.

—¿Qué saco yo en limpio?

Nulty, en un gesto de impotencia, abrió las manos de piel amarillenta. Su sonrisa era tan astuta como una ratonera estropeada.

—Ha tenido problemas con nosotros otras veces. No me diga que no. He oído cosas. La próxima vez no le vendrá mal tener un amigo.

—Sigo sin ver las ventajas.

—Escuche —insistió Nulty—. No soy una persona que hable mucho. Pero cualquier miembro del departamento puede serle muy útil.

—¿Se trata de pura amistad, o va usted a pagar algo en efectivo?

—Dinero no —dijo Nulty mientras arrugaba la nariz—. Pero necesito hacer algún mérito. Desde la última reorganización el trabajo se ha puesto muy duro. Yo no lo olvidaría, desde luego. Nunca.

Miré la hora en mi reloj.

—Bien, si se me ocurre algo, será para usted. Y cuando atrape usted al tipo ese, lo identificaré. Pero después de comer.

Nos dimos la mano, salí al corredor, descendí por las escaleras de color fango hasta la puerta principal y volví a mi coche.

Habían pasado dos horas desde que Moose Malloy saliera de Florian’s con el Colt del ejército en la mano. Almorcé en un drugstore, compré medio litro de bourbon y me dirigí hacia el este para volver a Central Avenue y, una vez allí, seguí en dirección norte. La corazonada que tenía era tan imprecisa como las ondulaciones que el calor hacía bailar en el aire por encima de la acera.

No había ningún motivo para que me ocupara de todo aquello excepto la curiosidad. Pero, hablando en plata, llevaba un mes sin trabajar. Hasta un encargo sin remuneración era un paso adelante.

Todo Marlowe
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