30

Era otro día y el sol brillaba de nuevo.

El capitán Gregory, de la Oficina de Personas Desaparecidas, contempló con aire fatigado, por la ventana de su despacho, el piso superior del Palacio de Justicia, blanco y limpio después de la lluvia. Luego se volvió pesadamente en su sillón giratorio, aplastó el tabaco de la pipa con un pulgar chamuscado por el fuego y me contempló sombríamente.

—De manera que se ha metido en otro lío.

—Ah, ya está enterado.

—Es cierto que me paso aquí todo el día engordando el trasero y no doy la impresión de tener dos dedos de frente, pero le sorprendería enterarse de todo lo que oigo. Supongo que acabar con el tal Canino estuvo bien, pero no creo que los chicos de la Brigada Criminal le den una medalla.

—Ha muerto mucha gente a mi alrededor —dije—. Antes o después tenía que llegarme el turno.

Sonrió con paciencia.

—¿Quién le dijo que la chica que estaba allí era la mujer de Eddie Mars?

Se lo expliqué. Escuchó con atención y bostezó, tapándose una boca llena de dientes de oro con la palma de una mano tan grande como una bandeja.

—Como es lógico, opina que deberíamos haberla encontrado.

—Es una deducción acertada.

—Quizá lo sabía —dijo—. Quizá pensaba que si Eddie y su prójima querían jugar a un jueguecito como ése, sería inteligente (o al menos todo lo inteligente que soy capaz de ser) dejarles creer que se estaban saliendo con la suya. Aun que quizá opine usted que les he dejado campar por sus respetos por razones más personales. —Extendió su mano gigantesca y frotó el pulgar contra el índice y el corazón.

—No —dije—. Realmente no pensé eso. Ni siquiera cuando Eddie dio la impresión de estar al corriente de nuestra conversación del otro día.

Gregory alzó las cejas como si alzarlas le supusiera un esfuerzo, como si fuera un truco que había practicado poco en los últimos tiempos. La frente se le llenó de surcos y, cuando volvió a bajar las cejas, los surcos se transformaron en líneas blancas que luego fueron enrojeciendo mientras yo las contemplaba.

—Soy policía —dijo—. Un policía corriente y moliente. Razonablemente honesto. Todo lo honesto que cabe esperar de un hombre que vive en un mundo donde eso ya no se lleva. Ésa es la razón fundamental de que le haya pedido que viniera hoy a verme. Me gustaría que lo creyera. Dado que soy policía me gusta que triunfe la justicia. No me importaría que tipos ostentosos y bien vestidos como Eddie Mars se estropearan esas manos tan bien cuidadas en la cantera de Folsom, junto a los pobres desgraciados de los barrios bajos a los que echaron el guante en su primer golpe y no han vuelto a tener una oportunidad desde entonces. No me importaría nada. Usted y yo hemos vivido demasiado para creer que llegue a verlo. No en esta ciudad, ni en ninguna ciudad que sea la mitad de grande que ésta, ni en ninguna parte de nuestros Estados Unidos, tan grandes, tan verdes y tan hermosos. Sencillamente no es ésa la manera que tenemos de gobernar este país.

No dije nada. El capitán Gregory lanzó una nube de humo con un brusco movimiento hacia atrás de la cabeza, contempló la boquilla de su pipa y continuó:

—Pero eso no quiere decir que yo piense que Eddie Mars acabara con Regan ni que tuviera razones para hacerlo ni que lo hubiera hecho aunque las tuviera. Supuse, sencillamente, que quizá sabía algo, y que quizá antes o después ese algo acabaría por salir a la luz. Esconder a su mujer en Realito fue una cosa infantil, pero es la clase de reacción infantil que los monos listos consideran que es una manifestación de inteligencia. A Eddie lo tuve aquí anoche, después de que el fiscal del distrito terminara con él. Lo reconoció todo. Dijo que sabía que Canino era un tipo solvente en materia de protección y que lo había contratado para eso. Ni sabía ni quería saber nada de sus aficiones. No conocía a Harry Jones. No conocía a Joe Brody. Conocía a Geiger, claro está, pero asegura que no estaba al tanto de su tinglado. Imagino que usted ya ha oído todo eso.

—Sí.

—Actuó de manera muy inteligente en Realito, Marlowe. Hizo bien al no intentar ocultar lo sucedido. Ahora ya contamos con un archivo de proyectiles no identificados. Algún día quizá use usted otra vez esa arma. Y entonces tendrá problemas.

—Pero actué de manera inteligente —dije, mirándolo socarronamente. Vació la pipa golpeándola y se quedó mirándola, pensativo.

—¿Qué ha pasado con la chica? —preguntó, sin alzar la vista.

—No lo sé. La dejaron marchar. Hicimos nuestras declaraciones, tres veces, para Wilde, para el despacho del sheriff y para la Brigada Criminal. Y después se fue. No la he visto desde entonces, ni creo que la vuelva a ver.

—Parece una buena chica, dicen. No es probable que esté metida en asuntos sucios.

—Parece una buena chica —repetí yo.

El capitán Gregory suspiró y se despeinó el pelo ratonil.

—Una cosa más —dijo, casi con amabilidad—. Usted también parece buena persona, pero es demasiado violento. Si realmente quiere ayudar a la familia Sternwood…, déjelos en paz.

—Creo que tiene razón, capitán.

—¿Qué tal se encuentra?

—Estupendamente —dije—. Me he pasado casi toda la noche de pie en distintos trozos de alfombra, permitiendo que me gritaran. Antes de eso me zurraron de lo lindo y acabé empapado hasta los huesos. Estoy en perfectas condiciones.

—¿Qué demonios esperaba, hermano?

—Nada. —Me puse en pie, le sonreí y me dirigí hacia la puerta. Cuando casi había llegado, Gregory se aclaró la garganta de repente y dijo, con aspereza en la voz:

—No he hecho más que malgastar aliento, ¿no es cierto? Todavía sigue pensando que puede encontrar a Regan.

Me volví y lo miré de hito en hito.

—No, no creo que pueda encontrar a Regan. Ni siquiera lo voy a intentar. ¿Le parece bien?

Hizo un lento gesto de asentimiento con la cabeza. Luego se encogió de hombros.

—No sé por qué demonios he dicho eso. Buena suerte, Marlowe. Venga a verme cuando quiera.

—Gracias, capitán.

Salí del ayuntamiento, recogí mi coche en el aparcamiento y me volví a casa, al Hobart Arms. Me tumbé en la cama después de quitarme la chaqueta, miré al techo, escuché el ruido del tráfico en la calle y observé cómo el sol avanzaba lentamente por lo alto de la pared. Intenté dormir, pero el sueño no acudió a la cita. Me levanté, me tomé un whisky, aunque no era el momento de hacerlo, y volví a tumbarme. Seguía sin poder dormir. El cerebro me hacía tictac como un reloj. Me senté en el borde de la cama, llené una pipa y dije en voz alta:

—Ese viejo pajarraco sabe algo.

La pipa me supo a lejía. Prescindí de ella y volví a tumbarme. Mi cabeza empezó a dejarse invadir por oleadas de falsos recuerdos, en los que me parecía hacer lo mismo una y otra vez, ir a los mismos sitios, encontrarme con las mismas personas, decirles las mismas frases, una y otra vez, y sin embargo todo era siempre igual de real, como algo que sucediera de verdad y por vez primera. Conducía a mucha velocidad bajo la lluvia, con Peluca de Plata en un rincón del coche, sin decir nada, de manera que cuando llegábamos a Los Ángeles parecíamos de nuevo completos desconocidos. Me apeaba en un drugstore abierto las veinticuatro horas del día y telefoneaba a Bernie Ohls para decirle que había matado a un individuo en Realito y que iba camino de la casa de Wilde con la mujer de Eddie Mars, que me había visto hacerlo. Conducía el coche por las calles silenciosas, abrillantadas por la lluvia, de Lafayette Park, hasta llegar a la portecochére de la gran casa de madera de Wilde, y la luz del porche ya estaba encendida, porque Ohls había telefoneado para decir que íbamos de camino. Me hallaba en el estudio de Wilde y el fiscal estaba detrás de su escritorio con un batín floreado y una expresión dura y tensa, mientras un cigarro veteado iba y venía de los dedos a la glacial sonrisa de los labios. También intervenían Ohls y un individuo del despacho del sheriff, delgado y gris y con aire académico, cuyo aspecto y palabras eran más de profesor de ciencias económicas que de policía. Yo les contaba la historia, ellos escuchaban en silencio y Peluca de Plata permanecía en la sombra, las manos cruzadas sobre el regazo, sin mirar a nadie. Se hacían abundantes llamadas telefónicas. Había dos funcionarios de la Brigada Criminal que me miraban como si fuese un animal extraño que se hubiera escapado de un circo ambulante. Volvía a conducir, con uno de ellos a mi lado, al edificio Fulwider. Estábamos en la habitación donde Harry Iones seguía en la silla, detrás de la mesa, mostrando la retorcida rigidez de su rostro y donde aún era perceptible un olor agridulce. Había un forense, muy joven y fornido, con hirsutos pelos rojos en el cuello. Y un encargado de tomar huellas dactilares que iba de aquí para allá y al que yo le decía que no se olvidara del pestillo del montante. (Encontró en él la huella del pulgar de Canino, la única que había dejado, para apoyar mi relato, el asesino vestido de marrón).

Después volvía a casa de Wilde, y firmaba una declaración escrita a máquina que su secretaria había preparado en otra habitación. Luego se abría la puerta, entraba Eddie Mars y en su rostro aparecía de repente una sonrisa al ver a Peluca de Plata, y decía «Hola, cielo», aunque ella no lo miraba ni respondía a su saludo. Un Eddie Mars descansado y alegre, con traje oscuro y bufanda blanca con flecos colgando por fuera del abrigo de tweed. Luego ya se habían ido, se había marchado todo el mundo de la habitación, excepto Wilde y yo, y el fiscal estaba diciendo con frialdad y enojo en la voz:

—Ésta es la última vez, Marlowe. La próxima vez que nos haga una jugarreta lo echaré a los leones, y me dará lo mismo que se le rompa a alguien el corazón.

Así se repetía todo, una y otra vez, tumbado en la cama, mientras veía cómo la mancha de sol bajaba por la esquina de la pared. Luego sonó el teléfono, y era Norris, el mayordomo de los Sternwood, con su habitual voz distante.

—¿Señor Marlowe? Después de telefonear sin éxito a su despacho, me he tomado la libertad de intentar localizarlo en su domicilio.

—Estuve fuera casi toda la noche —dije—. No he pasado por el despacho.

—Comprendo, señor. El general quisiera verlo hoy por la mañana, si le resulta conveniente.

—Dentro de media hora, más o menos —dije—. ¿Qué tal está?

—En cama, señor, pero no demasiado mal.

—Espere hasta que me vea —dije antes de colgar.

Me afeité y me cambié de ropa; cuando ya estaba abriendo la puerta volví sobre mis pasos, busqué el pequeño revólver de Carmen con cachas de nácar y me lo metí en el bolsillo. La luz del sol era tan brillante que parecía bailar. Llegué a casa de los Sternwood en veinte minutos y me situé con el coche bajo el arco en la puerta lateral. El reloj marcaba las once y cuarto. En los árboles ornamentales, los pájaros cantaban como locos después de la lluvia, y las terrazas donde crecía el césped estaban tan verdes como la bandera de Irlanda. Toda la finca daba la impresión de que acababan de terminarla diez minutos antes. Toqué el timbre. Tan sólo cinco días desde que lo tocara por primera vez. A mí me parecía un año.

Me abrió una doncella que me condujo por un pasillo al vestíbulo principal y me dejó allí, diciendo que el señor Norris bajaría enseguida. El gran vestíbulo tenía el mismo aspecto de siempre. El retrato sobre la repisa de la chimenea conservaba los mismos negros ojos ardientes y el caballero de la vidriera seguía sin desatar del árbol a la doncella desnuda.

Al cabo de unos minutos apareció Norris, y tampoco él había cambiado. Los ojos intensamente azules eran tan distantes como siempre, la piel entre gris y rosada tenía aspecto saludable y descansado, y todo él se movía como si fuera veinte años más joven. Era yo el que sentía el paso del tiempo.

Subimos por la escalera con suelo de azulejos y torcimos en dirección opuesta a las habitaciones de Vivian. A cada paso que dábamos la casa parecía hacerse más grande y silenciosa. Llegamos a una sólida puerta antigua que parecía sacada de una iglesia. Norris la abrió suavemente y miró dentro. Luego se hizo a un lado y entré y me dispuse a atravesar lo que me pareció algo así como medio kilómetro de alfombra hasta una enorme cama con dosel, semejante al lecho mortuorio de Enrique VIII.

El general Sternwood estaba recostado sobre varias almohadas, las manos exangües cruzadas por encima del blancor de la sábana y grises en contraste con ella. Los ojos negros seguían tan poco dispuestos a rendirse como siempre, pero el resto de la cara parecía la de un cadáver.

—Siéntese, señor Marlowe. —Su voz sonaba cansada y un poco incómoda.

Acerqué una silla a la cama y me senté. Todas las ventanas estaban herméticamente cerradas. A aquella hora el sol no daba en la habitación. Los toldos impedían que entrara desde el cielo cualquier resplandor. El aire tenía el ligero olor dulzón de la vejez.

El general me contempló en silencio durante más de un minuto. Luego movió una mano como para demostrarse que aún podía hacerlo y a continuación volvió a ponerla sobre la otra.

—No le pedí que buscara a mi yerno, señor Marlowe —dijo con voz apagada.

—Pero quería que lo hiciera.

—No se lo pedí. Supone usted demasiado. De ordinario pido lo que quiero. No dije nada.

—Se le ha pagado —continuó fríamente—. El dinero carece de importancia de todos modos. Me parece, sencillamente, que ha traicionado mi confianza, de manera involuntaria, sin duda.

A continuación cerró los ojos.

—¿Era ése el único motivo de que quisiera verme? —pregunté.

Abrió los ojos de nuevo, muy despacio, como si los párpados estuvieran hechos de plomo.

—Supongo que le ha disgustado mi observación —dijo.

Negué con la cabeza.

—Tiene usted una ventaja sobre mí, general. Una ventaja de la que no quisiera en absoluto privarle, ni en su más mínima parte. No es mucho, considerando lo que tiene que aguantar. A mí me puede decir lo que se le antoje y jamás se me ocurrirá enfadarme. Me gustaría que me permitiera devolverle el dinero. Quizá no signifique nada para usted. Pero puede significar algo para mí.

—¿Qué significa para usted?

—Significa que no acepto que se me pague por un trabajo poco satisfactorio. Eso es todo.

—¿Hace usted muchos trabajos poco satisfactorios?

—Algunos. Es algo que le pasa a todo el mundo.

—¿Por qué fue a ver al capitán Gregory?

Me recosté y pasé un brazo por detrás del respaldo. Estudié el rostro de mi interlocutor. No me reveló nada. Y yo carecía de respuesta para su pregunta; al menos, de respuesta satisfactoria.

—Estaba convencido —dije— de que me entregó usted los pagarés de Geiger a manera de prueba, y de que temía que Regan hubiera participado en el intento de chantaje. No sabía nada de Regan en aquel momento. Sólo al hablar con el capitán Gregory me di cuenta de que, con toda probabilidad, Regan no era ese tipo de persona.

—Eso no es ni mucho menos una respuesta a mi pregunta.

Hice un gesto de asentimiento.

—No. Ni mucho menos. Supongo que no me gusta admitir que me fié de una corazonada. El día que estuve aquí, después de dejarle a usted en el invernadero de las orquídeas, la señora Regan me hizo llamar. Pareció dar por supuesto que se me contrataba para buscar a su marido y dio a entender que no le gustaba la idea. Me informó, sin embargo, de que «ciertas personas habían encontrado» su coche en un garaje privado. Aquellas «personas» sólo podía ser la policía. De manera que la policía debía de saber algo. Y la Oficina de Personas Desaparecidas el departamento que se ocupara del caso. No sabía si usted había presentado una denuncia, por supuesto, ni si lo había hecho alguna otra persona, o si habían encontrado el coche al denunciar alguien que estaba abandonado en un garaje. Pero conozco a los policías, y sé que si sabían todo eso, irían un poco más lejos, dado sobre todo que el chófer de ustedes tenía antecedentes penales. Ignoraba hasta dónde serían capaces de llegar. Eso hizo que empezase a pensar en la Oficina de Personas Desaparecidas. Y lo que me convenció fue el comportamiento del señor Wilde la noche que tuvimos una reunión en su casa relacionada con Geiger y todo lo demás. Nos quedamos solos durante un minuto y me preguntó si usted me había contado que buscaba a Regan. Respondí que usted me había dicho que le gustaría saber dónde estaba y si se encontraba bien. Wilde se mordió el labio y cambió de expresión. Supe entonces con tanta claridad como si lo hubiera dicho que con «buscando a Regan» se refería a utilizar la maquinaria de la policía para hacerlo. Incluso entonces traté de enfrentarme con el capitán Gregory de manera que yo no tuviera que decirle nada que él no supiera ya.

—¿Y permitió que el capitán Gregory pensara que yo le había contratado para encontrar a Rusty?

—Sí. Imagino que lo hice…, cuando estuve seguro de que el caso era suyo. El general cerró los ojos. Los párpados le temblaron un poco. No los abrió para hablar.

—¿Y eso lo considera usted ético?

Sí dije. Desde luego.

Los ojos se abrieron de nuevo. Su penetrante negrura, de manera sorprendente, destacaba de repente en aquel rostro muerto.

—Quizá no lo entiendo —dijo.

—Puede que no. El jefe de la Oficina de Personas Desaparecidas no es hablador. No estaría en ese despacho si lo fuera. Es un tipo muy listo y cauteloso que procura, con gran éxito en un primer momento, dar la impresión de que sólo es otro infeliz más de mediana edad, completamente harto de lo que hace. Yo, cuando trabajo, no juego a los palillos chinos. Siempre interviene un elemento importante de farol. Le diga lo que le diga a un policía, lo más probable es que el policía no lo tenga en cuenta. Y en el caso de este policía particular iba a dar más o menos lo mismo lo que yo le dijera. Cuando se contrata a un fulano de mi profesión no se está contratando a alguien para limpiar ventanas; alguien a quien se le enseñan ocho y se le dice: «Cuando hayas acabado con ésas habrás terminado». Usted no sabe por dónde voy a tener que pasar ni por encima o por debajo de qué para hacer el trabajo que me ha encargado. Hago las cosas a mi manera. Y las hago lo mejor que sé para protegerlo a usted; puede que me salte unas cuantas reglas, pero me las salto en favor suyo. El cliente es lo más importante, a no ser que sea deshonesto. Incluso en ese caso lo único que hago es renunciar al trabajo y cerrar la boca. Después de todo usted no me dijo que no fuese a ver al capitán Gregory.

—Eso hubiera sido bastante difícil —dijo el general con una débil sonrisa.

—Bien, ¿qué es lo que he hecho mal? Norris, su mayordomo, parecía pensar que con Geiger eliminado el caso estaba cerrado. Yo no lo veo así. La manera de actuar de Geiger me pareció desconcertante y todavía me lo sigue pareciendo. No soy Sherlock Holmes ni Philo Vance. No es lo mío repetir investigaciones que la policía ha hecho ya, ni encontrar una plumilla rota y construir un caso a partir de ahí. Si cree usted que hay alguien trabajando como detective que se gana la vida haciendo eso, no sabe mucho de la policía. No son cosas como ésa las que pasan por alto si es que hay algo que pasan por alto. Estoy más bien diciendo que con frecuencia no pasan nada por alto si verdaderamente se les permite trabajar. Pero en el caso de que algo se les escape, es probable que se trate de algo menos preciso y más vago, como el hecho de que una persona como Geiger mande las pruebas que tiene de una deuda y pida a alguien que pague como un caballero; Geiger, un individuo metido en un tinglado muy turbio, en una situación vulnerable, protegido por un mafioso y disfrutando al menos de una protección que consiste en no ser molestado por algunos miembros de la policía. ¿Por qué hizo lo que hizo? Porque quería descubrir si había algo que le creaba a usted dificultades. Si era cierto, le pagaría. Si no, no le haría caso y esperaría nuevas iniciativas. Pero sí había algo que le creaba a usted dificultades. Regan. Tenía miedo de que no fuera lo que parecía ser, que se hubiera quedado en su casa una temporada y se hubiera mostrado amable con usted sólo para descubrir cómo jugar ventajosamente con su dinero.

El general empezó a decir algo pero le interrumpí.

—Incluso aunque a usted no le importase el dinero. Ni sus hijas. Más o menos las ha dado por perdidas. El verdadero problema es que todavía tiene demasiado orgullo para dejar que lo tomen por tonto…, y Regan le caía realmente bien.

Se produjo un silencio. Luego el general dijo con voz pausada:

—Habla demasiado, Marlowe. ¿He de entender que todavía está tratando de resolver ese rompecabezas?

—No. He abandonado. Personas con autoridad me han sugerido que lo deje. Los chicos de la policía piensan que soy demasiado bruto. Por eso pienso que debo devolverle el dinero, porque, según mi criterio, no he terminado el trabajo que me encargó.

El general sonrió.

—No abandone nada —dijo—. Le pagaré mil dólares más para encontrar a Rusty. No hace falta que vuelva. Ni siquiera necesito saber dónde está. Todo el mundo tiene derecho a vivir su propia vida. No le reprocho que dejara plantada a mi hija, ni siquiera que se marchase tan de repente. Es probable que fuera un impulso repentino. Sólo quiero saber si está a gusto dondequiera que esté. Quiero saberlo de él directamente, y en el caso de que necesitara dinero, también estoy dispuesto a proporcionárselo. ¿Soy suficientemente claro?

—Sí, mi general —dije.

Descansó durante unos momentos, relajado sobre la cama, los ojos cerrados con párpados oscurecidos, la boca tensa y exangüe. Estaba cansado. Prácticamente agotado. Abrió los ojos de nuevo y trató de sonreírme.

—Supongo que soy un pobre viejo sentimental —dijo—. Lo menos parecido a un soldado. Le tomé cariño a ese muchacho. Me parecía una buena persona. Supongo que me envanezco demasiado de mi capacidad para juzgar al prójimo. Encuéntremelo, Marlowe. Sólo tiene que encontrarlo.

—Lo intentaré —dije. Ahora será mejor que descanse usted un poco. Le he puesto la cabeza como un bombo.

Me levanté rápidamente, atravesé la amplia habitación y salí. El anciano había vuelto a cerrar los ojos antes de que yo abriera la puerta. Las manos descansaban sin vida sobre la sábana. Tenía más aspecto de muerto que la mayoría de los difuntos. Cerré la puerta sin hacer ruido, recorrí el pasillo y descendí las escaleras.

Todo Marlowe
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