15

Pasé de largo el cruce de la calle Altair y seguí hasta una trasversal que continuaba hasta el borde del cañón e iba a morir en una zona de aparcamiento semicircular, rodeada de una acera y una cerca de madera pintada de blanco. Permanecí dentro del coche un rato, pensando, mirando el mar y admirando el gris azulado de las laderas que descendían hacia la costa. Intentaba decidir si debía tratar a Chris Lavery con guante de seda o utilizar, en cambio, el dorso de la mano y el filo de la lengua. Decidí que no perdía nada con ir por las buenas. Si esa técnica no daba resultado, como sería lo más probable, las cosas seguirían su curso natural y podríamos empezar a romper los muebles.

El callejón asfaltado que se abría a media ladera bajo las casas que colgaban de lo alto de la pendiente estaba desierto. Más abajo, en la calle siguiente, un par de niños tiraban al aire un bumerán entre los empujones habituales y los consabidos insultos. Aún más abajo se veía una casa rodeada de árboles y de una tapia de ladrillo rojo. En el jardín de atrás vislumbré ropa tendida. Dos palomas se paseaban por la pendiente del tejado, subiendo y bajando la cabeza. Al fondo de la calle apareció un autobús marrón y azul, avanzó bamboleándose, pasó junto a la tapia de ladrillo y se detuvo para dejar bajar a un anciano que descendió lentamente y con cuidado, afianzó los pies en el suelo y tanteó en torno suyo con su bastón antes de comenzar a subir la cuesta.

El aire era más claro que el día anterior y la mañana estaba henchida de paz. Dejé el coche donde estaba y me dirigí al 623 de la calle Altair.

Las persianas estaban echadas en las ventanas de la fachada delantera y la casa tenía un aire somnoliento. Avancé sobre el musgo del camino, toqué el timbre y vi que la puerta no estaba cerrada. Se había descolgado un poco, como suele suceder. Recordé que casi se había quedado atascada el día anterior cuando salí de allí. La empujé suavemente y se abrió hacia dentro con un ligero chirrido. La sala estaba en penumbra, pero por las ventanas que daban al oeste entraba un poco de luz. Nadie acudió a abrirme. No volví a llamar. Empujé la puerta un poco más y entré.

En el interior flotaba ese olor caliente y silencioso de las casas que aún no se han ventilado a media mañana. La botella de Vat 69 que había sobre la mesita baja junto al sofá estaba casi vacía y otra sin abrir esperaba junto a ella. La cubitera tenía un poco de agua en el fondo. Junto a ella había dos vasos sucios y un sifón medio vacío.

Dejé la puerta más o menos como la había encontrado, y me quedé junto a ella escuchando. Si Lavery había salido, podía arriesgarme a registrar la casa. No tenía gran cosa con que amenazarle, pero probablemente sí lo suficiente como para que no se atreviera a llamar a la policía.

El tiempo pasó en silencio. Pasó en el sonido sordo del reloj eléctrico que había sobre la repisa de la chimenea, en el ruido lejano de una bocina que sonó en la calle Aster, en el zumbido de un avión que volaba sobre las colinas cruzando el cañón, en el gruñir del refrigerador de la cocina…

Me adentré un poco más en la habitación y me detuve a mirar en torno mío. Escuché y no oí más que los sonidos habituales de la casa, totalmente independientes de los seres humanos que pudieran habitarla. Avancé sobre la alfombra hacia el arco que se abría al fondo de la sala.

Una mano enguantada apareció en la barandilla de metal blanco de las escaleras que conducían al piso de abajo. Apareció y se detuvo. Volvió a moverse y, tras ella, apareció un sombrero femenino y luego una cabeza. Una mujer ascendía silenciosamente las escaleras. Acabó de subir, pasó bajo el arco y aun así, al parecer, siguió sin verme. Era delgada y de edad indefinida. Tenía el cabello castaño y desordenado, un revoltijo escarlata por boca, demasiado colorete en los pómulos y los ojos maquillados. Llevaba un traje de chaqueta de tweed azul, enemigo jurado del sombrero morado que hacía lo posible por mantenerse ladeado en lo alto de su cabeza.

Me vio y ni se detuvo ni cambió en lo más mínimo la expresión de su rostro. Entró lentamente en la habitación con la mano derecha alejada del cuerpo. En la izquierda llevaba puesto el guante marrón que había visto posado sobre la balaustrada. El guante correspondiente a la mano derecha envolvía la culata de una pequeña pistola automática.

Se detuvo de pronto, su cuerpo se arqueó hacia atrás y de su boca surgió un débil sonido de alarma. Luego rió con risa nerviosa. Me apuntó con la pistola y siguió avanzando hacia mí.

Me quedé mirando el arma sin gritar.

La mujer se acercó. Cuando se me hubo aproximado tanto que parecía que iba a hacerme alguna confidencia, me apuntó al estómago con su pistola y me dijo:

—Yo sólo quería cobrar el alquiler. La casa parece estar en buenas condiciones. No he visto nada roto. Siempre ha sido un buen inquilino, muy ordenado. Sólo quería que no se retrasase mucho en el pago del alquiler.

Un tipo con una voz tensa y quejumbrosa, que no parecía la mía, le preguntó amablemente:

—¿Cuánto tiempo lleva sin pagarle?

—Tres meses —contestó ella—. Me debe doscientos cuarenta dólares. Ochenta mensuales es un alquiler razonable por una casa tan bien amueblada como ésta. Hasta ahora siempre me había resultado un poco difícil cobrarlos, pero al final pagaba. Me prometió que me daría un cheque esta mañana. Hablé con él por teléfono. Me prometió que me lo daría esta mañana.

—¿Por teléfono? —repetí a mi vez—. ¿Esta mañana?

Me hice un poco a un lado como quien no quiere la cosa. Mi idea era acercarme lo suficiente como para darle un manotazo, desviar su brazo y saltar antes de que pudiera volver a apuntarme con la pistola. Nunca me ha dado buen resultado esa técnica, pero de vez en cuando no viene mal practicarla. Y esta vez parecía la ocasión más adecuada.

Me moví unos quince centímetros. Aún no estaba lo bastante cerca como para alcanzarla.

—¿Es usted la dueña de la casa? —le pregunté.

No miré la pistola directamente. Tenía la vaga esperanza, la vaguísima esperanza de que no se hubiera dado cuenta de que me apuntaba con ella.

—Naturalmente. Soy la señora Fallbrook. ¿Quién creía usted que era?

—Verá, me imaginaba que era la dueña de la casa —le dije—, porque ha hablado del alquiler y todo eso. Pero no sabía cómo se llamaba usted.

Otros quince centímetros. Buen trabajo. Sería una pena que al final no me sirviera de nada.

—¿Y usted quién es, si no tiene inconveniente en decírmelo?

—Vengo a cobrar el plazo del coche —dije—. La puerta estaba un poco entreabierta y me colé. No sé por qué.

Puse cara de empleado de financiera que viene a cobrar una letra. Rostro duro, pero listo para romper en una amable sonrisa.

—¿Quiere usted decir que el señor Lavery también se ha retrasado en pagar los plazos del coche? —me preguntó preocupada.

—Un poco, no mucho —dije con tono tranquilizador.

Ya estaba en el lugar exacto. La distancia era la justa. Ahora debía actuar con la velocidad necesaria. Sólo tenía que dar un buen golpe a la pistola y hacerla saltar hacia fuera. Comencé a levantar un pie de la alfombra.

—¿Sabe usted? —decía ella mientras tanto—. Tiene gracia lo de esta pistola. Me la he encontrado en la escalera. Qué porquería son estos cacharros, ¿verdad?, tan grasientos. Con el color tan bonito que tiene esta alfombra. Y lo cara que es.

Y me tendió la pistola.

Yo le tendí una mano tan rígida como la cáscara de un huevo y casi tan frágil. Cogí la pistola. Ella olió con repugnancia el guante que había envuelto la culata y continuó hablando en el mismo tono absurdamente racional. Las rodillas dejaron de temblarme.

—Claro, para usted es mucho más fácil —dijo—. A lo del coche, me refiero. Si es necesario puede llevárselo. Pero llevarse una casa con todos los muebles dentro no es tan fácil. Lleva tiempo y dinero echar a un inquilino. Estos casos despiertan un enorme resentimiento y a veces el demandado destroza las cosas a propósito. Esta alfombra me costó más de doscientos dólares y eso que era de segunda mano. Es de yute, pero tiene un color precioso, ¿no le parece? Nadie diría que es de yute, ni que la compré de segunda mano. Pero, al fin y al cabo, eso es una tontería porque todo es de segunda mano en cuanto se ha usado una vez. Me vine andando para no gastar los neumáticos por eso de la guerra. La verdad es que podía haber tomado el autobús parte del camino, pero esos trastos parece que van siempre en dirección contraria a donde va uno.

Yo apenas me enteraba de lo que decía. Su voz sonaba como un rumor de olas que rompieran en un punto lejano, invisible. La pistola centraba toda mi atención.

Saqué el cargador. Estaba vacío. La recámara estaba también vacía. Olí el cañón. Apestaba.

Me la guardé en el bolsillo. Era una automática del calibre 25, de seis tiros. Alguien la había disparado hasta vaciar el cargador. Y no hacía mucho tiempo, aunque sí más de media hora.

—¿La han disparado? —preguntó amablemente la señora Fallbrook—. Espero que no.

—¿Ha habido motivo para que la dispararan? —le pregunté.

La voz sonaba tranquila, pero el cerebro seguía funcionando a cien por hora.

—Verá, me la encontré tirada en la escalera —dijo—. Y después de todo, hay gente que las dispara.

—Es cierto. Pero en este caso parece ser que todo se reduce a que el señor Lavery tiene un agujero en cada mano. No está en casa, ¿verdad?

—No.

Negó con la cabeza. Parecía decepcionada.

—Y no me parece bien. Me prometió que me daría el cheque y yo he venido…

—¿Cuándo le telefoneó? —le pregunté.

—Ayer por la noche.

Frunció el ceño. No le gustaba que le hiciera tantas preguntas.

—Han debido de llamarle con urgencia.

Miró fijamente a un punto situado entre mis grandes ojos castaños.

—Oiga usted, señora Fallbrook —le dije—, vamos a dejar de andarnos por las ramas. No me gusta ser tan brusco, ni me gusta tampoco hacerle una pregunta así, pero no habrá matado usted al señor Lavery porque le debe tres meses de alquiler, ¿verdad?

Se sentó muy lentamente en el borde de un sillón y se humedeció con la lengua la cuchillada escarlata de su boca.

—¿Cómo ha podido ocurrírsele semejante atrocidad? —me preguntó furiosa—. ¡No es usted muy amable que se diga! ¿No acaba de decir, además, que esa pistola no ha sido utilizada?

—Todas las pistolas han sido disparadas alguna vez. Todas han sido cargadas alguna vez. Y ahora ésta no está cargada.

—Entonces…

Hizo un gesto de impaciencia y olió el guante manchado de grasa.

—Está bien, reconozco que me he equivocado. De todos modos no ha sido más que una broma. El señor Lavery ha salido y usted ha recorrido toda la casa. Es la dueña y tiene la llave, ¿me equivoco?

—No quería meterme en lo que no me importa —dijo ella mordiéndose una uña—. Quizá no debí entrar. Pero creo que tengo derecho a ver cómo cuida la casa.

—Pues ya lo ha visto. ¿Está segura de que él no está?

—No he mirado ni debajo de las camas ni en el refrigerador —dijo fríamente—. Cuando vi que no acudía a abrir, entré y llamé por el hueco de la escalera. Luego bajé al piso de abajo y volví a llamarle. Hasta me asomé al dormitorio.

Bajó los ojos como avergonzada y se apretó nerviosamente la rodilla con una mano.

—Entonces no hay más que hablar —le dije.

Asintió alegremente.

—Eso. Entonces no hay más que hablar. ¿Cómo dijo usted que se llamaba?

—Vance —contesté—. Philo Vance.

—¿Y en qué compañía trabaja usted, señor Vance?

—En este momento no tengo trabajo. Hasta que el comisario de policía vuelva a meterse en un lío.

Me miró sorprendida.

—Pero acaba de decirme que venía a cobrar el plazo del coche…

—Ése es otro trabajo que tengo —le dije—. Una chapuza.

Se levantó y me miró fijamente. Luego me dijo con voz fría:

—En ese caso, creo que debe irse inmediatamente.

—Echaré una ojeada primero, si no le importa. Puede que a usted se le haya escapado algo.

—No creo que sea necesario —dijo—. Está usted en mi casa y le agradeceré que se vaya inmediatamente, señor Vance.

—Si no me voy, irá usted a buscar ayuda. Siéntese un momento, señora Fallbrook. Echaré un vistazo rápido. Esto de la pistola me parece raro, ¿sabe?

—Ya le he dicho que me la encontré tirada en la escalera —me dijo airadamente—, y no sé más del asunto. No entiendo nada de pistolas. No he disparado un arma en toda mi vida.

Abrió un bolso grande de color azul, sacó de él un pañuelo y se sonó.

—Eso es lo que usted dice —objeté—, pero yo no tengo por qué creerla.

Extendió hacia mí la mano izquierda con gesto patético, como una heroína de tragedia.

—¡No debí entrar! —exclamó—. ¡He hecho una cosa horrible, lo sé! ¡El señor Lavery se pondrá furioso!

—Lo que debió hacer —dije yo— es no dejarme descubrir que el cargador estaba vacío. Hasta ese momento había hecho su papel a la perfección.

Dio una patada en el suelo. Era el detalle que le faltaba a la escena. Con eso quedaba perfecta.

—¡Es usted un hombre horrible! —gritó—. ¡No se atreva a tocarme! ¡Ni dé un paso más hacia mí! ¡No permaneceré aquí con usted ni un minuto más! ¿Cómo se atreve a insultarme de…?

Se interrumpió de golpe, cortando la voz como de un tijeretazo. Luego bajó la cabeza, con sombrero morado y todo, y corrió hacia la puerta. Cuando pasó junto a mí extendió una mano como para evitar que pudiera detenerla, pero yo estaba demasiado lejos para hacerlo y no me moví. Abrió la puerta de golpe, salió como una tromba y corrió hacia la calle. El sonido de sus rápidas pisadas sobre la acera apagó el ruido que hizo la puerta al cerrarse.

Me pasé una uña por los dientes y luego me di unos golpes en la barbilla con un nudillo, escuchando. No había en ninguna parte ruido alguno que escuchar. Una pistola automática de seis disparos totalmente descargada…

—En todo esto hay algo muy raro —dije en voz alta.

En la casa reinaba un silencio fuera de lo común. Recorrí la alfombra color melocotón y crucé el arco en dirección a la escalera. Me detuve allí un momento más y volví a escuchar.

Me encogí de hombros y bajé la escalera sin hacer ruido.

Todo Marlowe
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