28
Webber habló con calma:
—Supongo que algunos nos consideran un hatajo de sinvergüenzas. Se creen que un tipo mata a su mujer y luego no tiene más que llamarme y decirme: «Oiga, capitán. Hay aquí un cadáver estorbando en medio del salón y yo tengo quinientos pavos que no me rinden nada». Y que entonces yo le digo: «Espere. Voy para allá enseguida con una manta».
—No es para tanto.
—¿Para qué quería ver a Talley cuando fue a su casa esta noche?
—Talley tenía una pista sobre la muerte de Florence Almore. Los padres de ella le contrataron para que la siguiera, pero él nunca les dijo qué era lo que había descubierto.
—¿Y pensaba que iba a decírselo a usted? —preguntó Webber con sarcasmo.
—Al menos quería probar.
—¿No sería que al ver la actitud de Degarmo quiso vengarse de él?
—Puede que hubiera también algo de eso —respondí.
—Talley era un vulgar chantajista —dijo Webber con desprecio—. Lo fue en más de una ocasión. Cualquier método era bueno con tal de librarse de él. Le diré qué era lo que tenía. Un zapato que le había quitado del pie a Florence Almore.
—¿Un zapato?
Sonrió levemente.
—Sólo un zapato. Lo encontramos escondido en su casa. Un zapato de baile de terciopelo verde con unas piedras incrustadas en el tacón. Se los había hecho un zapatero de Hollywood especialista en este tipo de calzado. Ahora pregúnteme por qué era tan importante ese zapato.
—¿Por qué era importante, capitán?
—Florence Almore tenía dos pares exactamente iguales que había encargado al mismo tiempo. Parece ser algo que hacen las mujeres bastante a menudo por si un par se estropea o algún borracho se empeña en pisarles mientras bailan. —Hizo una pausa y sonrió ligeramente—. Al parecer, uno de esos dos pares no llegó a usarlo nunca.
—Creo que empiezo a entenderlo —le dije.
Se arrellanó en el asiento y empezó a dar golpecitos en los brazos del sillón. Esperó.
—El camino que va del garaje a la casa es de cemento —le dije—. Y bastante áspero. Supongamos que no anduvo por él, sino que la llevaron. Y supongamos que quien la llevó se equivocó al ponerle los zapatos en cuestión y cogió uno de los que no había estrenado.
—Siga.
—Supongamos que Talley se fijó en ello mientras Lavery llamaba al doctor Almore, que estaba haciendo su ronda de visitas. Cogió el zapato nuevo considerándolo prueba de que Florence Almore había sido asesinada.
Webber asintió con la cabeza.
—Y habría sido una prueba si lo hubiera dejado donde la policía hubiera podido verlo. Pero una vez que él se lo llevó, sólo servía para demostrar que Talley era un sinvergüenza.
—¿Se analizó la sangre de la víctima para ver si quedaban restos de monóxido de carbono?
Posó las manos abiertas sobre el escritorio y las miró largamente.
—Sí —dijo—. Y lo encontraron. Los oficiales encargados del caso se dieron por satisfechos con lo que vieron. No hallaron señales de violencia. Se quedaron convencidos de que el doctor Almore no había asesinado a su mujer. Quizá se equivocaron. Creo que la investigación fue un poco superficial.
—¿Quién estuvo a cargo de ella?
—Me parece que ya sabe la respuesta.
—Cuando llegó la policía, ¿no se dieron cuenta de que faltaba un zapato?
—Cuando llegó la policía no faltaba ningún zapato. Como usted recordará, el doctor Almore estaba ya de vuelta en casa porque Lavery le había avisado al descubrir el cadáver y antes de llamar a la policía. Todo lo que sabemos de ese zapato es lo que nos dijo el propio Talley. Puede que lo robara él mismo del interior de la casa. La puerta lateral estaba abierta y las criadas dormían. Lo único que hay en contra de esa posibilidad es que no es muy probable que supiera que existía otro par igual. Aun así yo no la descartaría totalmente. Ese hombre es un sinvergüenza de mucho cuidado. Pero no puedo asegurar que lo hiciera.
Nos quedamos en silencio, mirándonos el uno al otro y pensando.
—A menos —continuó Webber— que supongamos que la enfermera se había puesto de acuerdo con él para hacer después chantaje a Almore. Es posible que así fuera. Hay datos a favor de esa teoría. Pero hay bastantes más en contra. ¿Qué razones tiene usted para afirmar que la mujer que hallaron muerta en las montañas era esa enfermera?
—Dos, ninguna de ellas concluyente por sí misma, pero bastante poderosas si se contemplan juntas. Un tipo, que por la descripción se parecía mucho a Degarmo, estuvo en Puma Point hace pocas semanas enseñando una fotografía de Mildred Haviland que se parecía bastante a Muriel Chess. Las cejas, el color del pelo y todo eso eran distintos, pero la semejanza era bastante marcada. Nadie le ayudó mucho. Dijo que se llamaba De Soto y que era un policía de Los Ángeles. He preguntado en la jefatura y no hay nadie allí que se llame De Soto. Cuando Muriel Chess se enteró del asunto parece que se asustó. No nos será difícil averiguar si se trataba de Degarmo o no. La otra razón es que en la casa de Chess se encontró escondida en una caja de azúcar glas una cadenita de oro para el tobillo con un corazoncito también de oro. La hallaron después de que apareciera el cadáver de Muriel y de que detuvieran a su marido. En el corazón había una inscripción que decía: «Para Mildred de Al. 28 de junio de 1938. Con todo mi amor».
—Podría tratarse de otro Al y de otra Mildred —dijo Webber.
—Eso ni usted se lo cree, capitán.
Se inclinó hacia delante y, con el dedo índice, abrió un agujero en el aire.
—¿Adónde quiere ir a parar exactamente con todo esto?
—Quiero probar que la mujer de Kingsley no mató a Lavery. Que la muerte de Lavery está relacionada con el caso de Florence Almore. Y con Mildred Haviland. Y posiblemente también con el doctor Almore. Quiero probar que la mujer de Kingsley desapareció porque ocurrió algo que le asustó mucho. Que puede que no sea totalmente inocente, pero que no ha asesinado a nadie. Si puedo demostrarlo me pagarán quinientos dólares. Creo que tengo derecho a intentarlo.
Asintió.
—Desde luego que sí. Y yo le ayudaría si viera alguna base para ello. Aún no hemos encontrado a la señora Kingsley, pero tampoco hemos tenido mucho tiempo para buscarla. En lo que no puedo ayudarle es en culpar de nada a uno de mis hombres.
—Una vez le oí llamar Al a Degarmo —le dije—. Pero yo pensaba en Almore. Se llama Albert.
Webber se miró el pulgar.
—Pero el doctor Almore no estuvo casado nunca con esa mujer y Degarmo sí —dijo con voz mesurada—. Y puedo asegurarle que ella le hizo la vida imposible. Gran parte de lo que parece malo en él es consecuencia de aquel matrimonio.
Me quedé sentado muy quieto. Al poco rato dije:
—Estoy empezando a ver cosas que ni siquiera había sospechado. ¿Qué clase de mujer era?
—Lista, taimada y peligrosa. Sabía manejar bien a los hombres. Les hacía bailar al son que ella tocaba. Pero ese gigante que acaba de salir le arrancaría la cabeza ahora mismo si le oyera decir lo más mínimo en contra de ella. Mildred se divorció de él, pero eso no significa que Degarmo dejara de quererla.
—¿Sabe que ha muerto?
Webber guardó silencio unos segundos antes de responder.
—No ha dicho una sola palabra, pero si realmente se trata de la misma mujer, él tiene que saberlo.
—Que nosotros sepamos, no logró localizarla en las montañas.
Me levanté y me apoyé en el escritorio.
—Oiga, capitán, no me estará tomando el pelo, ¿verdad?
—¡Maldita sea! ¡En absoluto! Existen hombres como Degarmo, lo mismo que existen mujeres capaces de hacerles así. Si cree que Degarmo fue allí porque quería matarla, está muy equivocado.
—No he llegado a pensar eso exactamente —le dije—. Aunque sería posible, ya que Degarmo conocía esa región muy bien. Y el asesino la conocía perfectamente.
—Todo esto ha sido confidencial —dijo—, y quiero que quede entre nosotros.
Asentí, pero no prometí nada. Le di las buenas noches y salí. Siguió contemplándome mientras cruzaba la habitación. Parecía dolido y triste.
Mi Chrysler estaba en el aparcamiento de la jefatura con las llaves puestas y sin los guardabarros abollados. Cooney no había cumplido su amenaza. Volví a Hollywood y subí a mi apartamento del Bristol. Era tarde, casi medianoche.
El pasillo marfil y verde estaba desierto y no se oía más ruido que el timbre de un teléfono en el interior de uno de los apartamentos. Llamaba insistentemente y su sonido fue aumentando de volumen conforme me acercaba a mi puerta. Abrí. Era el mío.
Recorrí la habitación en medio de la oscuridad hasta llegar junto al aparato, que estaba sobre un escritorio de roble adosado a la pared. Debía de haber sonado como diez veces cuando descolgué.
Contesté. Era Kingsley. Su voz sonó tensa, débil y nerviosa.
—¡Vaya por Dios! ¿Dónde se había metido? Llevo horas tratando de localizarle.
—Pues aquí me tiene. ¿Qué ocurre?
—He tenido noticias de ella.
Sujeté el auricular con fuerza y exhalé muy lentamente el aire que tenía en los pulmones.
—Siga —le dije.
—No estoy lejos. Llegaré en cinco o seis minutos. Y prepárese para entrar en acción.
Colgó.
Me quedé inmóvil con el auricular a medio camino entre mi oreja y el soporte. Luego lo colgué muy despacio y miré la mano que acababa de soltarlo. Seguía medio abierta y muy tensa, como si continuara sosteniéndolo.