18

Al cabo de un rato, volvió Spink y me hizo una seña. Le seguí a lo largo de un corredor, atravesando puertas dobles, hasta una antecámara en la que había dos secretarias. Luego pasamos por más puertas dobles de grueso cristal negro con pavos reales plateados grabados en los paneles. Las puertas se abrían solas cuando nos acercábamos.

Bajamos tres escalones alfombrados y entramos en un despacho que tenía de todo menos piscina. Tenía una altura de dos pisos y lo rodeaba una galería repleta de estanterías con libros. Había un piano de cola Steinway en un rincón, un montón de muebles de cristal y de madera blanca, una mesa del tamaño de una pista de bádminton, sillones, divanes, mesas, y un hombre tumbado en uno de los divanes, sin chaqueta y con la camisa abierta sobre un fular de Charvet que se podría localizar en la oscuridad con sólo escucharle ronronear. Tenía un paño blanco sobre los ojos y la frente, y una rubia elástica estaba retorciendo otro en una jofaina de plata llena de agua y hielo que había a su lado, sobre una mesa.

Era un tipo grande y bien formado, con cabello negro y ondulado; bajo el paño blanco, la cara era recia y bronceada. Un brazo colgaba sobre la alfombra, sosteniendo entre los dedos un cigarrillo que dejaba escapar un hilillo de humo.

La rubia cambió el paño con habilidad. El tipo del diván gimió.

—Aquí está el tío, Sherry —dijo Spink—. Se llama Marlowe.

—¿Qué quiere? —gruñó Ballou.

—No suelta prenda —contestó Spink.

—Entonces, ¿por qué le has traído? Estoy hecho polvo —dijo el hombre del diván.

—Bueno, Sherry, ya sabes cómo son las cosas —dijo Spink—. A veces no te queda más remedio.

—¿Cuál era ese nombre tan bonito que has dicho? —preguntó el hombre del diván.

Spink se volvió hacia mí.

—Ahora puede decir lo que tenga que decir. Y sea breve, Marlowe. No dije nada.

Al cabo de unos instantes el hombre del diván levantó lentamente el brazo que tenía un cigarrillo en su extremo. Se llevó el cigarrillo a la boca con gesto de fatiga y aspiró con la infinita languidez de un aristócrata decadente pudriéndose en su castillo en ruinas.

—Le estoy hablando, amigo —dijo Spink en tono duro.

La rubia volvió a cambiar el paño, sin mirar a nadie. El silencio flotaba en la habitación, tan agrio como el humo del cigarrillo.

—Venga, pelmazo, suéltelo ya.

Saqué un Camel, lo encendí, elegí un sillón y me senté.

Extendí una mano y me la miré. El pulgar temblaba despacio, para arriba y para abajo, cada pocos segundos.

La voz de Spink interrumpió con furia mi actividad.

—Sherry no tiene todo el día, ¿sabe?

—¿Y qué va a hacer el resto del día? —me oí preguntar—. ¿Sentarse en un diván de raso blanco y hacerse dorar las uñas de los pies?

La rubia se volvió bruscamente hacia mí y me miró fijamente. Spink se quedó con la boca abierta y pestañeando. El hombre del diván alzó muy despacio una mano hacia la punta de la toalla que le cubría los ojos. La apartó lo justo para mirarme con un ojo castaño como la piel de foca. La toalla volvió a caer con suavidad.

—Aquí no puede hablar de esa manera —dijo Spink en tono severo. Me puse en pie y dije:

—Perdón, me olvidé de traer el misal. Hasta ahora ignoraba que Dios trabajaba al tanto por ciento.

Durante uno minuto nadie dijo nada. La rubia volvió a cambiar la toalla. Desde debajo, el hombre del diván dijo con calma:

—Desalojad, queridos. Todos, menos el nuevo amigo.

Spink me dirigió una mirada de odio. La rubia se marchó en silencio.

—¿Por qué no le echo de culo a la calle? —dijo Spink.

La cansada voz de debajo de la toalla le respondió:

—Llevo tanto tiempo preguntándomelo que he perdido el interés por el problema. Lárgate.

—Está bien, jefe —dijo Spink, retirándose de mala gana.

En la puerta se detuvo, me hizo otra mueca silenciosa y desapareció.

El hombre del diván esperó a oír cómo se cerraba la puerta y entonces dijo:

—¿Cuánto?

—Usted no quiere comprar nada.

Se quitó la toalla de la cabeza, la tiró a un lado y se incorporó lentamente. Apoyó en la alfombra sus zapatos de cuero granulado hechos a medida y se pasó una mano por la frente. Parecía cansado, pero no resacoso. Sacó de alguna parte otro cigarrillo, lo encendió y miró malhumorado el suelo a través del humo.

—Continúe —dijo.

—No sé por qué se ha molestado en montarme este numerito —le dije—. Pero le supongo lo bastante inteligente como para saber que no se puede comprar una cosa y pensar que ya la tienes comprada para siempre.

Ballou recogió la foto que Spink había dejado a su alcance en una mesa baja y larga. Extendió una mano indolente.

—Sin duda, el trozo que falta debe ser la clave del enigma —dijo.

Saqué el sobre de mi bolsillo y le di el trozo cortado. Le miré juntar los dos pedazos.

—Con una lupa se puede leer el titular —precisé.

—Hay una en mi escritorio, si es tan amable…

Fui a su escritorio a por la lupa.

—Está acostumbrado a hacerse servir, ¿eh, señor Ballou?

—Pago por ello.

Examinó la fotografía a través de la lupa y suspiró.

—Me parece que vi ese combate. Deberían cuidar más a estos chicos.

—Como hace usted con sus clientes —dije yo.

Dejó la lupa y se echó hacia atrás, mirándome con ojos fríos y despreocupados:

—Éste es el dueño del club Los Bailarines. Se llama Steelgrave. Y la chica es cliente mía, claro. —Hizo un vago gesto en dirección a un sillón. Me senté en él—. ¿Qué pensaba pedir, señor Marlowe?

—¿Por qué?

—Por todas las copias y el negativo. El lote completo.

—Diez de los grandes —dije mirándole la boca.

La boca sonrió, con una sonrisa bastante agradable.

—Hará falta un poco más de explicación, ¿no cree? Yo no veo más que dos personas comiendo en un lugar público. Nada especialmente desastroso para la reputación de mi cliente. Y supongo que eso es lo que usted había pensado.

Sonreí.

—Usted no puede comprar nada, señor Ballou. Siempre puedo hacer un positivo del negativo y otro negativo del positivo. Si esa foto es una prueba de algo, jamás podrá estar seguro de haberla suprimido.

—Para ser un chantajista, habla como si no le interesara mucho vender su artículo —dijo, sin dejar de sonreír.

—Siempre me he preguntado por qué la gente paga a los chantajistas. No se les puede comprar nada. Y sin embargo, la gente paga, una vez, y otra, y otra. Y al final, están igual que cuando empezaron.

—El miedo de hoy —dijo Ballou— siempre supera al miedo de mañana. Un axioma básico de los efectos dramáticos dice que la parte es mayor que el todo. Si uno ve en la pantalla a una estrella guapísima en una situación de grave peligro, teme por ella con una parte de la mente, la parte emocional. Y eso a pesar de que la mente racional sabe que, siendo la estrella de la película, no puede ocurrirle nada muy malo. Si el suspense y la amenaza no fueran más fuertes que la razón, el drama no tendría mucho futuro.

—Creo que ésa es una gran verdad —dije, esparciendo el humo de mi Camel.

Sus ojos se estrecharon un poco.

—En cuanto a lo de poder comprar algo de verdad, si yo le pagara un buen precio y no obtuviera lo que he comprado, haría que se encargaran de usted. Le dejarían hecho papilla. Y si al salir del hospital todavía se sintiera agresivo, siempre podría intentar que me detuvieran.

—Ya me ha ocurrido —dije—. Soy detective privado. Sé lo que quiere decir. ¿Por qué me lo cuenta?

Se echó a reír. Tenía una risa cálida, agradable, que no le costaba esfuerzo.

—Soy agente, hijo. Siempre tiendo a pensar que los traficantes se guardan algo en la manga. Pero de diez mil, ni hablar. Ella no los tiene. De momento no gana más que mil dólares a la semana. Sin embargo, reconozco que le falta muy poco para sacar pasta de la gorda.

—Y esto la cortaría en seco —dije señalando la foto—. Nada de pasta gansa, nada de piscinas con luces bajo el agua, nada de visones plateados, nada de anuncios de neón con su nombre. Todo volaría como puro polvo.

Soltó una risa desdeñosa.

—Entonces, ¿le parece bien que les enseñe esto a los polis del centro? —dije.

Dejó de reír. Sus ojos se achicaron. Preguntó con mucha calma:

—¿Por qué habría de interesarles?

Me levanté.

—Me parece que no vamos a entendernos, señor Ballou. Y usted es una persona muy ocupada. Así que me marcho.

Se levantó y se estiró hasta la totalidad de su metro noventa. Era un buen pedazo de hombre. Se me acercó y se quedó parado muy cerca de mí. Sus ojos castaños tenían pintitas doradas.

—Veamos quién es usted, amigo.

Extendió la mano. Deposité en ella mi cartera abierta. Miró la fotocopia de mi licencia, sacó de la cartera algunas cosas más y las miró por encima. Me la devolvió.

—¿Qué pasaría si usted le enseñara su foto a la poli?

—Primero tendría que relacionarla con algo que están investigando. Algo que ocurrió en el hotel Van Nuys ayer por la tarde. La conexión sería la chica. Ella no quiere hablar conmigo, y por eso vengo a hablar con usted.

—Me lo contó anoche —suspiró.

—¿Cuánto le contó? —pregunté.

—Que un detective privado llamado Marlowe había intentado obligarla a contratarle, alegando que la habían visto en un hotel del centro que estaba inconvenientemente cerca del lugar donde se había cometido un crimen.

—¿Cómo de cerca? —insistí yo.

—Eso no lo dijo.

—Y un cuerno no se lo dijo.

Se apartó de mí, dirigiéndose a un jarrón cilíndrico y alargado que había en un rincón, lleno de bastones de rota cortos y finos. Sacó uno de los bastones y se puso a caminar de un lado a otro sobre la alfombra, balanceando hábilmente el bastón detrás de su pie derecho.

Me senté de nuevo, apagué mi cigarrillo y respiré hondo.

—Esto sólo podría ocurrir en Hollywood —gruñí.

Ballou dio media vuelta con gran soltura y me miró.

—¿A qué se refiere?

—A que un hombre aparentemente cuerdo ande de un lado a otro de la casa con andares de Piccadilly y un bastoncito en la mano.

Asintió.

—Este vicio me lo pegó un productor de la MGM. Un tipo encantador, o por lo menos eso me han dicho. —Se detuvo y me apuntó con el bastón—. Usted me hace mucha gracia, Marlowe. De verdad. Es tan transparente. Pretende utilizarme como pértiga para salir de un lío en el que se ha metido.

—Hay algo de verdad en eso. Pero el lío en el que estoy metido yo no es nada en comparación con el lío en el que se habría metido su cliente si yo no hubiera hecho lo que hice, que fue lo que me metió en este lío.

Se quedó inmóvil un momento. Luego arrojó el bastón a lo lejos, se acercó a un mueblebar y lo abrió en dos mitades. Vertió algo en dos vasos anchos y se acercó a mí para ofrecerme uno. A continuación, volvió por el suyo y se sentó en el sofá, con el vaso en la mano.

—Armagnac —dijo—. Si me conociera, se daría cuenta de que es un cumplido. Este material escasea mucho. Los boches se han quedado con casi todo, y nuestros generales han arramblado con el resto. Brindo por usted.

Levantó el vaso, lo olfateó y bebió un sorbito. Yo me sacudí el mío de un trago. Sabía a coñac francés del bueno.

Ballou se mostró escandalizado.

—Dios mío, esto se bebe a sorbitos, no se traga de una vez.

—Lo siento, yo me lo trago de una vez —dije—. ¿Le dijo ella también que si alguien no me callaba la boca se iba a ver metida en un buen lío?

Asintió.

—¿Sugirió alguna manera de callarme la boca?

—Me dio la impresión de que era partidaria de hacerlo con algún tipo de instrumento contundente. Yo opté por un término medio entre la amenaza y el soborno. En esta misma calle tenemos un equipo especializado en proteger a la gente del cine. Pero, por lo visto, ni le asustaron ni el soborno fue suficiente.

—Me asustaron bastante —le dije—. A punto estuve de liarme a tiros con mi Luger. Ese yonqui de la 45 hace un número impresionante. Y respecto a eso de que el dinero no era suficiente… todo es cuestión de la manera en que se ofrece.

Bebió unos sorbos más de su Armagnac. Señaló la fotografía que tenía delante, con las dos partes juntas.

—Estábamos en que usted iba a enseñar esto a la poli. ¿Y entonces qué pasa?

—Creo que no habíamos llegado todavía a eso. Nos habíamos quedado en por qué ella le encargó esto a usted, en lugar de a su novio. Él llegaba justo cuando yo me iba. Tenía llave propia.

—Por lo visto, no lo hizo y ya está.

Frunció el ceño y miró su Armagnac.

—Eso me gusta —dije—, pero aún me gustaría más si él no tuviera la llave de su apartamento.

Levantó la mirada con aire triste.

—También a mí. Estamos de acuerdo. Pero la farándula siempre ha sido así. Si los actores no llevaran una vida intensa y bastante desordenada, si no se dejaran arrastrar tanto por sus emociones… bueno, no serían capaces de coger esas emociones al vuelo e imprimirlas en unos metros de celuloide o proyectarlas a través de las candilejas.

—Yo no hablo de su vida amorosa —dije—. Nadie la obliga a compartir cama con un gánster.

—No hay pruebas de eso, Marlowe.

Señalé la foto.

—El tipo que sacó esta foto ha desaparecido y no se le encuentra. Seguramente está muerto. Otros dos hombres que vivieron en la misma dirección han muerto también. Uno de ellos estaba intentando vender estas fotos justo antes de que lo mataran. Ella fue en persona al hotel para hacer la transacción. Y el que lo mató también. Pero ni ella ni el asesino consiguieron la mercancía. No sabían dónde buscar.

—¿Y usted sí?

—Tuve suerte. Yo ya le había visto sin peluquín. Nada de esto constituye lo que yo llamo una prueba. Se podría elaborar un argumento en contra. ¿Para qué molestarse? Dos hombres han sido asesinados, tal vez tres. Ella corrió un riesgo enorme. ¿Por qué? Porque quería esa foto. Por conseguirla valía la pena correr todo ese riesgo. ¿Y por qué, vuelvo a decir? Son sólo dos personas comiendo un día concreto. El día en que mataron a tiros a Moe Stein en la avenida Franklin. El día en que un tal Steelgrave estaba entre rejas porque la poli recibió el chivatazo de que era un gánster de Cleveland llamado Weepy Moyer. Eso dicen los papeles. Pero la foto dice que ese día estaba fuera de la cárcel. Y al decir eso sobre él en ese día concreto, dice también quién es. Y ella lo sabe. Y a pesar de todo, él tiene la llave de su apartamento.

Hice una pausa y durante un rato nos miramos fijamente uno a otro. Proseguí:

—En realidad, usted no quiere que esta foto caiga en manos de la poli, ¿verdad? Salga lo que salga, a ella la crucificarían. Y cuando todo haya acabado, a nadie le importará un pepino si Steelgrave era Weepy Moyer, si Moyer mató a Stein, o si le hizo matar, o si resulta que estaba preso el día en que lo mataron. Si se sale con la suya, siempre habrá un montón de gente que piense que todo estaba amañado. En cambio, ella no tiene escapatoria. A los ojos del público es la chica de un gánster. Y en lo que respecta a su negocio, está completa y definitivamente acabada.

Ballou permaneció en silencio unos momentos, mirándome sin expresión.

—¿Qué es exactamente lo que quiere usted? —ahora su voz era suave y amarga.

—Lo que le pedí a ella y ella no me dio. Algo que certifique que yo actuaba en su nombre hasta un punto en el que decidí que ya no podía ir más lejos.

—¿Eliminando pruebas? —preguntó en tono tenso.

—Si es que es una prueba. La policía no podría descubrirlo sin manchar la reputación de la señorita Weld. Tal vez yo sí pueda. Ellos no se molestarían en intentarlo, porque les da lo mismo. Yo lo haría.

—¿Por qué?

—Digamos que así es como me gano la vida. Podría tener otros motivos, pero con ése basta.

—¿Cuál es su precio?

—Anoche me lo hizo llegar. Entonces no lo acepté. Ahora lo acepto. Con un papel firmado en el que contrata mis servicios para investigar un intento de chantaje a una de sus clientes.

Me levanté con el vaso vacío en la mano y fui a dejarlo sobre el escritorio. Al inclinarme oí un suave zumbido.

Pasé al otro lado del escritorio y abrí un cajón de golpe. Dentro había un magnetofón en un estante articulado. El motor estaba en marcha y la fina cinta metálica giraba uniformemente de un carrete al otro. Miré a Ballou por encima del escritorio.

—Puede apagarlo y llevarse la cinta —dijo—. No puede reprocharme que lo utilizara.

Accioné el mando para rebobinar y la cinta empezó a girar en sentido contrario, ganando velocidad hasta que llegó un momento en que no se la veía. Emitía una especie de chirrido que parecía el ruido de dos mariquitas peleándose por una blusa de seda. La cinta acabó por soltarse y el aparato se detuvo. Saqué el rollo y me lo guardé en el bolsillo.

—Es posible que tenga otra —dije—, pero tendré que correr ese riesgo.

—Parece muy seguro de sí mismo, Marlowe.

—Ojalá fuera así.

—¿Quiere apretar el botón que está en el extremo de la mesa?

Lo apreté. Las puertas de cristal negro se abrieron y entró una chica morena con un bloc de taquimecanógrafa.

Ballou empezó a dictar sin mirarla.

—Carta dirigida al señor Philip Marlowe, con su dirección. Estimado señor Marlowe: Por la presente, esta agencia le contrata para investigar un intento de chantaje a uno de mis clientes, cuyos detalles se le han explicado verbalmente. Sus honorarios son cien dólares diarios con un anticipo de quinientos, de los que se acusa recibo en la copia de esta carta, etc, etc. Eso es todo, Eileen. Ahora mismo, por favor.

Le di mi dirección a la chica y ella salió.

Saqué del bolsillo el rollo de cinta y lo volví a meter en el cajón. Ballou cruzó las piernas e hizo bailar la reluciente punta de su zapato, mirándosela. Se pasó la mano por sus rizados cabellos negros.

—Un día de éstos —me dijo— voy a cometer el error que un hombre de mi oficio teme por encima de todos los demás errores. Acabaré haciendo negocios con un tipo del que pueda fiarme y voy a ser tan condenadamente listo que no me fiaré de él. Tenga, es mejor que se lleve esto.

Me dio los dos trozos de la fotografía.

Me marché cinco minutos después. Las puertas de cristal se abrieron cuando me acerqué a un metro de ellas. Pasé ante las dos secretarias y recorrí el pasillo donde estaba el despacho de Spink, con la puerta abierta. No salía ningún sonido, pero se olía el humo de su cigarro. En la recepción me pareció que seguían estando exactamente las mismas personas, sentadas en los sillones de zaraza. La señorita Helen Grady me dedicó su sonrisa de los sábados por la noche. La señorita Vane me miraba con ojos radiantes.

Había estado cuarenta minutos con el jefe. Aquello me convertía en algo tan asombroso como el mapa anatómico de un quiropráctico.

Todo Marlowe
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