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Eran más o menos las diez y media cuando la orquestina mexicana que lucía llamativas fajas amarillas se cansó de interpretar en voz baja una rumba excesivamente americanizada con la que nadie bailaba. El músico que tocaba los tambores hechos con calabazas se frotó las puntas de los dedos como si le dolieran y, casi con el mismo movimiento, se puso un pitillo en la boca. Los otros cuatro, agachándose simultáneamente con un gesto que pareció cronometrado, sacaron de debajo de las sillas vasos de los que —con chasquidos de lengua y un brillo repentino en los ojos— procedieron a beber. Tequila, parecía decir su actitud. Probablemente se trataba de agua mineral. La simulación era tan innecesaria como la música. Nadie los estaba mirando.
La habitación fue en otro tiempo sala de baile y Eddie Mars sólo la había cambiado hasta donde lo exigían las necesidades de su negocio. Nada de cromados, nada de luces indirectas desde detrás de cornisas angulares, nada de cuadros hechos con vidrio fundido, ni sillas de cuero de colores violentos y armazón de tubos de metal reluciente, nada del circo pseudomodernista del típico antro nocturno de Hollywood. La luz procedía de pesadas arañas de cristal y los paneles de damasco rosa de las paredes eran todavía del damasco rosa original —un poco desvaído por el tiempo u oscurecido por el polvo— que se colocara hacía mucho tiempo para combinarlo con el suelo de parqué, del que únicamente quedaba al descubierto un pequeño espacio, tan pulido como cristal, delante de la orquestina mexicana. El resto lo cubría una pesada moqueta de color rosa oscuro que debía de haber costado mucho dinero. Formaban el parqué una docena de maderas nobles diferentes, desde la teca de Birmania hasta la palidez del lilo silvestre de las colinas de California, pasando por media docena de tonalidades de roble y madera rojiza que parecía caoba, todas mezcladas en complicados dibujos de regularidad matemática.
Seguía siendo un hermoso salón aunque ahora se jugase a la ruleta en lugar de bailar reposadamente a la antigua usanza. Junto a la pared más alejada había tres mesas. Una barandilla baja de bronce las separaba del resto del salón y formaba una valla alrededor de los crupieres. Las tres mesas funcionaban, pero la gente se amontonaba en la del centro. Desde mi posición al otro lado de la sala, donde estaba apoyado contra la barra y daba vueltas sobre el mostrador de caoba a un vasito de ron, veía los cabellos oscuros de Vivian Regan muy cerca de la mesa.
El barman se inclinó hacia mí, contemplando el grupo de gente bien vestida de la mesa central.
—Hoy se lo lleva todo, no falla ni una —dijo—. Esa tipa alta y morena.
—¿Quién es?
—No sé cómo se llama. Pero viene mucho.
—No me creo que no sepa cómo se llama.
—Sólo trabajo aquí, caballero —me respondió sin enfadarse—. Además se ha quedado sola. El individuo que la acompañaba se desmayó y lo sacaron hasta su coche.
—La llevaré a casa —dije.
—No creo que pueda. Pero le deseo buena suerte de todos modos. ¿Quiere que le rebaje el ron o le gusta como está?
—Me gusta como está, dentro de que no me gusta demasiado —dije.
—Yo preferiría irme antes que beber esa medicina contra la difteria —dijo él.
El grupo compacto se abrió para dar paso a dos individuos vestidos de etiqueta y tuve ocasión de ver la nuca y los hombros descubiertos de la señora Regan. Llevaba un vestido escotado de terciopelo de color verde apagado que parecía demasiado de vestir para aquel momento. La multitud se volvió a cerrar ocultándolo todo excepto su cabeza morena. Los dos hombres cruzaron la sala, se apoyaron contra el bar y pidieron whiskis con soda. Uno de ellos tenía el rostro encendido y estaba entusiasmado y para secarse el sudor utilizó un pañuelo con una orla negra. Las dobles tiras de satén a los lados de su pantalón eran tan anchas como huellas de neumáticos.
—Chico, no he visto nunca una serie como ésa —dijo con voz llena de nerviosismo—. Ocho aciertos y dos empates seguidos con el rojo. Eso es la ruleta, muchacho, precisamente eso.
—Me pone a cien —dijo el otro—. Está apostando un billete grande cada vez. No puede perder. —Se aplicaron a beberse lo que habían pedido y regresaron junto a la mesa.
—Los que no se juegan nada siempre tan sabios —dijo el barman—. Mil dólares cada vez, vaya. Una vez, en La Habana, vi a un viejo con cara de caballo…
El ruido se hizo más intenso en la mesa central y una voz extranjera, bien modulada, se alzó para decir:
—Tenga la amabilidad de esperar unos instantes, señora. La mesa no puede igualar su apuesta. El señor Mars estará aquí dentro de un momento.
Dejé el ron y atravesé la sala. La orquestina empezó a tocar un tango con más fuerza de la necesaria. Nadie bailaba ni tenía intención de hacerlo. Avancé entre diversas personas vestidas con esmoquin, o totalmente de etiqueta, o con ropa deportiva o traje de calle, reunidas alrededor de la última mesa de la izquierda. Nadie jugaba ya. Detrás, dos crupieres, con las cabezas juntas, miraban de reojo. Uno movía el rastrillo adelante y atrás sin objeto alguno. Los dos estaban pendientes de Vivían Regan.
A la hija del general Sternwood le temblaban las pestañas y su rostro estaba increíblemente pálido. Se hallaba en la mesa central, frente a la rueda de la ruleta. Tenía delante un desordenado montón de dinero y de fichas que parecía ser una cantidad importante.
—Me gustaría saber qué clase de local es éste —le dijo al crupier con tono insolente, frío y malhumorado—. Póngase a trabajar y hágale dar vueltas a la rueda, larguirucho. Quiero jugar una vez más y apostar todo lo que hay en la mesa. Ya me he fijado en lo deprisa que recoge el dinero cuando perdemos los demás, pero si se trata de pagar, lloriquea.
El crupier le respondió con una sonrisa fría y cortés, muchas veces utilizada contra miles de pelmazos y millones de tontos. Reforzado por su estatura, su comportamiento indiferente resultaba impecable.
—La mesa no puede igualar su apuesta, señora. Tiene usted más de dieciséis mil dólares.
—Es dinero suyo —se burló Vivian—. ¿No quiere recuperarlo?
Un individuo que estaba a su lado trató de decirle algo. Ella se volvió con rabia y le soltó algo que le sonrojó y le obligó a desaparecer entre los espectadores. En el extremo más distante del espacio acotado por la barandilla de bronce se abrió una puerta, en la pared tapizada de damasco, por la que salió Eddie Mars con una estudiada sonrisa indiferente y las manos en los bolsillos del esmoquin, a excepción de los pulgares, con sus uñas relucientes. Parecía gustarle aquella pose. Avanzó por detrás de los crupieres y se detuvo en la esquina de la mesa central. Habló con tranquilidad casi indolente y de manera menos cortés que su subordinado.
—¿Algún problema, señora Regan?
La hija del general volvió el rostro en su dirección como si se dispusiera a arremeter contra él. Vi cómo se tensaba la curva de su mejilla, resultado de una tirantez interior casi insoportable. No le contestó.
—Si no va a jugar más —dijo Eddie Mars con tono más serio—, tendrá que permitirme que busque a una persona para acompañarla a casa.
La muchacha se ruborizó, aunque sin perder la palidez de los pómulos. Luego rió desafinadamente.
—Una apuesta más, Eddie —dijo con tono glacial—. Lo he colocado todo al rojo. Me gusta el rojo. Es el color de la sangre.
Eddie Mars esbozó una sonrisa, hizo un gesto de asentimiento, metió la mano en el bolsillo interior del pecho y extrajo un voluminoso billetero de piel de foca con cantos dorados que lanzó descuidadamente a lo largo de la mesa en dirección al crupier.
—Iguale su apuesta con billetes de mil —dijo—, si nadie se opone a que este juego sea sólo para la señora.
Nadie se opuso. Vivian Regan se inclinó y, casi con ferocidad y con las dos manos, empujó todas sus ganancias hasta colocarlas sobre el gran rombo rojo del tapete.
El crupier se inclinó sin prisa sobre la mesa. Contó y apiló el dinero y las fichas de la señora Regan, hasta colocarlo todo, menos una pequeña cantidad, en un montón muy pulcro; luego, con el rastrillo, sacó el resto del tapete. A continuación abrió el billetero de Eddie Mars y extrajo dos paquetes con billetes de mil dólares. Rompió uno, contó seis billetes, los añadió al otro paquete intacto, puso los cuatro restantes que habían quedado sueltos en el billetero, que a continuación procedió a apartar tan descuidadamente como si se tratara de una caja de cerillas. Eddie Mars no tocó el billetero. Nadie se movió a excepción del crupier, que hizo girar la rueda con la mano izquierda y lanzó la bola de marfil por el borde superior con un tranquilo movimiento de muñeca. Luego retiró las manos y cruzó los brazos.
Los labios de Vivian se separaron lentamente hasta que sus dientes reflejaron la luz y brillaron como cuchillos. La bola se deslizó perezosamente pendiente abajo y rebotó en los resaltes cromados por encima de los números. Después de mucho tiempo, pero con una trayectoria final muy rápida, cayó definitivamente con un seco clic. La rueda perdió velocidad, llevándose la bola consigo. El crupier no extendió los brazos hasta que la rueda se detuvo por completo.
—El rojo gana —dijo ceremoniosamente, sin interés. La bolita de marfil descansaba sobre el 25 rojo, el tercer número desde el doble cero. Vivian Regan echó la cabeza hacia atrás y rió triunfalmente.
El crupier alzó el rastrillo, empujó lentamente el montón de billetes de mil dólares, los añadió a la apuesta, y lo empujó todo con la misma lentitud hasta sacarlo de la zona de juego.
Eddie Mars sonrió, se guardó el billetero en el bolsillo, giró en redondo y desapareció por la puerta de la pared del fondo.
Una docena de personas respiró simultáneamente y se dirigió hacia el bar. Me puse en movimiento con ellos y llegué al otro extremo del salón antes de que Vivian hubiera recogido sus ganancias y se diera la vuelta para separarse de la mesa. Pasé al amplio vestíbulo tranquilo, recogí el sombrero y el abrigo de manos de la encargada del guardarropa, dejé una moneda de veinticinco centavos en la bandeja y salí al porche. El portero se me acercó y dijo:
—¿Desea que le traiga el coche?
—Sólo voy a dar un paseo —le respondí.
Las volutas a lo largo del borde del porche estaban humedecidas por la niebla, una niebla que goteaba de los cipreses de Monterrey, que se perdían en la nada en dirección al acantilado suspendido sobre el océano. No se veía más allá de tres o cuatro metros en cualquier dirección. Bajé los escalones del porche y me perdí entre los árboles, siguiendo un sendero apenas marcado hasta que oí el ruido de la marea lamiendo la niebla, muy abajo, al pie del acantilado. No brillaba ninguna luz. Desde cualquier sitio se veía una docena de árboles con claridad, otra docena de manera muy borrosa y luego nada en absoluto, a excepción de la niebla. Di la vuelta hacia la izquierda y retomé la senda de grava que rodeaba los establos donde se estacionaban los coches. Cuando empecé a distinguir la silueta de la casa me detuve. Por delante de mí había oído toser a alguien.
Mis pasos no habían hecho el menor ruido sobre el suave césped húmedo. La misma persona volvió a toser y luego sofocó la tos con un pañuelo o una manga. Mientras estaba así ocupado me acerqué más y pude distinguirlo ya, una vaga sombra cerca del sendero. Algo me hizo esconderme detrás de un árbol y agacharme. El individuo de las toses volvió la cabeza. Su rostro debería de habérseme presentado como una mancha blanca. Pero no fue así. Vi una mancha oscura. Llevaba la cara cubierta por una máscara.
Esperé detrás del árbol.