27

Caminé sin hacer ruido hasta el garaje y traté de abrir una de las dos grandes puertas. No tenían picaportes, o sea que debía haber algún botón para abrirlas. Alumbré el marco con una linternita en forma de lápiz, pero ningún botón me devolvió la mirada.

Dejé el garaje y me acerqué con sigilo a los cubos de basura. Unos escalones de madera llevaban a una puerta de servicio. No había esperado que dejaran la puerta sin cerrar para facilitarme las cosas. Debajo del porche había otra puerta. Ésta sí que estaba sin cerrar, y daba a unas tinieblas con olor a haces de leña de eucalipto. Entré, cerré la puerta y encendí de nuevo la linternita. En un rincón había otra escalera, con una especie de montaplatos a un lado. No respondió a mis esfuerzos. Empecé a subir los escalones.

En algún lugar lejano sonó un timbrazo. Me detuve. El timbre se detuvo también. Me puse de nuevo en marcha. El timbre no. Llegué a otra puerta sin picaporte, a ras de la escalera. Otro mecanismo ingenioso.

Pero esta vez encontré el mando. Era una placa ovalada móvil, instalada en el marco de la puerta, que había sido tocada por infinitas manos sucias. La apreté y la cerradura se abrió con un chasquido. Empujé la puerta con la ternura de un médico recién licenciado que trae al mundo a su primer bebé.

Al otro lado había un pasillo. A través de las ventanas cerradas, la luz de la luna iluminaba la blanca esquina de una cocina eléctrica con la plancha niquelada. La cocina era lo bastante grande como para dar clases de danza en ella. Un arco sin puerta daba a una despensa alicatada hasta el techo. Un fregadero, una enorme nevera empotrada en la pared, un montón de aparatos eléctricos para preparar bebidas sin mover un dedo. Uno escoge su veneno, aprieta un botón, y cuatro días más tarde se levanta en la mesa de masajes de un centro de rehabilitación.

Al otro lado de la despensa había una puerta de batientes. Al otro lado de la puerta de batientes, un comedor oscuro que se continuaba en un salón acristalado, en el que la luz de la luna se derramaba como el agua por las esclusas de una presa.

Un vestíbulo alfombrado conducía a alguna parte. Detrás de otro arco, una escalera voladiza ascendía hacia nuevas tinieblas, en las que se advertían algunos brillos que podrían ser de ladrillos de vidrio y acero inoxidable.

Al fin llegué a lo que debía de ser el cuarto de estar. Tenía cortinas y estaba muy oscuro, pero daba la sensación de ser muy grande. Las tinieblas eran opresivas, y mi nariz se crispó al captar un resto de olor que indicaba que alguien había estado allí no hacía mucho. Dejé de respirar y agucé el oído. Podía haber tigres acechándome en la oscuridad. O tíos con pistolones, que aguardaban respirando por la boca para no hacer ruido. O nada de nada, aparte de un exceso de imaginación mal empleada.

Caminé de lado hasta la pared y la palpé en busca de un interruptor de la luz. Siempre hay un interruptor de la luz. Todo el mundo tiene interruptores. Por lo general, a la derecha, según se entra. Entras en una habitación y quieres luz; pues muy bien, tienes un interruptor en un sitio normal, a una altura normal. Esta habitación no lo tenía. Esta casa era diferente. Aquí tenían manías muy raras en lo referente a las puertas y las luces. Seguro que esta vez el truco era algo verdaderamente ingenioso, como cantar un la seguido de un do sostenido, o pisar un botón plano escondido bajo la alfombra, aunque puede que bastara con decir en voz alta «Hágase la luz»: entonces un micrófono recogería tu voz y transformaría las vibraciones sonoras en impulsos eléctricos de baja intensidad, que luego un transformador amplificaría hasta alcanzar el voltaje suficiente para accionar un interruptor de mercurio totalmente silencioso.

Aquella noche me sentía clarividente. Era un tipo que buscaba compañía en un lugar oscuro y estaba dispuesto a pagar un alto precio por ella. La Luger que llevaba en el sobaco y la 32 que tenía en la mano me convertían en un tipo duro de pelar. Marlowe Dos Pistolas, el terror de la Quebrada del Cianuro.

Me quité las arrugas de los labios y dije en voz alta:

—¡Ah de la casa! ¿Alguien ha pedido un detective?

Nadie me contestó, ni siquiera el suplente del eco. El sonido de mi voz cayó en el silencio, como una cabeza cansada sobre una almohada de plumas.

Y entonces, una luz ámbar empezó a surgir por detrás de la cornisa que daba la vuelta a la inmensa habitación. Se fue haciendo más brillante poco a poco, como si estuviera controlada por una mesa de luces de teatro. Las ventanas estaban tapadas por pesados cortinajes de color albaricoque.

También las paredes eran de color albaricoque. Al fondo, a un lado, había un bar, un agradable rinconcito que llegaba hasta la despensa. Había también un gabinete con mesitas y asientos acolchados. Había lámparas de pie, mullidos sillones, sofás de dos plazas y toda la parafernalia habitual de una sala de estar, y en medio de la sala había mesas largas cubiertas con telas.

Después de todo, los chicos de la barrera no andaban descaminados. Pero el garito estaba desierto. La habitación estaba vacía de vida. Casi vacía. No del todo vacía.

Una rubia con un abrigo de pieles de color cacao claro estaba de pie, apoyada en el costado de un butacón. Tenía las manos metidas en los bolsillos del abrigo. El pelo estaba ahuecado como al descuido y su cara no estaba blanca como el yeso, pero sólo porque la luz no era blanca.

—Hola otra vez —dijo con voz apagada—. Sigo pensando que llega demasiado tarde.

—¿Demasiado tarde para qué?

Me acerqué a ella, un movimiento que siempre era un placer. Incluso en aquel momento, incluso en aquella casa tan excesivamente silenciosa.

—Es usted listo —dijo—. No pensé que fuera tan listo. Ha encontrado la manera de entrar. Es…

La voz se le ahogó en la garganta y se apagó.

—Necesito un trago —dijo tras de una opresiva pausa—. Si no, creo que me voy a desmayar.

—Vaya abrigo bonito —dije.

Ya estaba muy cerca de ella. Extendí la mano y toqué el abrigo. Ella no se movió. Su boca sí que se movía, temblando.

—Garduña —dijo—. Cuarenta mil dólares. Es alquilado. Para la película.

—¿Esto también forma parte de la película?

Hice un gesto que abarcaba la habitación.

—Ésta es la película que acaba con todas las películas, al menos para mí. Yo… necesito ese trago. Si intento andar…

La clara voz se difuminó en la nada. Sus párpados aleteaban arriba y abajo.

—Adelante, desmáyese —le dije—. Yo la cogeré al primer rebote.

Una sonrisa luchó para hacer que la cara sonriera. Apretó los labios, haciendo grandes esfuerzos para mantenerse en pie.

—¿Por qué llego demasiado tarde? —pregunté—. ¿Demasiado tarde para qué?

—Demasiado tarde para que le peguen un tiro.

—¡Vaya por Dios! Y yo que llevaba toda la noche esperando ese momento. Me ha traído aquí la señorita Gonzales.

—Ya lo sé.

Volví a extender la mano para acariciar la piel. Da gusto tocar cuarenta mil dólares, aunque sean alquilados.

—Dolores estará muy decepcionada —dijo; su boca tenía un reborde blanco.

—No.

—Le ha conducido al matadero, como hizo con Stein.

—Puede que se propusiera hacer eso. Pero luego cambió de parecer.

Se echó a reír. Era una risita tonta, engolada, como la de un niño que quiere darse importancia en una merienda infantil.

—Vaya éxito que tiene con las mujeres —susurró—. ¿Cómo demonios lo haces, monada? ¿Con cigarrillos de droga? No puede ser por su elegancia, ni por su dinero, ni por su personalidad. No tiene ninguna de esas cosas. No es muy joven ni tampoco muy guapo. Ya dejó atrás sus mejores tiempos y…

Su voz se había ido acelerando más y más, como un motor con el regulador roto. Al final le castañeteaban los dientes. Cuando paró, dejó escapar un suspiro de agotamiento que se perdió en el silencio, se le aflojaron las rodillas y cayó directamente en mis brazos.

Si era un truco, funcionó a la perfección. Ya podía yo tener mis nueve bolsillos repletos de pistolas, que me habrían sido tan útiles como nueve velitas rosas en un pastel de cumpleaños.

Pero no ocurrió nada. No aparecieron tipos patibularios apuntándome con automáticas, ni un Steelgrave sonriéndome con esa sonrisilla seca y distante del asesino. No se oyeron pasos sigilosos detrás de mí.

Quedó colgando en mis brazos, tan fláccida como una servilleta de papel mojada. No pesaba tanto como Orrin Quest, porque estaba menos muerta, pero sí lo suficiente como para que me dolieran los tendones de las rodillas. Cuando aparté su cabeza de mi pecho, vi que tenía los ojos cerrados. Su respiración era imperceptible, y los labios entreabiertos tenían ese característico tono azulado.

Pasé mi brazo derecho por debajo de sus rodillas, la llevé hasta un diván dorado y la acosté en él. Me incorporé y me dirigí al bar. Había un teléfono en la esquina de la barra, pero no pude encontrar una manera de pasar al otro lado, donde las botellas. Así que tuve que saltar por encima. Escogí una botella que me pareció interesante, con etiqueta azul y plata y cinco estrellas en la etiqueta. El corcho estaba aflojado. Escancié un brandy oscuro y picante en un vaso que no era el adecuado y volví a saltar por encima de la barra, llevándome la botella.

Ella estaba tendida como yo la había dejado, pero ahora tenía los ojos abiertos.

—¿Puede sostener un vaso?

Podía, si la ayudaban un poco. Se bebió el brandy y apretó con fuerza el borde del vaso contra los labios, como para mantenerlos quietos. Vi cómo respiraba dentro del vaso y lo empañaba. Una sonrisa se formó poco a poco en su boca.

—Hace frío esta noche —dijo.

Pasó las piernas por el borde del diván y apoyó los pies en el suelo.

—Más —dijo, extendiendo hacia mí el vaso. Se lo llené—. ¿Y el suyo?

—Yo no bebo. Ya tengo las emociones bastante alteradas sin necesidad de beber.

El segundo vaso la hizo estremecerse. Pero el color azul había desaparecido de su boca, y sus labios ya no brillaban como semáforos en rojo, y las amiguitas de las comisuras de los ojos ya no estaban en relieve.

—¿Qué es lo que le altera las emociones?

—Oh, un montón de mujeres que no paran de colgarse de mi cuello y desmayarse en mis brazos, hacerse besar y cosas por el estilo. Han sido dos días demasiado agitados para un pobre sabueso hecho polvo que no tiene ni yate.

—No tiene yate —dijo—. Yo no lo soportaría. Me crié en medio de lujos.

—Ya —dije yo—. Nació con un Cadillac en la boca. Y seguro que adivino dónde.

Sus ojos se estrecharon.

—¿Sería capaz?

—No creerá que es un secreto de Estado, ¿verdad?

—Yo… yo… —Se interrumpió e hizo un gesto de indefensión—. No recuerdo mis frases esta noche.

—Es el diálogo en tecnicolor —dije—. Se te queda congelado.

—¿No estamos hablando como un par de chiflados?

—Podemos ponernos cuerdos. ¿Dónde está Steelgrave?

Se limitó a mirarme. Extendió el vaso vacío y yo lo cogí y lo dejé en cualquier parte, sin apartar mi vista de ella. Ella tampoco me quitaba los ojos de encima. Pareció que transcurría un largo minuto.

—Estaba aquí —dijo por fin, tan despacio que parecía que iba inventando las palabras una a una—. ¿Me da un cigarrillo?

—Tengo el estanco abierto —dije.

Saqué un par de cigarrillos, me los metí en la boca y los encendí. Me incliné hacia delante e introduje uno entre sus labios de rubí.

—Es lo más hortera que he visto —dijo ella—. Con la posible excepción de hacerse caricias con las pestañas.

—El sexo es una cosa maravillosa —dije—. Sobre todo, cuando uno no quiere responder preguntas.

Aspiró un poco de humo, parpadeó y levantó la mano para recolocarse el cigarrillo. Después de tantos años, todavía no he aprendido a ponerle a una chica un cigarrillo en la parte de la boca que a ella le gusta.

Sacudió la cabeza, agitando los suaves cabellos que le caían alrededor de las mejillas, y me miró para ver si me había hecho mucho efecto. Toda la palidez había desaparecido. Había un poco de rubor en sus mejillas. Pero detrás de los ojos había cosas escondidas, que aguardaban su momento.

—Es usted bastante simpático —dijo, en vista de que yo no hacía nada sensacional—. Para ser la clase de hombre que es.

Aquello también lo encajé bastante bien.

—Aunque, en realidad, no sé qué clase de hombre es, ¿verdad? —De pronto se echó a reír y una lágrima surgida de la nada resbaló por su mejilla—. A lo mejor es simpático a secas. —Se sacó el cigarrillo de la boca y se mordió la mano—. ¿Qué demonios me pasa? ¿Estoy borracha?

—Intenta ganar tiempo —le dije—. Pero aún no sé si es que espera que llegue alguien o si le está dando tiempo a alguien para que se aleje de aquí. Por otra parte, también pueden ser los efectos del brandy después del shock. Es una pobre niñita que quiere llorar en el delantal de su madre.

—De mi madre, no —dijo—. Sería lo mismo que llorar sobre un barril de agua de lluvia.

—Dejemos eso. Bueno, ¿dónde está Steelgrave?

—Esté donde esté, usted debería estar contento. Él iba a matarle. Creía que era necesario.

—Usted me hizo venir aquí, ¿no? ¿Tan colada está por él?

Se sopló la ceniza que le había caído en el dorso de la mano. Un poco me cayó en el ojo y me hizo parpadear.

—Debo de haberlo estado —dijo—. En otro tiempo.

Se puso una mano sobre la rodilla y estiró los dedos, examinando las uñas. Luego levantó lentamente la vista sin mover la cabeza.

—Parece que fue hace mil años cuando conocí a un muchacho encantador y callado, que sabía comportarse en público y que no hacía ostentación de su encanto por todos los bares de la ciudad. Sí, me gustaba. Me gustaba muchísimo.

Se llevó la mano a la boca y se mordió un nudillo. Luego metió esa misma mano en el bolsillo del abrigo de pieles y sacó una automática de empuñadura blanca, hermana gemela de la que yo tenía.

—Y al final le amé con esto —dijo.

Me acerqué y se la quité de la mano. Olfateé el cañón. Sí. Con aquélla eran dos las pistolas que habían sido disparadas.

—¿No va a envolverla en un pañuelo, como hacen en las películas?

La dejé caer en otro bolsillo, donde pudieran pegársele interesantes hebras de tabaco y ciertas semillas que sólo crecen en la pendiente sureste del Ayuntamiento de Beverly Hills. Los químicos de la policía se lo iban a pasar en grande durante un buen rato.

Todo Marlowe
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