3
Yo tenía una oficina en el edificio Cahuenga, sexto piso, dos pequeñas habitaciones en la parte trasera. Una la dejaba abierta para que los clientes pacientes pudieran esperar sentados, si es que tenía un cliente paciente. En la puerta tenía un zumbador que yo podía conectar y desconectar desde mi gabinete privado de meditación.
Miré en la sala de recepción. Estaba completamente vacía, salvo de olor a polvo. Levanté otra ventana, abrí con llave la puerta de comunicación y entré en el cuarto interior. Tres sillas normales y una giratoria, un escritorio plano con tablero de cristal, cinco ficheros verdes, tres de ellos llenos de nada, un calendario y una licencia enmarcada colgados de la pared, un teléfono, un lavabo en un mueble de madera teñida, un perchero, una alfombra que no era más que una cosa en el suelo, y dos ventanas abiertas con visillos mal fruncidos, cuyos pliegues entraban y salían como los labios de un viejo desdentado dormido. Lo mismo que tenía el año pasado, y el anterior. Ni bonito ni alegre, pero mejor que una tienda de campaña en la playa.
Colgué el sombrero y la chaqueta en el perchero, me lavé la cara y las manos con agua fría, encendí un cigarrillo y coloqué la guía telefónica sobre el escritorio. Elisha Morningstar aparecía en el 824 del edificio Belfont, calle Nueve Oeste número 422. Lo apunté, junto con el número de teléfono que acompañaba a la dirección, y ya tenía la mano en el aparato cuando me acordé de que no había conectado el zumbador de la recepción. Alargué la mano hacia un costado del escritorio, le di al interruptor y lo pillé en pleno funcionamiento. Alguien acababa de abrir la puerta de la habitación exterior.
Puse el cuaderno de notas boca abajo sobre el escritorio y me acerqué a ver quién era. Era un fulano alto y flaco, con aspecto de estar muy satisfecho de sí mismo, que vestía un traje tropical de estambre color azul pizarra, zapatos blancos y negros, camisa color marfil mate, y corbata y pañuelo a juego, del color de la flor del jacarandá. Sostenía una larga boquilla negra con un guante de piel de cerdo blanco y negro, y arrugaba la nariz ante la visión de las revistas atrasadas que había sobre la mesita de lectura, las sillas, la cosa mugrienta que cubría el suelo y el ambiente general de que allí no se ganaba mucho dinero.
Cuando abrí la puerta de comunicación, dio un cuarto de vuelta y se me quedó mirando con un par de ojos claros bastante soñadores y muy pegados a una nariz delgada. Tenía la piel sonrosada por el sol, el pelo rojizo peinado hacia atrás y aplastado sobre el cráneo estrecho, y un bigotito muy fino y mucho más rojo que su pelo.
Me miró de arriba abajo, sin prisa y sin mucho placer. Exhaló delicadamente un poco de humo y me habló a través de él con un leve tono de desdén.
—¿Es usted Marlowe?
Asentí.
—Estoy un poco decepcionado —dijo—. Esperaba ver a alguien con las uñas sucias.
—Pase —dije—, y podrá hacerse el gracioso sentado.
Le sujeté la puerta y él pasó airosamente a mi lado, sacudiendo al suelo la ceniza del cigarrillo con la uña del dedo corazón de la mano libre. Se sentó en el lado del escritorio destinado a los clientes, se quitó el guante de la mano derecha, lo dobló junto con el que ya se había quitado y colocó los dos sobre la mesa. De un golpecito, sacó la colilla de la larga boquilla negra, aplastó la ceniza con una cerilla hasta que dejó de humear, insertó otro cigarrillo y lo encendió con una cerilla ancha de color caoba. Se echó hacia atrás en su silla con una sonrisa de aristócrata aburrido.
—¿Ya está preparado? —pregunté—. ¿Pulso y respiración normales? ¿No le apetece una toalla fría en la cabeza o algo así?
No torció la boca porque ya la tenía torcida cuando entró.
—Un detective privado —dijo—. Nunca había conocido a ninguno. Un oficio poco honorable, me imagino. Fisgar por el ojo de la cerradura, destapar escándalos, y cosas por el estilo.
—¿Ha venido a hablar de trabajo? —pregunté. ¿O sólo está de turismo por los barrios bajos?
Su sonrisa era tan desfallecida como una gorda en un baile de bomberos.
—Me llamo Murdock. Seguramente, eso le dirá algo.
—Desde luego, no ha tardado mucho en venir aquí —dije, empezando a llenar la pipa.
Me miró llenar la pipa. Habló despacio:
—Tengo entendido que mi madre le ha contratado para algún tipo de trabajo. Le ha dado un cheque.
Terminé de llenar la pipa, le apliqué una cerilla, conseguí que tirara y me eché hacia atrás para expulsar el humo por encima del hombro derecho, hacia la ventana abierta. No dije nada.
Él se echó un poco más hacia delante y dijo, muy serio:
—Sé que ser receloso forma parte de su oficio, pero no estoy haciendo suposiciones. Me lo ha dicho una lombriz, una humilde lombriz de jardín, a la que muchas veces pisotean, pero que se las apaña para sobrevivir…, lo mismo que yo. Resulta que yo no andaba muy lejos de usted. ¿Le aclara eso las cosas?
—Sí —dije—. Suponiendo que me importara algo.
—Le han contratado para que encuentre a mi esposa, supongo.
Solté una especie de bufido y le sonreí por encima de la cazoleta de la pipa.
—Marlowe —dijo, cada vez más serio—, lo voy a intentar con todas mis fuerzas, pero creo que usted no me va a gustar.
—Mire cómo lloro de rabia y dolor —respondí.
—Y si me perdona que use una expresión vulgar, su numerito de tipo duro es un asco.
—Viniendo de usted, eso duele.
Se volvió a echar hacia atrás y me contempló con sus ojos claros. Se removió en la silla, intentando ponerse cómodo. Mucha gente ha intentado ponerse cómoda en esa silla. Debería probar yo alguna vez. A lo mejor me estaba haciendo perder clientela.
—¿Por qué puede querer mi madre encontrar a Linda? —preguntó despacio—. La odiaba a muerte. O sea, mi madre odiaba a Linda. Linda se portó bastante bien con mi madre. ¿Qué piensa usted de ella?
—¿De su madre?
—Pues claro. A Linda no la conoce, ¿no?
—Esa secretaria de su madre tiene su empleo pendiente de un hilo. Habla cuando no debe.
Negó tajantemente con la cabeza.
—Mamá no se enterará. Y de todas maneras, mamá no podría pasarse sin Merle. Necesita tener alguien a quien avasallar. Puede que le chille e incluso que la abofetee, pero no podría pasarse sin ella. ¿Qué opina usted de ella?
—Es bastante mona…, aunque de otra época.
Frunció el ceño.
—Me refiero a mi madre. Merle no es más que una chiquilla ingenua, ya lo sé.
—Su capacidad de observación me asombra —dije.
Pareció sorprendido. Casi se olvidó de sacudir la ceniza del cigarrillo con la uña. Pero no del todo. Aun así, puso mucho cuidado en no dejar caer nada dentro del cenicero.
—Hablemos de mi madre —insistió pacientemente.
—Un guerrero curtido, grande y viejo —dije. Un corazón de oro, con el oro bien enterrado a mucha profundidad.
—Pero ¿para qué quiere encontrar a Linda? No lo puedo entender. Y encima, gastar dinero en ello. Mi madre odia gastar dinero. Cree que el dinero forma parte de su piel. ¿Por qué quiere encontrar a Linda?
—A mí que me registren —dije—. ¿Quién ha dicho que quiere eso?
—Bueno, usted lo ha dado a entender. Y Merle…
—Merle no es más que una romántica. Se lo habrá inventado. Qué demonios, si se suena la nariz con un pañuelo de hombre. Probablemente, uno de los suyos.
Se sonrojó.
—Qué tontería. Mire, Marlowe. Por favor, sea razonable y deme una idea de qué se cuece aquí. Me temo que no tengo mucho dinero, pero tal vez con un par de cientos…
—Debería sacudirle un guantazo —dije—. Además, no puedo hablar con usted. Tengo órdenes.
—¿Por qué, por amor de Dios?
—No me pregunte cosas que no sé. No puedo darle respuestas. Y no me pregunte cosas que sé, porque no pienso darle respuestas. ¿Dónde ha estado usted toda su vida? Si a un hombre de mi oficio le encomiendan un trabajo, ¿cree que va por ahí respondiendo a todas las preguntas que le haga cualquier curioso sobre su trabajo?
—Debe de haber mucha electricidad en el aire —dijo malhumorado— para que un hombre de su oficio rechace doscientos dólares.
Aquello tampoco me hizo mella. Recogí del cenicero su cerilla ancha color caoba y la miré. Tenía finos bordes amarillos y unas letras blancas impresas: ROSEMONT. H. RICHARDS ’3… el resto estaba quemado. Doblé la cerilla, apreté las dos mitades y la tiré a la papelera.
—Yo quiero a mi mujer —dijo de pronto, enseñándome los bordes duros y blancos de sus dientes—. Una cursilada, pero es verdad.
—A los románticos les sigue yendo bien.
Mantuvo los labios abiertos sobre los dientes y me habló a través de éstos.
—Ella no me quiere. No sé por qué razón tendría que quererme. La situación entre nosotros se ha puesto tirante. Ella estaba acostumbrada a un modo de vida muy movido. Con nosotros…, bueno, se ha aburrido bastante. No nos hemos peleado. Linda es del tipo tranquilo. Pero la verdad es que no se ha divertido mucho desde que se casó conmigo.
—Es usted muy modesto —dije.
Sus ojos echaron chispas, pero mantuvo bastante bien los buenos modales.
—Eso no tiene gracia, Nlarlowe, ni siquiera es original. Mire, tiene usted pinta de ser un tipo decente. Sé que mi madre no suelta doscientos cincuenta pavos sólo para hacerse la espléndida. A lo mejor no se trata de Linda. Tal vez sea otra cosa. A lo mejor… —Se detuvo y luego dijo esto muy despacio, mirándome a los ojos—: A lo mejor es por lo de Morny.
—A lo mejor es eso —dije alegremente.
Recogió sus guantes, azotó con ellos el escritorio y volvió a dejarlos.
—Es verdad que estoy en un lío por ese lado —dijo—. Pero no pensé que ella estuviera enterada. Será que Morny la ha llamado. Prometió no hacerlo. Aquello era fácil. Dije:
—¿Por cuánto le tiene pillado?
No era tan fácil. Volvió a ponerse suspicaz.
—Si él la hubiera llamado, se lo habría dicho. Y ella se lo habría dicho a usted —dijo con voz muy débil.
—A lo mejor no es por lo de Morny —dije, empezando a sentir unas ganas tremendas de beber—. A lo mejor es que la cocinera está embarazada del repartidor de hielo. Pero si es lo de Morny, ¿cuánto es?
—Doce mil —dijo, bajando la mirada y ruborizándose.
—¿Le ha amenazado?
Asintió.
—Mándele a freír espárragos —dije—. ¿Qué clase de tipo es? ¿Duro? Alzó de nuevo la mirada, poniendo cara de valiente.
—Supongo que sí. Supongo que todos ellos lo son. Antes hacía de malo en el cine. Un tío guapo y exuberante, un conquistador. Pero no se imagine cosas. Linda sólo trabajaba allí, como los camareros y los músicos. Y si usted la está buscando, le va a costar mucho encontrarla.
Le miré con educado desprecio.
—¿Por qué me iba a costar mucho encontrarla? No estará enterrada en el jardín de atrás, espero.
Se puso en pie con un relámpago de ira en sus ojos claros. Y una vez de pie, inclinándose un poco sobre el escritorio, movió como un látigo la mano derecha, en un gesto bastante conseguido, y sacó una pequeña automática, más o menos del calibre 25, con cachas de nogal. Parecía la hermana de la que yo había visto en el cajón del escritorio de Merle. El cañón que me apuntaba tenía un aspecto suficientemente siniestro. No me moví.
—Si alguien intenta meterse con Linda, tendrá que meterse primero conmigo —dijo entre dientes.
—Eso no iba a ser mucho problema. Más vale que se busque una pistola más grande…, a menos que sólo piense matar abejas.
Volvió a guardarse la pistolita en el bolsillo interior. Me lanzó una mirada directa y dura, recogió sus guantes y se dirigió a la puerta.
—Hablar con usted es perder el tiempo —dijo—. No hace más que soltar gracias.
—Espere un momento —dije, pasando al otro lado del escritorio—. Sería conveniente que no le dijera nada a su madre de esta entrevista, aunque sólo sea por el bien de la chiquilla.
Asintió.
—En vista de la cantidad de información que he obtenido, no creo que valga la pena mencionarlo.
—¿Es verdad eso de que le debe a Morny doce de los grandes?
Bajó la mirada, la volvió a alzar y la bajó de nuevo.
—Quien se endeude con Alex Morny por doce mil pavos debería ser mucho más listo que yo —dijo.
Yo ya estaba muy cerca de él.
—A decir verdad —dije—, no me creo que esté usted preocupado por su mujer. Creo que sabe dónde está. Ella no huyó de usted. Sólo huyó de su madre. Levantó la mirada y se puso un guante. No dijo nada.
—Puede que ella encuentre trabajo —continué— y gane lo suficiente para mantenerle.
Miró otra vez al suelo, giró el cuerpo un poquito a la derecha y el puño enguantado describió un tenso arco hacia arriba a través del aire. Aparté mi mandíbula de su camino, le agarré la muñeca y la empujé lentamente hacia su pecho, apoyándome en ella. Un pie le resbaló hacia atrás; empezó a respirar fuerte. Era una muñeca muy delgada; mis dedos la rodeaban y se tocaban al otro lado.
Nos quedamos allí quietos, mirándonos a los ojos. Él respiraba como un borracho, con la boca abierta y los labios replegados. En sus mejillas se encendieron pequeñas manchas redondas de color rojo brillante. Intentó liberar su muñeca, pero cargué tanto peso sobre él que tuvo que dar otro corto paso atrás para mantener el equilibrio. Nuestras caras estaban a pocos centímetros de distancia.
—¿Cómo es que su viejo no le dejó nada de dinero? —me burlé—. ¿O es que se lo ha fundido todo?
Habló entre dientes, todavía intentando soltarse.
—Maldito lo que le importa, pero si se refiere a Jasper Murdock, él no era mi padre. Yo no le gustaba y no me dejó ni un céntimo. Mi padre fue un hombre llamado Horace Bright, que perdió su dinero en el crac y se tiró por la ventana de su despacho.
—Es usted fácil de ordeñar —dije—, pero da una leche muy aguada. Perdone lo que le he dicho sobre que su mujer le iba a mantener. Sólo quería fastidiarle.
—Pues lo ha conseguido. Si ya está satisfecho, me marcho.
—Le estaba haciendo un favor —dije—. Cuando uno lleva pistola, no debe ir insultando tan alegremente. Será mejor que se quite esa costumbre.
—Eso es asunto mío —dijo—. Siento haber intentado pegarle. Probablemente no le habría hecho mucho daño si le hubiera dado.
—No pasa nada.
Abrió la puerta y salió. Sus pasos se fueron extinguiendo a lo largo del pasillo. Otro chiflado. Me golpeé los dientes con un nudillo al ritmo del sonido de sus pasos, hasta que dejé de oírlos. Después volví al escritorio, consulté mi cuaderno y levanté el teléfono.