27
Cuando hice girar la llave de mi puerta y la abrí, Shaw ya se estaba levantando del sofácama. Era un hombre alto con gafas y un cráneo calvo y picudo que daba la impresión de que las orejas hubieran resbalado cabeza abajo. Tenía en su rostro la sonrisa fija del idiota educado.
La chica estaba sentada en mi butaca, detrás de la mesa de ajedrez. No estaba haciendo nada, aparte de estar sentada allí.
—Ah, ya está usted aquí, señor Nlarlowe —gorjeó Shaw—. Sí, eso es. La señorita Davis y yo hemos tenido una conversación muy interesante. Yo le estaba diciendo que tengo orígenes ingleses. Ella no…, esto…, no me ha dicho de dónde procede.
Al decir esto ya estaba a mitad de camino de la puerta.
—Ha sido usted muy amable, señor Shaw —dije.
—No ha sido nada —gorjeó—. No ha sido nada. Bueno, ya me voy. Creo que la cena…
—Ha sido muy amable —dije—. Se lo agradezco.
Asintió y desapareció. Me pareció que el brillo antinatural de su sonrisa se quedaba flotando en el aire después de que se hubiera cerrado la puerta, como la sonrisa de un gato de Cheshire.
—Hola —dije.
—Hola —dijo ella.
Su voz era muy tranquila, muy seria. Vestía chaquetilla y falda de lino pardusco, un sombrero de paja de copa baja y ala ancha con una cinta de terciopelo marrón que hacía juego perfectamente con el color de sus zapatos y los rebordes de cuero de su bolso de lino. Llevaba el sombrero ladeado de un modo bastante atrevido, para tratarse de ella. No tenía puestas las gafas.
De no ser por la cara, habría tenido buen aspecto. En primer lugar, los ojos estaban completamente enloquecidos. Se les veía el blanco todo alrededor del iris, y tenían una especie de mirada fija. Cuando se movían, el movimiento era tan rígido que casi se podía oír un chasquido. La boca formaba una línea apretada en las comisuras, pero la parte central del labio superior no paraba de levantarse sobre los dientes, hacia arriba y hacia afuera, como si un hilo muy fino, sujeto al borde del labio, tirara de él. Subía tan alto que parecía imposible, y entonces toda la parte inferior de la cara sufría un espasmo; y cuando el espasmo terminaba, la boca quedaba firmemente cerrada, y entonces todo el proceso comenzaba de nuevo poco a poco. Además de todo esto, algo le pasaba en el cuello, porque la cabeza se le iba inclinando muy poco a poco hacia la izquierda, hasta un ángulo de unos 45 grados. Allí se detenía, el cuello daba un tirón, y la cabeza empezaba a volver por donde había venido.
La combinación de estos dos movimientos, junto con la inmovilidad del cuerpo, las manos crispadas sobre el regazo y la mirada fija de los ojos, era suficiente para poner a cualquiera de los nervios.
Sobre el escritorio había una lata de tabaco, y entre el escritorio y su butaca estaba la mesa de ajedrez con las figuras metidas en su caja. Saqué la pipa del bolsillo y fui a llenarla con tabaco de la lata. Aquel movimiento me situó justo al otro lado de la mesa de ajedrez, enfrente de ella. Había dejado el bolso al borde de la mesa, delante de ella y un poco hacia un lado. Dio un saltito cuando yo me acerqué allí, pero después se quedó como estaba antes. Incluso hizo un esfuerzo por sonreír.
Llené la pipa, rasqué una cerilla de papel, encendí la pipa y me quedé sujetando la cerilla después de haberla apagado de un soplido.
—No lleva las gafas —dije.
Habló. Su voz era tranquila, contenida.
—Sólo me las pongo en casa y para leer. Las tengo en el bolso.
—Ahora está en casa —dije—. Debería ponérselas.
Estiré la mano hacia el bolso, con naturalidad. Ella no se movió. No me miró las manos. Tenía los ojos fijos en mi cara. Giré un poco el cuerpo al abrir el bolso. Saqué el estuche de las gafas y lo empujé hacia ella sobre la mesa.
—Póngaselas —dije.
—Ah, sí, me las voy a poner —dijo ella—. Pero tendré que quitarme el sombrero, me parece.
—Sí, quítese el sombrero —dije.
Se quitó el sombrero y se lo colocó sobre las rodillas. Entonces se acordó de las gafas y se olvidó del sombrero. El sombrero cayó al suelo mientras ella cogía las gafas. Se las puso. Aquello mejoraba mucho su aspecto, me pareció a mí.
Mientras ella hacía todo eso, yo saqué la pistola de su bolso y me la guardé en un bolsillo. No creo que me viera. Parecía la misma automática Colt del 25 con cachas de nogal que había visto el día anterior en el primer cajón de la derecha de su escritorio.
Fui hasta el sofácama, me senté y dije:
—Bueno, pues aquí estamos. ¿Qué hacemos ahora? ¿Tiene usted hambre?
—He estado en casa del señor Vannier —dijo.
—Ah.
—Vive en Sherman Oaks. Al final de Escamillo Drive. Al final del todo.
—Sí, es muy probable —dije sin ninguna intención, y traté de formar un anillo de humo, pero no me salió. Un nervio de mi mejilla estaba intentando vibrar como una cuerda de acero. Aquello no me gustó.
—Sí —dijo ella con su voz controlada, con el labio superior todavía haciendo el movimiento de subida y bajada, y la barbilla todavía oscilando hasta quedar anclada, y otra vez para atrás—. Es un sitio muy tranquilo. El señor Vannier lleva ya tres años viviendo allí. Antes vivía en las colinas de Hollywood, en la calle Diamond. Compartía la casa con otro hombre, pero no se llevaban muy bien, dice el señor Vannier.
—Me parece que eso también soy capaz de entenderlo —dije—. ¿Cuánto tiempo hace que conoce al señor Vannier?
—Hace ocho años que le conozco. No le conozco demasiado. He tenido que llevarle un… algún paquete de vez en cuando. Le gustaba que se los llevara yo. Intenté otra vez lo del anillo de humo. Nada.
—Naturalmente —dijo—, a mí nunca me gustó mucho él. Tenía miedo de que fuera a… Tenía miedo de que…
—Pero no lo hizo —dije yo.
Por primera vez, su cara adoptó una expresión humana natural: de sorpresa.
—No —dijo—. No hizo nada. Es decir, la verdad es que no. Pero estaba en pijama.
—La buena vida —dije yo—. Toda la tarde por ahí tirado, en pijama. Hay tíos con suerte, ¿no le parece?
—Bueno, para eso tienes que saber algo —dijo muy seria—. Algo que haga que la gente te pague. La señora Murdock se ha portado maravillosamente conmigo, ¿verdad?
—Desde luego —dije—. ¿Cuánto le ha llevado hoy?
—Sólo quinientos dólares. La señora Murdock dijo que era todo lo que podía dar, y la verdad es que no podía prescindir ni de eso. Dijo que eso tenía que terminar. Que no podía seguir así. El señor Vannier siempre prometía parar, pero nunca paraba.
—Así es esa gente —dije.
—Así que sólo se podía hacer una cosa. En realidad, lo he sabido desde hace años. Todo era por mi culpa, y la señora Murdock se ha portado tan maravillosamente conmigo… Eso no podía hacerme peor de lo que ya era, ¿no cree?
Levanté una mano y me froté con fuerza la mejilla, para tranquilizar al nervio. Ella se olvidó de que yo no le había respondido y siguió hablando.
—Así que lo hice —dijo—. Allí estaba él en pijama, con una copa a su lado. Me miraba de un modo raro. Ni siquiera se levantó para abrirme. Pero había una llave en la puerta de entrada. Alguien había dejado puesta una llave allí. Era… Era… —La voz se le atascó en la garganta.
—Era una llave en la puerta de entrada —dije—. Para que usted pudiera entrar.
—Sí. —Asintió, y casi logró sonreír de nuevo—. La verdad es que no fue nada dificil. Ni siquiera recuerdo haber oído el ruido. Porque tuvo que haber un ruido, claro. Un ruido bastante fuerte.
—Supongo —dije.
—Me acerqué mucho a él para no fallar —dijo.
—¿Y qué hizo el señor Vannier?
—No hizo nada de nada. Sólo mirarme de manera rara, o algo así. Bueno, pues eso es todo. No quería volver a casa de la señora Murdock y causarle más problemas. Ni a Leslie. —Su voz se apagó al pronunciar el nombre y quedó flotando en el aire, y un pequeño estremecimiento recorrió su cuerpo como una ondulación—. Así que vine aquí. Y al ver que usted no respondía al timbre, busqué la conserjería y le pedí al encargado que me dejara entrar a esperarle. Estaba segura de que usted sabría qué hacer.
—¿Y qué tocó en la casa mientras estuvo allí? —pregunté—. ¿Se acuerda de algo? Quiero decir, aparte de la puerta de entrada. ¿Entró por la puerta y salió sin tocar nada de la casa?
Se puso a pensar y su cara dejó de moverse.
—Ah, me acuerdo de una cosa —dijo—. Apagué la luz. Antes de marcharme. Era una lámpara. Una de esas lámparas que dan luz hacia arriba, con bombillas grandes. La apagué.
Asentí y le sonreí. Marlowe, una sonrisa, animando.
—¿A qué hora fue esto? ¿Cuánto hace?
—Pues justo antes de venir aquí. He venido en coche. Tenía el coche de la señora Murdock. Por el que preguntaba usted ayer. Me olvidé decirle que no se lo llevó cuando se marchó. ¿O sí se lo dije? No, ahora me acuerdo de que sí se lo dije.
—Vamos a ver —dije yo—. Media hora para llegar aquí, como poco. Lleva aquí cerca de una hora. Según eso, serían aproximadamente las cinco y media cuando salió de casa del señor Vannier. Y apagó la luz.
—Eso es. —Asintió de nuevo, muy animada. Encantada de acordarse—. Apagué la luz.
—¿Le apetece una copa? —pregunté.
—Oh, no. —Negó con la cabeza con bastante energía—. Nunca bebo nada.
—¿Le importa que yo me tome una?
—Claro que no. ¿Por qué iba a importarme?
Me levanté y la estudié con la mirada. El labio seguía saltando hacia arriba y la cabeza se le seguía torciendo, pero me pareció que no tanto como antes. Era como un ritmo que va decelerando.
Era dificil saber hasta dónde se podía llegar con aquello. Era posible que cuanto más hablara, mejor. Nadie sabe con exactitud cuánto se tarda en asimilar un choque.
—¿Dónde está su casa? —pregunté.
—Bueno… Vivo con la señora Murdock. En Pasadena.
—Digo su casa de verdad. Donde está su familia.
—Mis padres viven en Wichita —dijo—. Pero no voy por allí. Nunca. Escribo de vez en cuando, pero hace años que no los veo.
—¿A qué se dedica su padre?
—Tiene un hospital para perros y gatos. Es veterinario. Ojalá no se enteren de esto. La otra vez no se enteraron. La señora Murdock no se lo dijo a nadie.
—A lo mejor no tienen que enterarse —dije—. Voy a por mi copa.
Pasé por detrás de su butaca hacia la cocina, empecé a escanciar y me puse una copa que era una copa. Me la metí de un trago, saqué la pistolita del bolsillo y vi que tenía puesto el seguro. Olí el cañón, saqué el cargador. Había una bala en la recámara, pero era una de esas pistolas que no disparan cuando tienen sacado el cargador. La sostuve de modo que pudiera mirar por la recámara. El casquillo que había allí era de otro calibre y estaba atascado en el cierre del cañón. Parecía del 32. Las balas del cargador eran del calibre correcto, el 25. Volví a montar el arma y regresé al cuarto de estar.
Yo no había oído ni un solo ruido. Pero ella se había escurrido hacia delante y estaba hecha una bola delante de la butaca, encima de su bonito sombrero. Estaba tan fría como una caballa.
La estiré un poco, le quité las gafas y me aseguré de que no se había tragado la lengua. Introduje mi pañuelo doblado por la comisura de su boca para que no se mordiera la lengua al volver en sí. Fui al teléfono y llamé a Carl Moss.
—Soy Phil Marlowe, doc. ¿Tiene más pacientes o ha terminado?
—Ya terminé —dijo él—. Me iba ya. ¿Algún problema?
—Estoy en casa —dije—. Apartamentos Bristol, cuatro cero ocho, por si no se acuerda. Tengo aquí una chica que se ha desmayado. No me preocupa el desmayo, lo que me preocupa es que puede estar majareta cuando se le pase.
—No le dé nada de alcohol —dijo él—. Voy para allá.
Colgué y me arrodillé junto a ella. Me puse a frotarle las sienes. Abrió los ojos. Los labios empezaron a separarse. Le saqué el pañuelo de la boca. Alzó la mirada hacia mí y dijo:
—He estado en casa del señor Vannier. Vive en Sherman Oaks. Yo… —¿Le importa que la levante y la acueste en el sofácama? Ya me conoce. Marlowe, el imbécil que va por ahí preguntando lo que no debe.
—Hola —dijo ella.
La levanté. Se puso rígida al cogerla, pero no dijo nada. La tumbé en el sofácama, le bajé la falda para taparle las piernas, le coloqué una almohada debajo de la cabeza y recogí su sombrero. Estaba más aplastado que un lenguado. Hice lo que pude para recomponerlo y lo dejé encima del escritorio.
Ella me miraba de reojo mientras tanto.
—¿Ha llamado a la policía? —preguntó en voz baja.
—Todavía no —dije—. No he tenido tiempo.
Parecía sorprendida. No estoy muy seguro, pero también me pareció un poco dolida.
Abrí su bolso y me puse de espaldas a ella para meter la pistola. Mientras lo hacía, eché un vistazo a las demás cosas que había en el bolso. Las nimiedades de siempre: un par de pañuelos, lápiz de labios, una polvera esmaltada en rojo y plata llena de polvos, un par de pañuelos de papel, un monedero con algo de calderilla y unos cuantos billetes de dólar; ni cigarrillos, ni cerillas, ni entradas de teatro.
Abrí la cremallera del bolsillo lateral. Allí llevaba el carné de conducir y un fajo de billetes, diez de cincuenta. Pasé el dedo por los cantos. Ninguno era nuevo. Metido en la gomita que sujetaba el fajo había un papel doblado. Lo saqué, lo desdoblé y lo leí. Estaba pulcramente escrito a máquina, y con la fecha del día. Era un recibo normal, que una vez firmado daría fe del pago de 500 dólares. «Pago a cuenta».
Ya no parecía que lo fueran a firmar. Me guardé el dinero y el recibo en el bolsillo. Cerré el bolso y me volví a mirar al sofácama.
Ella estaba mirando al techo y haciendo otra vez aquello con la cara. Fui a mi alcoba y cogí una manta para echársela por encima.
Después fui a la cocina a por otra copa.