32
La luz de la luna se extendía como una sábana blanca por el césped del jardín, excepto por debajo del cedro de la India, donde había una oscuridad espesa como el terciopelo negro. Había luces encendidas en dos de las ventanas de la planta baja y en una de las del piso de arriba que se veían por delante. Recorrí el sendero de piedras y llamé al timbre.
No miré al negrito pintado con su bloque para atar los caballos. Esa noche no le palmeé la cabeza. La broma parecía haber perdido la gracia.
Una mujer de pelo blanco y rostro colorado que yo no había visto hasta entonces abrió la puerta, y yo dije:
—Soy Philip Marlowe. Me gustaría ver a la señora Murdock. La señora Elizabeth Murdock.
Pareció dudar.
—Creo que se ha acostado ya —dijo—. No creo que pueda usted verla.
—Son sólo las nueve.
—La señora Murdock se acuesta temprano —empezó a cerrar la puerta. Era una viejecita agradable y no quise darle un empujón a la puerta. Me limité a apoyarme en ella.
—Es acerca de la señorita Davis —dije—. Es importante. ¿Puede decirle eso?
—Voy a ver.
Di un paso atrás y dejé que cerrara la puerta.
Un sinson te cantó en un árbol cercano y oscuro. Un coche pasó por la calle a demasiada velocidad y patinó al doblar la siguiente esquina. Por la calle oscura llegaron los finos jirones de la risa de una muchacha, como si el coche los hubiera dispersado con su acometida.
Al cabo de un rato se abrió la puerta y la mujer dijo:
—Puede usted pasar.
La seguí a través del gran vestíbulo vacío. Una sola luz mortecina brillaba en una sola lámpara y a duras penas llegaba a la pared de enfrente. El sitio estaba demasiado inmóvil y el aire necesitaba renovarse. Recorrimos el pasillo hasta el final y subimos por unas escaleras con pasamanos tallado y poste central. Arriba, otro pasillo, y casi al fondo, una puerta abierta.
Se me invitó a pasar por la puerta abierta y la puerta se cerró detrás de mí. Era una sala grande, con mucha tapicería estampada, empapelado azul y plata, un diván, una alfombra azul y ventanales de dos hojas que daban a un balcón. Sobre el balcón había un toldo.
La señora Murdock estaba sentada en un mullido sillón de orejas, con una mesita de cartas delante. Vestía una bata acolchada y me pareció que tenía el pelo un poco alborotado. Estaba haciendo un solitario. Tenía el mazo de cartas en la mano izquierda y puso una carta sobre la mesa y cambió otra de sitio antes de alzar la mirada hacia mí.
Entonces dijo:
—¿Y bien?
Me acerqué a la mesa de cartas y miré a qué jugaba. Era un solitario Canfield.
—Merle está en mi apartamento —dije—. Le ha dado un jamacuco. Sin levantar la mirada, ella dijo:
—¿Y se puede saber qué es un jamacuco, señor Marlowe?
Movió otra carta y después dos más, muy deprisa.
—Un vahído, como decían antes —dije—. ¿Alguna vez se ha pillado haciendo trampas?
—Si haces trampa no tiene gracia —refunfuñó—. Y aunque no las hagas, tiene muy poca. ¿Qué pasa con Merle? Nunca había faltado a casa como esta vez. Estaba empezando a preocuparme por ella.
Acerqué una butaquita y me senté al otro lado de la mesa, frente a ella. Quedé demasiado bajo. Me levanté, encontré un asiento mejor y me senté en él.
—No tiene que preocuparse por ella —dije—. Llamé a un médico y a una enfermera. Está dormida. Había ido a casa de Vannier.
Ella dejó la baraja, cruzó sus manazas grises sobre el borde de la mesa y me miró impasible.
—Señor Marlowe —dijo, lo mejor sería que usted y yo habláramos claro. Cometí un error al llamarle, eso para empezar. Estaba muy disgustada por haber hecho el primo, como diría usted, a manos de una alimaña sin escrúpulos como Linda. Pero habría sido mucho mejor que no hubiera removido el asunto. La pérdida del doblón habría resultado mucho más soportable que usted. Aunque no lo hubiera recuperado nunca.
—Pero sí que lo recuperó.
Asintió. Sus ojos seguían fijos en mi cara.
—Sí, lo recuperé. Ya sabe usted cómo.
—No me lo creí.
—Tampoco yo —dijo ella, muy tranquila—. Simplemente, el tonto de mi hijo cargó con las culpas de Linda. Una actitud que me parece infantil.
—Tiene usted una especie de habilidad —dije— para rodearse de gente que adopta ese tipo de actitudes.
Recogió otra vez sus cartas y estiró la mano para colocar un diez negro encima de una sota roja, dos cartas que ya estaban en la mesa. Después alargó el brazo hacia un lado, hacia una mesita pesada donde estaba su oporto. Bebió un poco, dejó el vaso y me miró con dureza a los ojos.
—Me da la impresión de que se va usted a poner insolente, señor Marlowe. Negué con la cabeza.
—Insolente no. Sólo franco. No le he hecho tan mal servicio, señora Murdock. Ha recuperado el doblón. He mantenido a la policía alejada de usted… hasta ahora. No he hecho nada de lo del divorcio, pero encontré a Linda, aunque su hijo siempre supo dónde estaba, y no creo que tenga usted ningún problema por su parte. Sabe que cometió un error al casarse con Leslie. Sin embargo, si le parece que no ha sacado suficiente por lo que pagó…
Dio un resoplido y jugó otra carta. Colocó el as de diamantes en la fila de arriba.
—Maldita sea, el as de tréboles está tapado. No voy a poder sacarlo a tiempo.
—Sáquelo de matute —dije yo— mientras no esté usted mirando.
—¿No sería mejor —dijo con mucha calma— que siguiera contándome lo de Merle? Y no se regodee demasiado si ha descubierto algún que otro secreto de familia, señor Marlowe.
—No me regodeo nada. Usted mandó a Merle a casa de Vannier esta tarde, con quinientos dólares.
—¿Y qué si lo hice?
Se sirvió un poco más de oporto y le dio sorbitos, mirándome fijamente por encima del vaso.
—¿Cuándo se los pidió él?
—Ayer. No pude sacarlos del banco hasta hoy. ¿Qué ha pasado?
—Vannier ha estado haciéndole chantaje desde hace ocho años, ¿verdad? Por algo que ocurrió el 26 de abril de 1933, ¿no?
Algo parecido al pánico se agitó en el fondo de sus ojos, pero muy al fondo, muy borrosamente, y como si llevara allí mucho tiempo y sólo se hubiera asomado un segundo para mirarme.
—Merle me contó unas cuantas cosas —dije—. Su hijo me contó cómo murió su padre. Yo he estado hoy mirando los archivos y los periódicos. Muerte accidental. Había habido un accidente en la calle, debajo de su despacho, y mucha gente se asomó a las ventanas. Él, simplemente, se asomó demasiado. Se habló un poco de suicidio, porque estaba arruinado y tenía un seguro de vida de cincuenta mil dólares a favor de la familia. Pero el juez de guardia fue muy amable y pasó eso por alto.
—¿Y bien? —dijo ella. Era una voz fría y dura, no un graznido ni un jadeo. Una voz fría y dura, totalmente controlada.
—Merle era la secretaria de Horace Bright. Una chiquilla un poco rara, demasiado tímida, nada sofisticada, con mentalidad infantil, muy dada a dramatizar sus cosas, con ideas muy anticuadas acerca de los hombres, y todas esas cosas. Me imagino que un día él se sintió eufórico y quiso aprovecharse de ella, y le dio a la chica un susto de los gordos.
—¿Sí? —Otro monosílabo frío y duro, pinchándome como el cañón de un arma.
—Ella empezó a rumiarlo y le entró una pequeña tendencia asesina. Se le presentó la oportunidad y le devolvió la atención. Cuando él estaba asomado a una ventana. ¿Le dice algo esto?
—Hable claro, señor Marlowe. Puedo soportar que me hablen claro.
—Válgame Dios, ¿lo quiere más claro? Ella empujó a su jefe por la ventana.
En dos palabras: lo asesinó. Y se salió de rositas. Con ayuda de usted.
Bajó la mirada hacia su mano izquierda, crispada sobre las cartas. Asintió. La barbilla se movió apenas dos centímetros, abajo y arriba.
—¿Tenía Vannier alguna prueba? —pregunté. ¿O simplemente vio por casualidad lo que pasó y empezó a pedir, y usted le pagó un poco ahora y otro poco después para evitar el escándalo… y porque apreciaba usted a Merle? Jugó otra carta antes de responderme. Firme como una roca.
—Hablaba de una fotografía —dijo—, pero nunca le creí. Es imposible que hubiera sacado una foto. Y si la hubiera sacado, me la habría enseñado… tarde o temprano.
—No —dije—. Yo no lo creo. Habría sido una foto muy de chiripa, aunque hubiera tenido la cámara en la mano a causa de lo que estaba pasando abajo, en la calle. Pero entiendo que no se atreviera a enseñársela. En ciertos aspectos, es usted una mujer muy dura. Es posible que él tuviera miedo de que usted ordenara que se encargaran de él. Quiero decir que así es como lo vería él, un buscavidas. ¿Cuánto le ha pagado?
—Eso no le… —empezó a decir, pero se interrumpió y encogió sus grandes hombros. Una mujer poderosa, fuerte, ruda, implacable y buena encajadora. Se lo pensó—. Once mil cien dólares, sin contar los quinientos que le envié esta tarde.
—Ah, pues fue realmente amable por su parte, señora Murdock, teniendo en cuenta cómo fue el asunto.
Movió una mano en un gesto vago y se encogió otra vez de hombros.
—La culpa fue de mi marido —dijo—. Era un borracho y un miserable. No creo que le hiciera ningún daño a la chica, pero, como usted dice, le dio un susto que la sacó de sus cabales. Yo… no puedo echarle la culpa a ella. Bastante se ha culpado ella misma todos estos años.
—¿Tenía ella que llevarle en persona el dinero a Vannier?
—Ése era su concepto de la penitencia. Una extraña penitencia. Asentí.
—Supongo que será propio de su carácter. Después, usted se casó con Jasper Murdock, mantuvo a Merle a su lado y se ocupó de ella. ¿Alguien más lo sabe?
—Nadie. Sólo Vannier. Seguro que él no se lo ha dicho a nadie.
—No, no me parece probable. Bueno, todo ha terminado. Vannier ya no existe.
Alzó los ojos despacio y me dirigió una larga mirada de poder a poder. Su cabeza gris era una roca en lo alto de una montaña. Dejó las cartas por fin y cruzó las manos, muy apretadas, sobre el borde de la mesa. Los nudillos se le pusieron relucientes.
Yo dije:
—Merle vino a mi apartamento cuando yo estaba fuera. Le pidió al conserje que la dejara entrar. Él me telefoneó y yo dije que sí. Fui a toda prisa. Me dijo que había matado a Vannier.
Su respiración era un leve y rápido susurro en la quietud de la habitación.
—Tenía una pistola en el bolso. Sabe Dios por qué. Supongo que con idea de protegerse de los hombres. Pero alguien, yo diría que Leslie, la había inutilizado encajando un casquillo de otro calibre en la recámara. Me dijo que había matado a Vannier y se desmayó. Llamé a un médico amigo mío y fui a casa de Vannier. Había una llave en la puerta. Estaba muerto en una butaca, muerto desde hacía mucho tiempo, frío, rígido. Muerto desde mucho antes de que llegara Merle. Ella no le mató. Me lo dijo sólo porque le gusta hacer teatro. El médico lo explicó de cierta manera, pero no voy a aburrirla con eso. Seguro que usted lo entiende perfectamente.
—Sí —dijo. Creo que lo entiendo. ¿Y ahora?
—Está en la cama, en mi apartamento. Hay una enfermera con ella. He llamado por teléfono al padre de Merle. Quiere que vuelva a casa. ¿A usted le parece bien?
Se limitó a seguir mirándome.
—Él no sabe nada —dije rápidamente—. Ni de esto ni de la otra vez. Estoy seguro. Sólo quiere que ella vuelva a casa. He pensado llevarla yo. Parece que ahora es responsabilidad mía. Voy a necesitar esos últimos quinientos dólares que Vannier no cobró… para los gastos.
—¿Y cuánto más? —preguntó ella bruscamente.
—No diga eso. Sabe que no está bien.
—¿Quién mató a Vannier?
—Parece que se suicidó. Un revólver en la mano derecha. Herida de contacto en la sien. Morny y su mujer estuvieron allí cuando estaba yo. Me escondí. Morny está intentando cargarle el muerto a su mujer. Ella estaba tonteando con Vannier. Así que es probable que ella piense que lo hizo él, o que lo mandó hacer. Pero tiene toda la pinta de un suicidio. La poli ya debe de estar allí. No sé a qué conclusión llegarán. Tendremos que quedarnos sentaditos y esperar.
—Los hombres como Vannier —dijo ella en tono sombrío— no se suicidan.
—Eso es como decir que las chicas como Merle no empujan a la gente por las ventanas. No significa nada.
Nos miramos el uno al otro con aquella hostilidad interior que había existido desde el primer instante. Al cabo de un momento, eché hacia atrás mi butaca y me acerqué al ventanal. Abrí la persiana y salí al porche. La noche lo envolvía todo, suave y silenciosa. La blanca luz de la luna era fría y transparente, como la justicia con la que soñamos pero nunca encontramos.
Los árboles de abajo proyectaban oscuras sombras a la luz de la luna. En medio del jardín había una especie de jardín dentro de un jardín. Percibí el brillo de un estanque ornamental. Junto a él, un columpio en el césped. En el columpio había alguien sentado y pude ver brillar la punta de un cigarrillo.
Volví a entrar en la habitación. La señora Murdock estaba otra vez con el solitario. Me acerqué a la mesa y miré.
—Ha sacado el as de tréboles —dije.
—He hecho trampa —dijo ella sin levantar la mirada.
—Hay una cosa que quería preguntarle —dije—. Ese asunto del doblón sigue estando un poco turbio, con ese par de asesinatos que no parecen tener sentido ahora que le han devuelto a usted la moneda. Me preguntaba si habría algo en el Brasher de Murdock que pudiera servir para que lo identificara un experto…, alguien como el viejo Morningstar.
Se lo pensó, completamente inmóvil, sin alzar la mirada.
—Sí. Podría ser. Las iniciales del fabricante, E. B., están en el ala izquierda del águila. Me han dicho que normalmente están en el ala derecha. Es lo único que se me ocurre.
—Creo que con eso bastaría —dije yo—. ¿Es verdad que le devolvieron la moneda? Quiero decir, ¿no lo dijo sólo para que yo dejara de husmear?
Alzó la vista rápidamente y la volvió a bajar.
—En estos momentos está en la caja fuerte. Si puede usted encontrar a mi hijo, él se la enseñará.
—Bien, pues le deseo buenas noches. Por favor, haga que le preparen el equipaje a Merle y me lo envíen a mi apartamento por la mañana.
Su cabeza saltó de nuevo hacia arriba, con los ojos relampagueantes.
—Se da usted muchos humos en este asunto, joven.
—Que lo preparen —dije—. Y que me lo envíen. Ya no necesita a Merle… ahora que Vannier ha muerto.
Nuestras miradas chocaron con fuerza y permanecieron enzarzadas durante un largo momento. Una extraña sonrisa rígida movió las comisuras de sus labios. Después, su cabeza descendió y su mano derecha cogió la carta de encima del mazo que sostenía en la mano izquierda, le dio la vuelta y sus ojos la miraron y ella la añadió al montón de cartas sin jugar que había bajo las cartas desplegadas, y después sacó la siguiente carta tranquilamente, con calma, con una mano tan firme como un pilar de piedra ante una brisa suave.
Crucé la habitación y salí, cerré la puerta con suavidad, recorrí el pasillo, bajé las escaleras, anduve por el pasillo de la planta baja pasando por el solario y el despachito de Merle, y desemboqué en el triste, abarrotado y desaprovechado cuarto de estar, que sólo de estar en él me hacía sentir como un cadáver embalsamado.
Las puertas con vidriera del fondo se abrieron, y Leslie Murdock entró y se quedó parado, mirándome.