10

Un cervatillo domesticado, con un collar de perro, cruzó la carretera por delante de mí. Le di unas cuantas palmaditas en el cuello peludo y entré en la oficina de teléfonos. Ante un pequeño escritorio había una chica bajita, vestida con pantalones, trabajando en los libros de contabilidad. Me informó de las tarifas para hablar con Beverly Hills y me proporcionó cambio para la llamada. La cabina estaba fuera, adosada a la fachada principal del edificio.

—Espero que le guste este pueblo —me dijo—. Es muy tranquilo, muy pacífico.

Me encerré en la cabina. Por noventa centavos podía hablar con Derace Kingsley durante cinco minutos. Conseguí la conferencia enseguida. Kingsley estaba en casa, pero había muchas interferencias.

—¿Ha averiguado usted algo? —me preguntó con una voz que revelaba tres whiskys con soda. De nuevo se expresaba con dureza, muy seguro de sí mismo.

—Demasiado —le dije—, pero nada de lo que nos interesa. ¿Está usted solo?

—¿Qué importa eso?

—A mí nada. Pero es que yo sé lo que voy a decirle. Y usted no.

—Venga, suéltelo ya. Lo que sea.

—Tuve una larga conversación con Bill Chess. Se sentía muy solo. Su mujer le abandonó hace un mes. Se pelearon, él se emborrachó y, cuando volvió, ella se había largado. Le dejó una nota en que decía que prefería morir a seguir viviendo con él.

—Creo que Bill bebe demasiado —dijo la voz de Kingsley en la distancia.

—Cuando Bill volvió, las dos mujeres habían desaparecido. No sabe adónde pudo ir la señora Kingsley. Chris Lavery estuvo aquí en mayo y no ha vuelto desde entonces, pero eso ya lo había admitido él. Pudo volver a buscarla, desde luego, mientras Bill estaba emborrachándose por ahí, pero habría sido un poco absurdo porque luego habrían tenido que bajar en dos coches. Se me ocurrió que quizá se hubieran ido juntas, pero Muriel Chess también tenía coche propio. Además, ha ocurrido algo que invalida totalmente esa idea. Muriel Chess no se marchó. Fue a parar al fondo de su lago particular. Y ha vuelto a salir hoy. Yo estaba presente.

—¡Dios mío! —la voz de Kingsley reflejaba todo el horror adecuado a las circunstancias—. ¿Quiere usted decir que se suicidó?

—Quizá. La nota que dejó podría ser una despedida de suicida. Puede querer decir tanto una cosa como otra. El cuerpo estaba debajo de esa plataforma de madera que hay sumergida en el lago. Bill fue quien descubrió un brazo moviéndose en el fondo mientras mirábamos el agua desde el muelle y sacó el cadáver. Le han detenido. El pobre hombre está destrozado.

—¡Dios mío! —volvió a decir Kingsley—. No me extraña en absoluto. ¿Hay motivos para sospechar que…?

Hizo una pausa, durante la cual se oyó la voz de la telefonista exigiendo otros cuarenta y cinco centavos. Introduje dos monedas de veinticinco en la ranura y volvió a darme línea.

—¿Decía usted que si hay motivos para qué?

De pronto, la voz de Kingsley dijo con toda claridad:

—Para sospechar que la haya matado él.

—Sí, muchos. A Jim Patton, el jefe de la policía de aquí, no le convence que la nota no esté fechada. Al parecer, Muriel le había abandonado ya otra vez por un asunto de faldas y creo que Patton sospecha que Bill guardaba la nota desde entonces. En todo caso, se lo han llevado a San Bernardino para interrogarle y van a hacer la autopsia al cadáver.

—¿Usted qué impresión tiene? —preguntó lentamente.

—Verá, fue Bill quien encontró el cuerpo. No tenía por qué llevarme al muelle. El cadáver podía haberse quedado en el agua mucho más tiempo, quizá para siempre. La nota puede parecer vieja porque Bill la ha llevado en la cartera todo este tiempo y la ha manoseado mucho, meditando sobre ella. Su mujer lo mismo pudo dejarla sin fechar esta vez que la otra. Yo diría que este tipo de cartas por lo general no llevan fecha. Los que las escriben suelen hacerlo a toda prisa y no se preocupan de esas cosas.

—El cadáver debe de estar muy descompuesto. ¿Qué se puede averiguar a estas alturas?

—No sé con qué equipo técnico cuentan. Pueden averiguar si murió ahogada o no, supongo, y si hay huellas de violencia que no hayan borrado ni el agua ni la descomposición. Pueden decir si la mataron de un tiro o a puñaladas. Por ejemplo, si encuentran fracturado el hueso hioides de la garganta sabrán que murió estrangulada. Pero en lo que nos concierne a nosotros, ahora tendré que decir por qué he venido aquí. Me harán declarar en la instrucción del caso.

—Eso no me gusta —dijo Kingsley—. No me gusta nada. ¿Qué piensa hacer ahora?

—En el camino de vuelta pararé en el hotel Precott y veré si puedo averiguar algo. ¿Se llevaban bien su esposa y la mujer de Chess?

—Supongo que sí. Crystal es el tipo de mujer con la que es fácil llevarse bien en circunstancias normales. Yo apenas conocía a Muriel Chess.

¿Y ha conocido alguna vez a una mujer llamada Mildred Haviland?

—¿Qué?

Repetí el nombre.

—No —respondió—. ¿Hay alguna razón por la que debería conocerla?

—Cada vez que le hago una pregunta, usted me contesta con otra —dije—. No, no tiene por qué conocer a Mildred Haviland. Sobre todo si apenas conocía a Muriel Chess. Le llamaré mañana por la mañana.

—Sí —dijo, y vaciló unos segundos—. Siento haberle metido en semejante lío —añadió. Luego dudó otra vez, se despidió y colgó.

Casi inmediatamente sonó el timbre del teléfono y la voz de la telefonista me anunció secamente que me sobraban cinco centavos. Le contesté lo que suelo decir cuando me hablan en ese tono. No le gustó.

Salí de la cabina y me llené los pulmones con un poco de aire puro. El cervatillo domado con su collar de cuero me estaba esperando justo al final del camino bloqueando la puerta de la cerca. Traté de apartarle, pero él se apretó contra mí y no quiso moverse. Salté la cerca, volví al Chrysler y regresé al pueblo.

En la puerta de la oficina de Patton había un farol encendido, pero el barracón estaba vacío y el letrero que decía: «Vuelvo dentro de veinte minutos» seguía tras el cristal de la puerta. Continué andando hasta llegar al lugar donde atracaban los botes y aún más allá, hasta el borde de una playa desierta. Unas cuantas motoras seguían haciendo el loco sobre la superficie sedosa del agua. En el interior de unas cabañas de juguete encaramadas en laderas en miniatura comenzaban a encenderse unas diminutas lucecillas amarillas. Un único lucero brillaba en el cielo, hacia el noreste, sobre el perfil de las montañas. En la rama superior de un pino de treinta metros de altura un petirrojo esperaba a que oscureciera lo bastante para cantar su canción de despedida. Al poco rato, cuando hubo oscurecido lo suficiente, cantó y se sumergió en las profundidades invisibles del cielo. Arrojé mi cigarrillo al agua inmóvil, subí al coche y arranqué en dirección al lago del Corzo.

Todo Marlowe
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