31
Un reluciente coleóptero negro de cabeza rosada y lunares del mismo color por el resto del cuerpo se arrastraba lentamente sobre la bruñida superficie del escritorio de Randall y movía las antenas de vez en cuando como si estuviera comprobando la dirección de la brisa antes de despegar. Al arrastrarse se bamboleaba un poco, como una anciana que transportara demasiados paquetes. Un policía anónimo, sentado en otra mesa, no cesaba de hablar por un modelo de teléfono muy anticuado, y su voz sonaba como alguien cuchicheando en un túnel. Mantenía los ojos medio cerrados y una mano enorme, llena de cicatrices, en la mesa delante de él, sostenía, entre los nudillos del dedo índice y el corazón, un cigarrillo encendido.
El bicho llegó al extremo de la mesa de Randall e intentó seguir avanzando por el aire. Cayó al suelo de espaldas, agitó débilmente unas cuantas patitas muy delgadas y finalmente optó por hacerse el muerto. A nadie le importó, de manera que empezó otra vez a moverse hasta que, con mucho esfuerzo, se dio la vuelta. Luego avanzó lentamente hasta una esquina, en dirección a nada, yendo a ningún sitio.
El altavoz situado en la pared transmitió un boletín sobre un atraco en San Pedro, al sur de la calle 44. El atracador era un individuo de mediana edad que vestía un traje gris oscuro y sombrero de fieltro del mismo color. Se le había visto correr hacia el este por la calle 44 y luego desaparecer entre dos casas. «Acérquense a él con prudencia —dijo el locutor—. El sospechoso va armado con un revólver de calibre 32 y acaba de atracar al propietario de un restaurante griego en el número 3966 de San Pedro Sur».
La voz desapareció, acompañada de un clic seco, y otra vino a sustituirla, para proceder a la lectura de una lista de coches robados, con entonación lenta y monótona y repitiéndolo todo dos veces.
Se abrió la puerta y apareció Randall con un mazo de hojas mecanografiadas de tamaño carta. Atravesó a buen paso la habitación y, después de sentarse al otro lado de la mesa, empujó algunos papeles en mi dirección.
—Firme cuatro ejemplares —dijo.
Firmé cuatro ejemplares.
El bicho llegó a un rincón del despacho y movió las antenas buscando un buen sitio para despegar. Parecía un tanto desanimado. Luego siguió bordeando el rodapié hacia otra esquina. Yo encendí un pitillo y el policía que hablaba por teléfono se puso en pie de golpe y salió del despacho.
Randall se recostó en la silla, con el mismo aspecto de siempre, igual de frío, igual de sereno, igual de dispuesto a mostrarse amable o desagradable según lo requiriese la ocasión.
—Le voy a contar unas cuantas cosas —dijo—, con el objeto de que no siga teniendo ideas brillantes. De que renuncie a ir de aquí para allá planeando y organizándolo todo. Para que, por el amor de Dios, deje de inmiscuirse en este caso.
Esperé.
—No se han encontrado huellas en el basurero —dijo—. Ya sabe de qué basurero estoy hablando. Tiraron del cable para apagar la radio, pero probablemente fue la señora Florian quien subió el volumen. Eso parece evidente. A los borrachos les gusta que la radio esté muy alta. Pero si una persona se pone guantes para cometer un asesinato y sube el volumen de la radio para ahogar los disparos o cualquier otra cosa, también la puede apagar del mismo modo. Pero no fue así como se hizo. Y a la señora Florian le rompieron el cuello. Ya estaba muerta antes de que el culpable empezase a golpearle la cabeza contra el mobiliario. Ahora bien, ¿por qué empezó a hacer eso?
—Soy todo oídos.
Randall frunció el ceño.
—Probablemente el asesino no se dio cuenta de que le había roto el cuello. Estaba muy enfadado con ella —dijo—. Es una deducción. —Sonrió con amargura.
Eché un poco de humo y moví la mano para apartármelo de la cara.
—Bien, pero ¿por qué estaba tan enfadado con ella? Cuando lo detuvieron en el local de Florian por el asalto al banco de Oregón, ofrecían mil dólares por cualquier información para detenerlo. Quien cobró la recompensa fue un picapleitos con pocos escrúpulos que en paz descanse, pero parece probable que a los Florian les llegara algo. Quizá Malloy lo sospechaba. Puede incluso que lo supiera a ciencia cierta. O quizá estaba tratando de arrancarle una confesión a su víctima.
Asentí con la cabeza. Era una posibilidad razonable. Randall continuó:
—La agarró una vez por el cuello y no se le resbalaron los dedos. Si le echamos el guante, tal vez podamos probar, por la distancia entre los hematomas, que fueron sus manos. Tal vez no. El forense piensa que sucedió anoche, a primera hora. A la hora del cine, en cualquier caso. Todavía no tenemos pruebas de la presencia de Malloy en la casa en ese momento, al menos por el testimonio de los vecinos. Pero sin duda parece obra de Malloy.
—Claro —dije—. Malloy, desde luego. Aunque es probable que no se propusiera matarla. El problema es que tiene demasiada fuerza.
—Eso no le va a servir de gran cosa —dijo Randall con ferocidad.
—Supongo que no. Sólo quería señalar que Malloy no me parece un asesino nato. Mata si se siente acorralado, pero no por gusto ni por dinero; tampoco por mujeres.
—¿Es eso importante? —preguntó Randall con sequedad.
—Quizá sepa usted lo bastante como para distinguir lo que es importante de lo que no lo es. Yo no.
Se me quedó mirando el tiempo suficiente para que el locutor de la policía leyera otro boletín sobre el atraco al restaurante griego de San Pedro Sur. El sospechoso había sido detenido. Más tarde se supo que era un mexicano de catorce años armado con una pistola de agua. Las ventajas de los testigos presenciales.
Randall esperó a que el locutor terminara y luego prosiguió:
—Esta mañana usted y yo hemos hecho buenas migas. Sigamos así. Váyase a casa, acuéstese y descanse. Parece exhausto. Deje que el departamento de policía y yo nos ocupemos del asesinato de Marriott, de encontrar a Moose Malloy y de todo lo demás.
—A mí me contrataron para proteger a Marriott —dije. Y fallé. También la señora Grayle me ha contratado. ¿Qué quiere que haga? ¿Que me retire y viva de mis ahorros?
Me miró de nuevo:
—Me hago cargo. Soy un ser humano. Les dan su licencia, lo que quiere decir que esperan de ustedes algo más que colgarla de la pared del despacho. Por otra parte, cualquier capitán de policía en funciones que tenga ganas de dar la lata puede acabar con usted.
—No, si tengo a Grayle respaldándome.
Consideró lo que le decía. No le hacía ninguna gracia admitir, ni siquiera a medias, que podía estar en lo cierto. De manera que frunció el entrecejo y dio golpecitos sobre el escritorio.
—Vamos a ver si nos entendemos —dijo, después de una pausa—. Si resuelve usted el caso, tendrá problemas. Quizá sean problemas de los que, por esta vez, consiga zafarse. No lo sé. Pero poco a poco habrá creado una corriente de hostilidad en este departamento que terminará por hacer que casi le sea imposible trabajar.
—Cualquier detective privado se enfrenta con eso todos los días de su vida…, a no ser que se dedique a los divorcios.
—No puede usted trabajar en casos de asesinato.
—Usted ya me ha dicho lo que me tenía que decir y yo le he escuchado. Ni se me pasa por la cabeza que vaya a ser capaz de conseguir cosas que no puede lograr una jefatura de policía tan importante como ésta. Si tengo alguna idea, privada e insignificante, no pasa de ser eso: privada e insignificante.
Randall se inclinó lentamente hacia mí por encima de la mesa. Sus finos dedos inquietos repiquetearon como los renuevos de las poinsettias contra la fachada de la casa de la señora Jessie Florian. Le brillaban los lustrosos cabellos grises. Sus ojos, tranquilos, fríos, no se apartaban de los míos.
—Sigamos —dijo— con lo que todavía tengo que contarle. Amthor se ha marchado de viaje. Su mujer, y también secretaria, no sabe adónde o no quiere decirlo. El indio, por supuesto, ha desaparecido. ¿Está dispuesto a firmar una denuncia contra esa gente?
—No. No podría probar nada.
Randall pareció aliviado.
—La mujer de Amthor dice que no ha oído nunca el apellido Marlowe. En cuanto a los dos policías de Bay City, si es que lo eran…, eso no está a mi alcance. Y preferiría no complicar la situación más de lo que ya lo está. Hay una cosa sobre la que no albergo la menor duda: Amthor no tuvo nada que ver con la muerte de Marriott. Los cigarrillos con su tarjeta en la boquilla eran una pista falsa.
—¿Y el doctor Sonderborg?
Extendió las manos.
—No ha quedado nadie en la casa. Gente del despacho del fiscal del distrito se presentó allí con la mayor discreción. Sin contacto alguno con Bay City. El edificio está vacío y cerrado a cal y canto. Ellos entraron, claro está. Los desaparecidos habían hecho intentos un poco precipitados de limpiarlo todo, pero hay huellas…, en abundancia. Pasará una semana antes de que sepamos qué es lo que hemos encontrado. Hay también una caja de caudales en la pared; están trabajando en eso ahora. Probablemente contendrá drogas…, y otras cosas. Mi idea es que Sonderborg tiene antecedentes penales, no aquí, sino en algún otro sitio, por provocar abortos o atender heridas de arma de fuego o alterar huellas dactilares o utilización ilegal de drogas. Si se trata de algún delito federal tendremos mucha más ayuda.
—Dijo que era médico —comenté.
Randall se encogió de hombros.
—Quizá lo fuera en otro tiempo. Tal vez no lo hayan condenado nunca. Hay un personaje que ejerce ahora mismo de médico cerca de Palm Springs a quien se acusó de vender droga en Hollywood hace cinco años. Era todo lo culpable que se puede ser y más, pero funcionó la protección de que disponía. Lo absolvieron. ¿Hay algo más que le preocupe?
—¿Qué sabe acerca de Brunette? ¿Qué es lo que me puede decir, al menos?
—Brunette es jugador. Gana mucho. Y lo gana sin esforzarse demasiado.
—De acuerdo —dije, y empecé a levantarme—. Parece razonable. Pero no nos acerca más a esa banda de ladrones de joyas que asesinó a Marriott.
—No se lo puedo contar todo, Marlowe.
—Tampoco yo lo espero —respondí—. Por cierto, Jessie Florian me dijo, la segunda vez que hablé con ella, que en otro tiempo había sido criada de la familia de Marriott. Y que ésa era la razón de que le mandase dinero. ¿Hay alguna prueba de que su afirmación fuera verdad?
—Sí. Cartas de la señora Florian en la caja fuerte de Marriott dándole las gracias y diciendo eso mismo. —Puso cara de que estaba a punto de perder la paciencia—. Ahora, ¿quiere hacerme el favor, por lo que más quiera, de irse a su casa y ocuparse de sus asuntos?
—Muy conmovedor por parte de Marriott conservar con tanto cuidado esas cartas, ¿no le parece?
Alzó los ojos hasta que su mirada descansó en lo más alto de mi cabeza. Después bajó los párpados hasta cubrir la mitad del iris. Me miró así durante diez largos segundos. Luego sonrió. Sonreía muchísimo aquel día. Había utilizado ya las existencias de toda una semana.
—Tengo una teoría acerca de eso —dijo—. Parece descabellada, pero es así la naturaleza humana. Marriott era, por las circunstancias de su vida, un hombre amenazado. Todos los sinvergüenzas son jugadores, más o menos, y todos los jugadores son supersticiosos, más o menos, también. Creo que Jessie Florian era la pata de conejo de Marriott. Mientras se ocupara de ella, a él no iba a sucederle nada.
Volví la cabeza buscando al coleóptero. Había probado con dos esquinas de la habitación y avanzaba, desconsolado, hacia la tercera. Fui a recogerlo con mi pañuelo y volví con él a la mesa.
—Escuche —dije—. Este despacho está en el piso dieciocho. Y este bichejo ha trepado hasta aquí sin otra razón que hacer un amigo. Que soy yo. Es mi talismán de la suerte. —Lo envolví cuidadosamente con la parte más blanda del pañuelo y procedí a guardármelo en el bolsillo. A Randall se le habían puesto los ojos como platos. Movió la boca, pero no llegó a decir nada.
»Me pregunto a quién servía Marriott de talismán —dije.
—A usted no, amigo. —Su voz era ácida; ácida y fría.
—Quizá tampoco a usted. —Mi voz no era más que una voz. Salí del despacho y cerré la puerta.
Bajé en el ascensor rápido hasta la salida por la calle Spring, fui a la entrada del ayuntamiento y bajé unos escalones hasta llegar a los macizos de flores. Una vez allí, puse con mucho cuidado al bicho detrás de un matorral.
Me pregunté, mientras volvía a casa en taxi, cuánto tardaría en presentarse de nuevo en el Departamento de Homicidios.
Saqué mi coche del garaje situado detrás del edificio de apartamentos y almorcé en Hollywood antes de ponerme en camino hacia Bay City. La tarde, en la playa, era fresca y maravillosamente soleada. Abandoné el bulevar Arguello en la Tercera y me dirigí al ayuntamiento.