Epílogo

Musée National du Château et des Trianons, Versalles. Nueve meses después.

Al principio, no la vio entrar en la sala. Estaba contemplando un cuadro, el retrato de un hombre joven con peluca blanca del siglo XVIII que sostenía una pluma con delicadeza en el aire, como si se estuviera planteando clavársela en el ojo al retratista, para hacer que la sesión fuera más divertida.

La chica que entró en la sala de exhibición era joven, estaba más cerca de los veinte que de los treinta, era muy guapa y el pelo rubio largo le caía sobre los hombros. Llevaba un vestido de verano amarillo y una manoseada guía Fodor de Francia debajo del brazo. Se colocó al lado del hombre y él la vio por primera vez. Ella se quedó de pie, con el peso del cuerpo apoyado en una pierna y la cadera ladeada, contemplando el cuadro. Aunque intentaba disimularlo, toda ella gritaba su procedencia estadounidense: el mapa de París que regalaban en un centro comercial que sobresalía de la guía y las zapatillas deportivas.

Se quedó mirando el retrato un buen rato y después empezó a hojear la guía del museo. Pasó una página, como si buscara algo, pero no lo encontró. Frunció el ceño, desconcertada.

Se giró hacia el hombre que tenía al lado.

Pardon —dijo en un francés aceptable—. Parlez-vous anglais?

Timothy Van Bender la miró con detenimiento. Era imposible que aquello fuera una trampa. Era una chica demasiado joven, demasiado inocente. Además, era casi imposible que alguien lo reconociera. Desde su «suicidio» y su huida de Estados Unidos, había cambiado mucho su aspecto: se había dejado barba, llevaba el pelo más largo y había cambiado los trajes de Brooks Brothers por camisas de franela y pantalones con múltiples bolsillos.

Timothy miró a su alrededor para asegurarse de que nadie los estaba escuchando.

—Sí —dijo.

Ella sonrió aliviada. Timothy se fijó en que tenía una sonrisa muy bonita.

—¿Es la sala de Joseph Ducreux? —le preguntó ella.

—Una de ellas —dijo—. Sí.

Había algo en aquella chica que le resultaba familiar. La miró e intentó averiguar el qué. Tardó unos segundos, pero al final lo descubrió: le recordaba a Katherine, hacía veinte años. Era joven, distinta y se esforzaba por hacer lo correcto. Era atractiva. Muy atractiva.

La chica señaló el cuadro que tenían delante. Señalaba como una estadounidense: con el dedo índice totalmente estirado.

—¿Es…? —volvió a mirar la guía del museo, pasó páginas a la izquierda, luego a la derecha, intentando situarse.

—¿Me permites? —Timothy le cogió la guía de las manos. Buscó la página correcta, aquélla en la que el retrato del conde de Bougainville estaba en la parte de arriba—. Ya está —dijo—. Estás mirando ese cuadro.

La chica cogió la guía y la miró. Luego asintió. Ahora ya estaba situada.

—Gracias —y, leyendo de la guía, dijo—: El conde de «Bou-gain-ville».

Timothy se quedó helado. Por un segundo, pensó que se había producido lo imposible: que Katherine Sutter, la mujer con quien se había casado, se había transportado de alguna manera hasta el cuerpo de esa joven turista americana. Pero no, eso era imposible. Timothy había aprendido, a costa de haber perdido todo lo que tenía, que los intercambios de cuerpos o las transferencias de identidades no existían. No. La chica que estaba a su lado no era su mujer Katherine. Esa chica sólo era una atractiva turista, pronunciando mal un nombre al igual que Katherine, pero dos décadas después. Sólo era una coincidencia. Nada más.

La joven lo estaba mirando. Estaba esperando que él le respondiera.

—En realidad —dijo, y sintió cómo se le formaba una risa en la base de la garganta—, tu pronunciación…

Se detuvo en seco.

La chica arqueó una ceja, expectante, abierta y receptiva, como si esperara una corrección, una reprobación, quizás incluso una amable lección de francés. Pero el hombre se había callado a media frase, como si de repente le hubiera venido algo a la mente.

La muchacha lo estaba mirando. Era como si se hubiera paralizado a media frase. Estaba inmóvil, con la boca abierta, una incipiente sonrisa en los labios y la cabeza ladeada de forma muy extraña.

Al final, sonrió y dijo, como si nada:

—Tu pronunciación es perfecta.