32

A la semana siguiente Tricia dejó de trabajar en Osiris sin despedirse del Chico. Un día, sencillamente no acudió al trabajo y Timothy, como si nada, le dijo que Tricia había decidido continuar con su vida. A juzgar por su mirada, pareció que el Chico sabía exactamente dónde la joven había decidido continuar con su vida; concretamente, en la casa y la cama de Timothy.

Éste llamó a una empresa de trabajo temporal para que le enviaran una secretaria, que se presentó ese mismo día: una mujer rusa con sobrepeso que olía a cigarro y a pastel de queso.

Mientras tanto, la actividad en Osiris alcanzó su punto álgido. Después de que Barclays liquidara sus posiciones de la operación contra el yen, Citigroup hizo lo mismo al día siguiente. En esos momentos, toda la operación del yen se había cerrado con unas pérdidas de cincuenta millones de dólares. Más de la mitad del capital de Osiris se había evaporado en menos de un mes.

Lo único que les quedaba era cerrar la empresa, calcular las pérdidas totales, enviar los últimos informes financieros a los inversores y devolverles lo que quedara de su dinero. También había que resolver el asunto de la citación de la CFTC y la demanda de Pinky. Al final, tirando la toalla, Timothy le envió un cheque por poco menos de la mitad de lo que Pinky había invertido al principio, junto con una nota a mano en la que se disculpaba por el retraso y por la «inesperada pérdida de capital». Era lo mejor que podía hacer. Esperó un milagro; es decir, que Pinky retirara la demanda personalmente pero, como era de esperar, la demanda siguió en pie y Pinky se negó a responder a sus llamadas. Timothy era consciente de que perder dieciséis millones de dólares puede hacer que la gente se enfade un poco.

En las diversas cuentas de Osiris todavía quedaban treinta y cuatro millones de dólares. Sin embargo, Timothy sabía que muy pronto ese dinero volvería a manos de los inversores y que él se quedaría sin nada, excepto un carísimo alquiler de tres años, al menos una demanda, aunque seguramente serían más, y una más que probable condena por conspiración y fraude.

Y, sin embargo, Timothy no se sentía para nada presionado.

Lo que le estaba pasando en la vida laboral era desagradable, pero soportable. Podría renunciar a su carrera de gestor financiero de un fondo de inversión libre. De todos modos, jamás le había gustado. Durante años había sido capaz de ganar dinero, pero en el fondo sabía que era intelectualmente mediocre, que sólo había tenido suerte. Cuando empezó en este negocio veinte años atrás, las finanzas eran cuestión de conexiones, de a quién conocías y quiénes eran tus amigos. Para tener éxito, sólo necesitabas conocidos ricos y buenos modales, que pudieras llamar a un colega de Yale por teléfono, recordar los viejos tiempos durante unos minutos, y luego pedirle un cheque de cinco millones de dólares. Sin embargo, últimamente, el mundo había cambiado. El mercado de las finanzas había abierto las puertas. Ahora lo importante era el talento y el intelecto. Había indios, gente con apellidos exóticos, chinos que jamás habían ido a una de las universidades de la Ivy League, y era habitual trabajar mano a mano con hombres que venían de Bangalore y que se habían doctorado en escuelas de negocios de las que Timothy ni siquiera había oído hablar. El viejo mundo, en el que se invertía por corazonadas, en el que uno se fiaba de la palabra de la gente en quien confiaba, donde se sacaba tajada de los soplos y donde se cerraban tratos con una encajada de manos, era sustituido por hojas de cálculo, Método de Montecarlo, cajas negras y fondos mutuos. Había llegado la hora de que los hombres como Timothy se dedicaran a otra cosa.

Pero no importaba. Timothy todavía tenía una red de seguridad de decenas de millones de dólares. Su casa de Palo Alto valía tres millones. No necesitaba volver a trabajar en la vida. Frank Arnheim confiaba en que podrían ganar la demanda de Pinky Dewer o que, como mínimo, pudieran llegar a un acuerdo rápido. Incluso los cargos de la CFTC podían quedarse en nada, puesto que la quiebra de Osiris se debía más a la incompetencia que al fraude o, al menos, así es como enfocarían el caso, si el Chico mantenía la boca cerrada.

De modo que Timothy contemplaba aquellas dificultades con ecuanimidad. Las veía como el precio que tenía que pagar por haber recuperado a Katherine, una especie de principio de la Conservación de la Felicidad. Para toda felicidad en la vida, existe una igual y opuesta infelicidad. Le habían concedido, por arte de magia, una segunda oportunidad con Katherine. Ergo: su vida profesional acabaría destruida. Sin embargo, le parecía un precio justo por la mujer que quería.

Sólo había un problema: el Chico.

Podía salvar o hundir a Timothy. Si decía lo correcto en su testificación ante la CFTC en Chicago, si explicaba que Timothy había seguido todas las normas, pero que se había equivocado en la dirección que tomaría el yen, gajes del oficio, Timothy saldría impune de todo aquello. En cambio, si le decía a la comisión que Timothy le había ordenado mentir a los inversores y retener informes financieros, que había emitido informes maquillados respecto a la situación de Osiris mientras sabía perfectamente que estaba perdiendo dinero, firmaría su sentencia.

Por la noche, después de que el Chico y Natasha, la recepcionista rusa gorda, se marcharan, Timothy volvió a la oficina. Cogió el talonario de la empresa y extendió un cheque de cincuenta mil dólares a nombre del Chico.

Para él, aquello era algo más que un simple soborno. Sentía lástima por él. Jay Strauss había tenido muy mala suerte al verse involucrado en la peor época de Osiris. Y a pesar de su rabia por ver peligrar su carrera, y a pesar de su disgusto porque Timothy se estuviera acostando con la joven secretaria (una mujer que él había deseado), en el fondo el Chico era un caballero. Había avisado con quince días de antelación de su decisión de dejar la empresa y estaba ayudándole, de buen grado, a liquidar la empresa. Así que le debía algo. Y si el pobre se acordaba de la generosidad de Timothy cuando estuviera testificando en Chicago, bueno… pues mejor que mejor.

Además, este tipo de generosidad era sencilla. Los cincuenta mil dólares saldrían del dinero de los inversores. Siempre era sencillo ser generosos con el DOP, el dinero de otras personas.

Timothy decidió acercarse a casa del Chico y darle el cheque. Sería una muestra de respeto entregárselo en persona y entrar en su terreno, en lugar de enviárselo por correo.

Buscó su dirección en la agenda. Vivía en Menlo Park, a pocos minutos de allí.

El Chico vivía en un barrio residencial con muchos árboles detrás del centro comercial. Era una mezcla de casas pequeñas y pisos bajos, de dos o cuatro plantas, pero las casas las alquilaban principalmente estudiantes y profesores de Stanford.

Timothy entró en un camino de gravilla y se detuvo frente a la casa. Hay una señal que no falla para saber cuándo una casa es de alquiler: el césped nunca está regado o bien cortado. Y en la casa del Chico sucedía eso: césped marrón, muy crecido en algunos puntos y una vieja manguera con un aspersor que parecía que no se había utilizado en años.

Timothy llamó al timbre. Escuchó música, una horrible música rock que, por suerte, su generación no había tenido que soportar. La música dejó de sonar y el Chico abrió la puerta. Llevaba una camiseta y vaqueros.

—Timothy —dijo. Parecía sorprendido.

—Siento mucho presentarme en tu casa sin avisar —dijo él—. Pensé en darte una sorpresa. Tengo algo para ti —sacó el cheque del bolsillo. Seguía doblado delicadamente por la mitad. Se lo ofreció, sujetándolo entre los dedos índice y corazón.

—¿Qué es esto?

—Una preciosa cesta de frutas. ¿Te lo imaginas? —y añadió—: Digamos que es un «Gracias» y un «Lo siento».

El Chico desdobló el cheque y miró la cifra. Arqueó una ceja.

—Esto es una sorpresa.

—Es un placer.

—Bueno, gracias.

—De veras —dijo Timothy, haciendo hincapié en cada palabra—. Un placer.

De repente, se sintió muy extraño e incómodo. ¿Por qué el Chico estaba bloqueando la entrada de su casa? ¿Por qué no lo invitaba a pasar?

—Es muy amable por tu parte —dijo el joven—. Te invitaría a entrar pero es que… —lo dejó ahí.

En el interior de la casa se escucharon pasos y el crujir de una tabla del suelo.

Timothy lo entendió todo.

—Oh —dijo. El Chico tenía compañía. Seguramente, compañía femenina. Era algo en lo que no había pensado. Se sintió como un imbécil—. Lo siento.

—No, es que… eh… —el Chico miró nervioso por encima del hombro.

—Tranquilo —dijo Timothy—. Siento mucho la interrupción. Sólo quería traerte eso. Para darte las gracias.

—Te lo agradezco —dijo su ayudante. Siguió con el brazo pegado al umbral de la puerta, bloqueando el paso.

—Muy bien. Te veré mañana.

—Perfecto. Gracias.

Antes de que Timothy pudiera decir nada más, el Chico asintió y cerró la puerta.

Cuando llegó a casa, Tricia estaba en la cocina. Estaba sofriendo cebolla picada para la cena.

—Hola, cariño —dijo—. ¿Mucho trabajo? —era una broma recurrente, ahora que Osiris estaba casi en la quiebra y Timothy trabajaba mucho menos de lo habitual, es decir, prácticamente nada.

Él le dio un beso.

—La mierda de cada día. Demasiados martinis con la comida.

—¿Cómo está Natasha, tu nueva secretaria? ¿Vas a sustituirme por ella?

—Ya lo he hecho.

—Me refería en la cama.

—Yo también.

—Eres terrible.

—Huele a pastel de queso. ¿Cómo es posible? —se quitó la chaqueta del traje y la dejó doblada en el respaldo de una silla.

—No pensarás dejarla ahí, ¿verdad? —era el mismo comentario que Katherine siempre le había hecho desde que se mudaron a esa casa hacía años. En la semana que hacía que la había recuperado, Timothy se había acostumbrado de forma gradual a tenerla en casa, en el cuerpo de Tricia; se había acostumbrado tanto que casi le parecía natural. Sin embargo, cuando le hacía algún comentario esporádico, como el de la chaqueta o sobre el tubo de pasta de dientes sin cerrar, y comprobaba que eran las palabras de Katherine las que salían del cuerpo de Tricia, era como un relámpago en un extraño paisaje volcánico, una luz repentina en un cielo oscuro que revelaba todo su misterio, la ceniza gris y los troncos chamuscados, aquel aspecto sobrenatural que hasta entonces había permanecido oculto.

—Perdona —dijo. Cogió la chaqueta de la silla y estaba a punto de salir de la cocina cuando vio algo—. ¿Qué es eso?

Ella lo miró.

—¿El qué?

Él señaló hacia su cuello.

—Eso.

Debajo de la blusa, casi no se veía. Tricia llevaba el collar que Timothy le había regalado a su mujer en Big Sur, el collar con el colgante de diamantes y zafiros de quince mil dólares.

Ella lo tocó y se separó la camisa para que Timothy lo viera.

—Es mi regalo de aniversario —dijo—. Me lo diste tú.

—¿Dónde lo has encontrado?

—Donde lo dejé. En el cajón de la ropa interior —y luego añadió—. ¿Qué te pasa?

Él meneó la cabeza.

—Nada —otro relámpago sobre el extraño terreno volcánico—. A veces es muy raro. Sé que eres tú, pero no eres tú.

—Pero soy yo —dijo Tricia.

El sábado por la tarde decidieron ir al Menlo Circus Club a jugar a tenis y a tomar algo.

Timothy consiguió terminar un set antes de empezar a sentir dolor en la rodilla.

—Venga, Gimpy —le dijo Tricia en el centro de la pista—. ¿Te vuelve a doler la herida de guerra?

—Un poco.

—Es una lástima que seas tan viejo.

—¿No me digas?

—¿Un set más? Me siento genial.

Y él jugó otro set, para entretener a su joven novia y antigua mujer.

Después, destrozado, se fue al vestuario masculino y se duchó. Quedaron en la terraza veinte minutos más tarde para tomar algo.

En el vestuario, Timothy fue hasta la ducha cojeando, luego se secó y entró desnudo en la zona de lavabos. Se quedó de pie frente a los espejos que había encima de los lavabos y se peinó. Cuando levantó la mirada, vio que Michael Stanton, exdirector general de una empresa de aparatos médicos y que, en la actualidad, tenía una demanda por parte del gobierno federal, pero que seguía siendo uno de los miembros privilegiados del Circus Club, lo estaba mirando.

—¡Timothy! —exclamó Michael Stanton—. Me alegro de verte por aquí. ¿Has jugado a tenis?

Timothy se sintió un poco estúpido, allí peinándose y desnudo.

—Sí.

—¿Con quién?

«Como si no lo supieras», pensó.

—Tengo novia, Michael —dijo sonriendo.

—Me alegro por ti. Creo que la he visto por ahí. Una chica preciosa. Un poco joven.

—¿Tú crees? No me había fijado.

—¡Ja, ja! Bien hecho, amigo. Oye, ¿por qué no quedamos dentro de un rato para tomar algo en la terraza? Ya sabes, tú, yo, tu novia y mi mujer.

Timothy pensó: «Sí, tu segunda esposa». Pero, obviamente, no se acordaba de su nombre.

—Susan —dijo Michael, como si le hubiera leído el pensamiento.

—Me parece estupendo —dijo Timothy, aunque no era verdad.

—Perfecto —dijo Michael Stanton—. Nos vemos allí en diez minutos —y luego, mirando el pene de Timothy en el espejo, añadió—: Y no te olvides de ponerte los pantalones.

Se sentaron en la terraza, bajo el sol de la tarde, con cuatro daiquiris en la mesa. La segunda esposa de Michael acercó la silla a la de su marido. Lo que más sorprendió a Timothy, mientras la miraba, fue que era mayor de lo que recordaba. Hacía dos meses, antes de la muerte de Katherine, parecía escandalosamente joven; los Stanton habían sido la comidilla del Circus Club y no por la acusación federal contra Michael, el abuso de información privilegiada y su más que probable condena a diez años de cárcel, sino por la manera tan descarada en que había dejado a su mujer y la había sustituido por una modelo mucho más joven.

Sin embargo, ahora Timothy se sorprendió al comprobar que, en realidad, Susan era mayor que Tricia, que la nueva señora Stanton tenía unos leves círculos oscuros debajo de los ojos y que las arrugas empezaban a asomar en la comisura de los labios. Y, de repente y lleno de orgullo, supo que era oficial: ahora era él quien estaba sentado en la terraza con la mujer más deseada que jamás hubiera pisado el Circus Club.

—Dinos, Timothy —dijo la segunda esposa de Stanton—, ¿cómo os conocisteis?

Él estaba a punto de responder, a punto de decir algo poco concreto, como que Tricia era una socia, cuando ella habló primero:

—Nos conocimos en el trabajo —se inclinó sobre la mesa y susurró—. Yo era su secretaria.

La segunda esposa de Michael se rió.

—¿No es gracioso? Nosotros nos conocimos igual. Bueno, en realidad, yo era la responsable de relaciones con los inversores. Pero, más o menos, es lo mismo.

Timothy miró por encima de las cabezas de los Stanton a los demás miembros del club que estaban en la terraza. Vio que estaban susurrando y mirando de reojo a la segunda esposa de Michael y a Tricia.

—Nosotros —dijo Michael Stanton— nos enamoramos porque yo estaba en Cavuto, ya sabes, en la CNBC, en la tele. Y me tuvieron más de una hora esperando bajo los focos antes de que me entrevistaran. Te juro que estaba a punto de derretirme. Estaba sudando como nunca en mi vida. Y estaban a punto de hacerme entrar en directo cuando Susan…

«Ah, sí —pensó Timothy—. Susan. Debo recordarlo».

—… dijo: «No vais a sacarlo en un programa que se ve en todo el país con esa pinta de fideo en remojo. O lo secáis, o nos vamos». —Michael se rió y se giró hacia su mujer—. ¿No es cierto?

—Eres mi fideo en remojo —dijo ella.

—Gracias, cariño.

—Una historia preciosa —dijo Timothy.

—Para serte sincero —dijo Michael—, me alegro mucho de veros juntos. Al principio, me sentía un poco extraño viniendo aquí con Susan, porque como es más joven que yo. Pero ahora parece que tengo compañía.

—Timothy y yo queremos venir siempre que podamos —dijo Tricia.

—Lo entiendo —dijo Susan—. ¿No es magnífico? A veces, me despierto y tengo que pellizcarme. No puedo creerme que haya tenido tanta suerte. —Timothy no estaba seguro de a qué se refería: si al magnífico club, a la casa de seis dormitorios de Michael Stanton en Atherton o a su cuenta corriente de ocho cifras.

—Me alegro de conocer a alguien de mi edad —dijo Tricia.

—Bueno, yo ya no soy tan joven —dijo Susan, halagada.

—Señoras —dijo Michael—. Por favor. Prácticamente, nos estáis enterrando a mí y a Timothy —y luego añadió—: Me gustaría proponer un brindis —levantó el daiquiri y dijo—: Por las segundas oportunidades.

—Por las segundas oportunidades —dijo Tricia.

—Eso —dijo Timothy.

Y bebieron.

Se marcharon del Circus Club a las cuatro de la tarde y se fueron a casa. El club estaba ubicado en un barrio residencial de Atherton. Estaba apartado de todo, aislado del resto de la ciudad mediante calles sin salida o de sentido único. Normalmente, aquella zona estaba desierta; Timothy podía conducir varias manzanas sin cruzarse con ningún otro coche.

De modo que fue muy raro cuando salió del club y vio un Chevrolet Impala negro al otro lado de la calle, con el motor en marcha.

Timothy condujo durante varias manzanas muy pendiente del retrovisor. El Impala negro los seguía de cerca.

Giró a la izquierda por Valparaíso y miró el retrovisor. El Chevrolet también giró a la izquierda y siguió detrás de él.

—Qué raro —dijo Timothy.

—¿El qué? —preguntó Tricia.

—Nada, es que… —se colocó en el carril de la izquierda y realizó un giro a la izquierda muy brusco. Como dos caballitos de feria, el Impala lo imitó y se pegó a él.

—¿Qué haces? —le preguntó Tricia.

Timothy aceleró y adelantó al coche que llevaba delante. Salió del barrio residencial y giró a la derecha para entrar en Santa Cruz, una calle de cuatro carriles llena de coches.

El Impala aceleró y lo siguió.

—¿Qué coño…? —dijo Timothy. Pisó el acelerador del BMW. Tricia se sujetó al salpicadero.

—¡Timothy, frena!

Ambos coches iban sorteando el tráfico a toda velocidad.

—Ya basta —dijo Timothy. Giró el volante hacia la derecha, entró en el aparcamiento de un centro comercial y frenó. El BMW se detuvo frente a un salón de bronceado.

Timothy apagó el motor, abrió la puerta y bajó del coche. Se giró para mirar de frente la entrada del aparcamiento y esperar al Impala.

El Chevrolet entró en el aparcamiento. La parte delantera era baja y ancha, como la cabeza de un martillo. Avanzó lentamente hacia él. Timothy vio que el conductor, un chico joven, con el pelo largo, oscuro y grasoso, lo estaba mirando. El Impala y el joven del pelo largo pasaron junto a él muy despacio. El conductor se giró en el asiento para seguir mirando a Timothy. Sin embargo, lo que hizo a continuación no dejó lugar a dudas: se colocó el índice en el cuello y, lentamente, lo llevó hasta el otro lado de la garganta. Luego le sonrió.

Entonces el Impala aceleró, las ruedas chirriaron, salió del aparcamiento y se perdió por Santa Cruz.

—¿Lo has visto? —le dijo Timothy a Tricia. Tenía el corazón acelerado y sentía por todo el cuerpo aquella mezcla familiar: miedo y rabia. Bajó la mirada y vio que tenía los puños cerrados—. ¿Has visto lo que ha hecho? —se agachó junto a la puerta del BMW para mirar a Tricia—. ¿Lo has visto? —repitió.

Tricia estaba pálida.

—Vámonos a casa.

—¿Lo conoces?

—No —dijo ella.

Timothy entró en el coche y encendió el motor.

—¿Has visto lo que ha hecho? Como si quisiera matarme.

—Seguramente iría borracho —dijo ella.

—No parecía borracho. —Se giró hacia Tricia—. ¿A qué coño venía eso?

Ella meneó la cabeza.

—No tengo ni idea.

Cuando llegaron a casa, Timothy esperaba ver al chico del pelo largo y el Impala negro esperándoles en la entrada. Pero no estaba allí.

Al cabo de unas horas dejaron de pensar en el incidente, y lo que al principio había parecido una terrible amenaza se volvió un detalle ridículo: algún chaval drogado hasta las cejas con un Chevrolet que había intentado asustar a uno de los esnobs del Circus Club; Timothy acelerando por Menlo Parle y deteniéndose frente a un salón de bronceado; Timothy de pie en el aparcamiento, con los puños cerrados, con sus impecables pantalones blancos de tenis, esperando al drogadicto… ¿Para qué, exactamente?, ¿para propinarle un golpe con la raqueta?

Durante la cena Tricia y él se rieron del incidente.

—En resumen, diría que ha sido un buen día —dijo Timothy. Estaban sentados en el comedor, con bistecs hechos a la barbacoa y una botella de Petit Sirah a medio beber—. He jugado un set entero contra una mujer a quien le doblo la edad y la he protegido de un drogadicto adolescente. Lo único que me falta es la capa y la ese en el pecho.

—Superman, yo no diría que has jugado un set entero.

—Pero lo he jugado, ¿no?

—Te has paseado por la pista.

—Olvida el tenis. Pero sí que te he salvado del drogadicto adolescente.

—Eso sí. Mi héroe —se acabó la copa de vino y la dejó en la mesa—. Estabas tan ridículo allí de pie.

—Creía que era tu héroe.

Debajo de la mesa, ella se descalzó y le acarició la pierna con el pie desnudo.

—Eres mi héroe —le dijo—. No puedo creerme lo valiente que has sido. Acelerando de esa manera por Menlo Parle. Y luego bajaste del coche para enfrentarte a él. Sin miedo.

—Ya sabes lo que dicen, eso de que la mejor defensa es un buen ataque.

—Sí.

—Tenía que proteger a mi mujer.

—Has estado genial —asintió Tricia.

A Timothy se le heló la sonrisa. La miró.

—¿Qué has dicho?

Ella parecía perdida.

—Nada. He dicho… —se interrumpió. Meneó la cabeza.

Timothy alargó la mano debajo de la mesa, le agarró la pierna y se la apartó.

—¿Qué acabas de decir? —ahora ya había dejado de sonreír.

Tricia lo estaba mirando y parecía asustada.

Él insistió.

—Dime lo que has dicho.

—Timothy, ¿qué te pasa?

Él la miró. Habían pasado varias semanas desde el regreso de Katherine. Semanas en las que no había tenido ninguna duda de que era ella. Pero ahora, esa palabra… aquella sencilla y estúpida palabra que Katherine jamás utilizaría, pero que Tricia, su estúpida secretaria, utilizaba continuamente hizo que lo asaltaran las dudas.

—Timothy, me estás asustando —dijo ella.

Él la miró fijamente, miró a la mujer de ojos azules y de pelo negro recogido hacia atrás con un elegante pasador de carey. Los antiguos conjuntos sexys de Tricia habían desaparecido y los había sustituido por un nuevo guardarropa, un guardarropa estilo Katherine, con chaquetas de punto y delicadas faldas plisadas, una ropa que había comprado en una tarde durante un viaje relámpago a Talbott’s y a Ann Taylor. Sin embargo, debajo de la ropa, ¿seguía siendo Tricia la que estaba sentada frente a él? Intentó mirar más allá de sus ojos, encontrar algo diabólico, pícaro, cómplice. Pero los ojos azules eran transparentes, no revelaban nada. Y pensó: «Quizá es todo lo que hay. Nada».

Dijo:

—Lo siento —meneó la cabeza—. Ha sido un día raro. Nada más.

Ella también meneó la cabeza y siguió cortando el bistec. Timothy vio que estaba poco hecho, como le gustaba a Katherine, y aquello lo tranquilizó… la oscura sangre en el plato.

Esa noche, cuando subieron a la habitación y apagaron las luces, Timothy se quedó despierto.

Escuchaba a Tricia roncar a su lado. Se dio cuenta de que había algo que lo había estado martirizando. No podía quitárselo de la cabeza, aunque no se había detenido a analizarlo y seguramente, si no hubiera sido por el incidente durante la cena, cuando su mujer había dicho la palabra incorrecta, lo habría olvidado todo.

Había sucedido la noche anterior, cuando Tricia llevaba puesto el collar de diamantes y zafiros que Timothy le había regalado en Big Sur. Recordaba la conversación. Él le había preguntado: «¿Qué es eso?», y ella le había respondido: «Mi regalo de aniversario».

En ese momento, hubo algo en aquellas palabras que le pareció raro. Al principio, creyó que sólo era la incomodidad de ver el collar que había comprado para Katherine en el cuerpo de Tricia.

Pero ahora, tendido en la cama, supo que era otra cosa. ¿Cómo sabía que el collar era un regalo de aniversario?

La mujer que estaba durmiendo a su lado no era la Katherine Van Bender original. Era su copia, un duplicado. La copia de seguridad la habían hecho el día anterior al viaje a Big Sur. Katherine se lo había dicho en su conversación a través del ordenador («¿Cómo fue por Big Sur? —había tecleado—. ¿Hiciste el amor?»).

¿Cómo sabía —se preguntó Timothy— que el collar era un regalo de aniversario? No podía saberlo. La mujer que tenía a su lado no tenía ningún recuerdo del viaje a Big Sur, ni de recibir el collar. Si lo hubiera encontrado en su joyero, no habría podido saber qué era.

Se giró hacia ella en la oscuridad.

—Tricia —dijo suavemente.

Ella dejó de roncar.

—Tricia —repitió él.

—¿Mmm? —estaba medio dormida.

—¿Cómo sabías lo del collar? ¿Cómo sabías que era un regalo de aniversario?

—¿Mmm? —todavía parecía dormida. Pero estaba oscuro y Timothy no podía estar seguro de nada. ¿Tendría los ojos abiertos, en ese momento? ¿Estaría dándole vueltas a la cabeza, intentando encontrar una respuesta?

—Sabías que era un regalo de aniversario, pero te lo di en Big Sur… después de que te hicieran la copia. No podías saberlo.

Tricia, somnolienta, dijo:

—Mmm.

—Dime, ¿cómo sabías que era un regalo de aniversario?

Ella suspiró. Se despertó y encendió la lámpara de la mesita. Los dos entrecerraron los ojos por la repentina iluminación.

—Porque —dijo ella, que ahora parecía muy despierta y muy enfadada— ¿qué otra cosa podía ser? Por el amor de Dios, Timothy, ¿crees que soy imbécil? ¿Crees que soy la estúpida de tu secretaria? Llevo veinte años casada contigo. Te conozco como a la palma de mi mano. Sé cómo piensas. Me conozco todos tus trucos. Me compraste algo grande y caro en Big Sur… para que me olvidara de mi desgracia. ¿No es cierto? Apuesto a que ni siquiera tenías el regalo cuando llegamos. Apuesto a que lo compraste allí, en el último momento. ¿Tengo razón?

Timothy pensó: «Sí, esto es la prueba definitiva. Me conoces como si fueras mi mujer. Me conoces demasiado bien».

—¿Tengo razón? —repitió ella muy enfadada.

—Sí —dijo él. Le sorprendió el tono avergonzado de su respuesta.

Ella resopló y suspiró, alargó el brazo y apagó la lámpara. En la oscuridad, el cuerpo de su lado se giró y se tapó con las sábanas.

«Sí, es la prueba definitiva —se repitió—. Quizá tiene razón. Me conoce como a la palma de su mano».

Cerró los ojos e intentó dormir y dejar de pensar en el collar.