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Lo peor eran las noches.

Durante el día, en el trabajo, podía entretenerse mirando el gráfico verde fosforescente en la pantalla del ordenador, o saludando a brokers durante la comida en Il Fornaio, o contestando llamadas de inversores, o charlando con el Chico, o incluso flirteando inofensivamente con Tricia. Ni siquiera la subida del yen era totalmente molesta, ya que la preocupación y el miedo al menos lo mantenían alerta y evitaban que pensara en Katherine.

Sin embargo, por la noche, a solas en la enorme casa estilo Tudor, sólo tenía el silencio. Cuando se ponía el sol, se dedicaba a pasearse por la casa y a encender todas las luces: cada bombilla de bajo consumo, cada lámpara del techo, cada foco del suelo, cada fluorescente de la cocina, cada lamparita de noche. Sin embargo, a pesar de las luces todo era inútil; incluso con las paredes pintadas de blanco brillante y las baldosas blancas del suelo, la casa seguía pareciendo demasiado oscura, y tenía la sensación de que la noche se apoderaba de él y de la casa, que lo engullía, que era un diminuto punto de luz en un vasto océano negro.

Beber le ayudaba. Timothy siempre se había tomado una copa por la noche, después del trabajo, una copa de vino con la cena, un whisky mientras miraba la televisión con Katherine. Pero ahora, solo y sin nada que hacer o en qué pensar excepto en su esposa muerta, bebía mucho, tanto que se acababa una botella de Flora Springs de 1997 antes de irse a la cama o una botella de cuarto de litro de Dalmore mientras estaba sentado en la mesa de la cocina, comiendo espaguetis. El alcohol lo atontaba tanto que la intensa y dolorosa sensación que tenía en el estómago, aquel inexpresable sentimiento de algo perdido, de rabia y tristeza, no era más que un dolor constante, un sentimiento normal y diario de cálida melancolía.

Durante los nueve primeros días después de la muerte de Katherine, Timothy pudo controlarse pero, el décimo día, y después de haber bebido demasiado (una botella de cabernet de la bodega y tres vasos hasta arriba de whisky), tomó una decisión, con lo que conlleva tomar una decisión cuando apenas puedes mantenerte en pie: leer los diarios de Katherine.

Consiguió subir las escaleras hasta la habitación. El armario, un gran vestidor en el que se podía entrar, estaba separado del suyo, que era mucho más pequeño. No había tocado sus cosas desde su muerte. Cuando abrió la puerta, respiró su olor, aquel aroma tan familiar a manzanas y miel, que parecía estar aferrado a su ropa y, por un momento, creyó que todavía seguía allí, detrás de las blusas y los vestidos, dispuesta a salir y enseñarle un conjunto nuevo. Cerró la puerta tras de sí para intentar preservar el olor unos días más, para evitar que se perdiera por la casa, que se evaporara en el aire.

Los diarios, aquel montón de libros idénticos con tapas de piel y las hojas ribeteadas en oro, seguían meticulosamente apilados en la estantería de arriba del todo, entre los jerseys y los bolsos, totalmente visibles, únicamente protegidos por la amenaza de su ira. Cogió el de arriba del todo y se sentó en el suelo enmoquetado para leerlo. Se clavó uno de los tacones de aguja en el muslo, lo apartó y fue a parar con los demás zapatos, cuyos tacones hicieron un suave ruido al chocar. Ahora, desde el suelo, también podía oler los zapatos, el olor a piel y a betún, el olor a desvestirse por la noche después de una salida nocturna, de desabrochar una cinta de un zapato antes de hacer el amor, de besarle el tobillo, la pantorrilla, el muslo.

¿Qué buscaba en los diarios? No lo sabía. La última vez que había reunido el valor suficiente para leerlos, hacía años, se había quedado sorprendido y dolido con sus palabras, con sus incisivas críticas hacia él, con su frío y secreto odio. Ahora ya no le importaba lo que pudiera encontrar; sólo quería, de alguna manera, recuperarla, contemplar su diminuta y meticulosa escritura, leer sus pensamientos, revivir un día con ella, aunque fuera a través de sus ojos y aunque eso significara verse como un canalla, un estúpido y un cabrón.

Empezó por el final, pasando hojas en blanco; espacios en blanco que representaban días y meses de tristeza, de deambular solo por la casa, de ahogarse en el estupor de la noche, de dormirse junto a un espacio negro en la cama. Al final, hacia la mitad del libro, vio su letra, en aquella tinta de color azul claro que siempre usaba, con las letras apelotonadas, y dejó de pasar hojas, se lamió el pulgar y empezó a pasar hojas hacia delante, no hacia atrás, hasta que encontró una de las últimas entradas.

Jueves, 12 de agosto de 1999.

Desayuno: tostada de trigo y mermelada, un pomelo. Timothy se ha ido a trabajar, abstraído. Mañana bajamos a Big Sur. ¡Veinte aniversario en el Hotel Ventana! ¡Veinte años! ¿Se acordará? De todos modos, le quiero. A veces es un poco bobo. En el fondo, es un buen hombre y querer a alguien significa aceptarlo como es. Así que lo acepto. Quizás encontremos algo blanco para la mesa del recibidor. ¿Mármol? Ya veremos. He hablado con mamá. No ha dejado de hablar de sus tomates. Es como George Washington Carver con sus tomates. Estoy impaciente porque llegue el invierno a la costa noreste y esas plantas se sequen para que así podamos hablar de otras cosas. ¿Soy una persona horrible? Sí.

Bueno, ha vuelto Timothy. Llega temprano. Un día levantas la vista y han pasado veinte años. Es increíble.

Timothy sonrió. Se la imaginaba perfectamente escribiendo aquellas palabras esa última tarde antes del viaje a Big Sur. Sólo hacía dos semanas, pero parecía una eternidad, como si hubieran pasado años. ¿Qué le había dicho Pinky? «Y un buen día te despertarás y te parecerá que hace mil años». ¿Era posible que ya le pareciera que hacía mucho?

Retrocedió unas cuantas páginas más, los meses de agosto y julio, y luego pasó junio, y se imaginó que la estaciones en la costa noreste iban al revés: las secas y onduladas colinas cubiertas de hierba marrón pasaban al verde intenso de la primavera y luego, en marzo y abril, con la llegada de la temporada de lluvias, cada día se levantaba con el cielo gris y con un viento muy violento.

Leía por encima sus palabras mientras pasaba páginas. De vez en cuando se detenía, leía una entrada y seguía pasando páginas. Buscaba algún rastro de tristeza, alguna explicación a por qué se había suicidado, pero allí no había nada. Sólo tostadas de trigo con mermelada, cada día; Timothy se preguntó por qué se tomaba la molestia de escribirlo si cada día desayunaba lo mismo. Y comidas con Ann Beatty, partidos de tenis e hípica en el Circus Club. Regalos que había comprado para sus amigas, regalos que había devuelto. Una visita al centro comercial Stanford Mall. Cena en Spago.

Cada dos por tres, un comentario despectivo hacia Timothy, sobre su crueldad o su egoísmo, que siempre pensaba en él y nunca en ella. Cómo flirteaba con la camarera asiática del Tamarine (¿Cómo se pudo dar cuenta?, se preguntó Timothy), y la sospecha, que ocasionalmente se desprendía de sus palabras, de que Timothy no era demasiado inteligente y que estaba donde estaba por pura casualidad, por haber nacido en la familia Van Bender («Gracias, Gabriel», escribió con resentimiento un día, en una clara referencia al padre de Timothy, después de que su marido le comprara muebles nuevos para el comedor). Sin embargo, intercalada con aquellas explosiones de rabia, estaba la Katherine que él recordaba, la mujer amable, la esposa complaciente que estaba dispuesta a perdonarlo por cómo era, que tendía más a ver a su marido como alguien amable que como alguien vago («Creo que habría sido un buen padre», escribió un día, después de haber pasado la tarde con los Weaver y sus hijos), que creía que el éxito de su marido era el resultado de un buen corazón y una cálida sonrisa en lugar de suerte genética («Tiene mucho carisma, y a la gente de su alrededor le gusta», escribió acerca del brindis de Timothy ante sus invitados el día de Acción de Gracias).

Sin embargo, lo que no encontró, en ninguna de aquellas páginas, en ninguna de todas aquellas entradas, fue una sola mención a la tristeza, a la desesperación que lleva al suicidio. Y tampoco mencionaba ninguna enfermedad. Ni un doctor, ni una gripe, ni un dolor de garganta. Aquella mujer, que se estaba muriendo, no parecía demasiado preocupada por ese detalle, algo que a Timothy le pareció muy extraño, a pesar de haberse bebido una botella entera de cabernet y lo que en un bar habrían sido cincuenta dólares de whisky.

Cerró el libro de golpe e intentó levantarse. Desequilibrado y borracho, cayó de espaldas sobre el montón de zapatos. Volvió a intentarlo. Estaba muy cansado pero, a la vez, un tanto mareado. A pesar de que algunas de las entradas del diario eran muy extrañas, lo que había leído le había gustado. No era tan terrible como se imaginaba. Lo quería. Leer aquella letra diminuta era como un conjuro mágico, un hechizo que, por un momento, le había devuelto la vida. Ahora se sentía más cerca de ella, incluso más que algunos días cuando todavía estaba viva, y era como si hubiera pasado unas horas con ella en la oscuridad, divagando en una charla poscoito.

Se planteó dejar el volumen que había estado leyendo y coger el siguiente, pero se detuvo y se lo pensó mejor. ¿De verdad quería estropear una noche tan bonita y agradable con su mujer? A lo mejor, el otro diario, escrito hacía más tiempo, era menos amable con él y su amor por él no era tan claro. Quizás era mejor dejarlo ahí, disfrutando de su amor por ella y del que ella sentía por él. ¿Por qué arruinarlo? Quizás aquella despedida era perfecta, una bonita manera de recordarla.

Y entonces, se hizo una promesa, el tipo de promesa precipitada que la gente hace cuando está borracha: no volvería a leer sus diarios hasta el próximo aniversario, los guardaría en el desván y así no tendría tentaciones de leerlos; prácticamente los enterraría en la oscuridad de aquella habitación, como si quisiera darle el tipo de entierro que su suicidio desde un acantilado no le había permitido hacer.

De modo que cogió los diarios, años de pensamientos, críticas, inseguridades, felicidad y esperanza, todo reflejado con tinta azul claro en una escritura apretada, y los cargó con los dos brazos estirados, como un niño insomne. Salió de la habitación, sus pasos crujieron en el pasillo del segundo piso, y llegó hasta la puerta que subía al desván.

Abrió la puerta y encendió la luz. Subió un tramo de escaleras forradas con moqueta barata, de color naranja y marrón como las nueces moscadas, respiró el aire húmedo y viciado, y avanzó en la escasa iluminación (sólo había una bombilla colgando del techo). Tuvo que agacharse para evitar golpearse la cabeza con el techo inclinado. Y así, agachado, se adentró más en el desván y pasó junto a cajas de cartón llenas de libros de tapa dura que jamás habían sacado desde la mudanza desde Nueva York, un par de cafeteras que, por algún motivo, estaban allí guardadas, quizá con la esperanza de que algún día volverían a funcionar y un viejo monitor de ordenador con el cable del enchufe colgando encima del tubo catódico. Pasó junto a varias cestas y coronas decorativas lacadas, un hilo de luces de Navidad y, por último, llegó al fondo, donde había una ventana alta y alargada por donde entraba la luz de la luna. Abajo, vio la oscura sombra del albaricoquero y, a lo lejos, las farolas que desprendían una nube de sodio.

Se agachó y dejó la pila de diarios en el suelo. Cuando se levantó, se golpeó la cabeza con el techo. Retrocedió un paso y recuperó el equilibrio. Volvió a mirar los diarios. Pensó que volvería aquí dentro de exactamente un año, en su vigésimo primer aniversario de bodas. Pensó que quizá podría convertirse en un acontecimiento anual, algo que repetiría cada mes de agosto: un vaso de vino y después varias horas a solas con su mujer, leyendo sus reflexiones más íntimas. Trató de imaginárselo, ese ritual secreto que tendría que repetir una oscura noche de verano cada año. Sin embargo, incluso allí, de pie en el desván, agachado y con la cabeza tocando el techo, no estaba seguro de si podría hacerlo.