27

Sabía que acabaría llamando al doctor Ho, pero lo retrasó todo lo que pudo porque, de algún modo, sabía que en cuanto hiciera esa llamada nada volvería a ser lo mismo.

Así que cenó, otra vez solo en la mesa de la cocina, otro bol de pasta y aceite y una botella de cabernet de la bodega. Cuando terminó, fue al salón y se quedó mirando la televisión. Se sirvió un Dalmore con hielo, se sentó en el sofá y ni se molestó en correr las cortinas. El jardín trasero estaba oscuro, las ventanas estaban abiertas y el aire que entraba era cálido; y se sentó frente a la pantalla del televisor, sin entender nada y deslizando el dedo por el agua fría condensada del exterior del vaso, que fue formando una gota que le cayó en la pierna.

Cuando se terminó el whisky fue a la cocina, volvió a escuchar el mensaje del doctor Ho y anotó el número de teléfono que le había dado en un post-it amarillo. Marcó el número.

Una voz dijo:

—Soy Clarence Ho —se escuchaba ruido de fondo, voces y vasos, así que seguramente se trataba de un móvil.

—Soy yo.

—¿Señor Van Bender?

—Sí.

—Espere un momento —escuchó cómo Ho decía algo a sus acompañantes, luego un crujido amplificado y una puerta que se cerraba. Después no se oyó nada. Tras una larga pausa, dijo:

—Intenté explicarle a su mujer lo que pasó ayer por la noche.

Timothy no dijo nada. Estaba con el brazo apoyado en la pared de la cocina por encima de la cabeza. Cerró los ojos.

—¿Está en casa? —preguntó Ho—. ¿Tiene ordenador en casa?

—Sí.

—Anote esto —le dictó una sencilla y críptica línea de programación. Timothy la anotó en el bloc de post-its. Ho añadió—: Hable con ella el tiempo que quiera. Puede llamarme por la mañana —y colgó.

Timothy subió al primer piso con el post-it pegado en la mano. Entró en la biblioteca. Aquella habitación había sido de Katherine: sus estanterías de roble, sus libros de ficción que él jamás había podido leer, incluso la mesa y el diván rojo, de su viejo apartamento en Nueva York. El ordenador de Katherine estaba en la mesa. Él apenas lo usaba. Se sentó frente a él, alargó la mano debajo de la mesa y lo encendió. Al cabo de unos segundos, la máquina se inicializó y el disco duro dejó de hacer ruido.

Timothy siguió las instrucciones de Ho y tecleó:

telnet 33.141.61.254

El cursor se quedó quieto unos segundos. Y luego las palabras empezaron a aparecer en pantalla.

Por favor, esta vez no tires el ordenador al suelo.

Timothy se reclinó en la silla y pensó en todo aquello. No sabía qué escribir. ¿Debería ceder? ¿Era posible que eso… que ese programa fuera verdaderamente ella? ¿Era realmente un programa? ¿No podía ser Ho, sentado en su laboratorio, burlándose de él mientras tecleaba?

Una nueva línea apareció en la pantalla:

No es un buen momento para tener fobia a la tecnología,

Gimpy.

Y luego:

(No te molesta que te llame así, ¿verdad?)

Timothy cerró los ojos. El vino y el whisky estaban empezando a hacer efecto. No sentía nada, sólo estaba mareado. Aquello que tenía delante, aquel texto que afirmaba ser Katherine, no significaba nada para él. Claro que quería que fuera ella. Pero se negaba a creerlo en redondo. Su mujer estaba muerta. Y él estaba borracho.

Tecleó:

Esto me está costando mucho.

Ella respondió:

Ya lo sé. Debe parecerte una locura. Pero es mágico, Timothy. Soy yo. Soy todo pensamiento. Es cómo me siento. Pienso en teclear y hago que las palabras aparezcan en la pantalla.

Timothy se rasco la barbilla. ¿Era posible que la del ordenador fuera su mujer? Parecía imposible. Y, sin embargo…

Sin embargo, ¿cuántas tecnologías había visto nacer, en su corta vida que, cuando aparecieron por primera vez, parecieron mágicas? ¿Era posible que el doctor Ho hubiera conseguido algo tan sorprendente como aquello? ¿Almacenar la mente humana en un ordenador? Parecía una locura, pero ¿qué tecnología no parecía una locura cuando la empezaban a desarrollar? ¿No parecía una locura una resonancia magnética nuclear, la idea de poder ver el interior del cuerpo humano sin tener que abrirlo? ¿Y no parecía una locura que alguien pudiera crear un ordenador que ganara a un ser humano en una partida de ajedrez? ¿Y no parecía una locura cuando la gente empezó a congelar sus óvulos y su esperma en tubos de ensayo para poder fabricar hijos cuando quisieran en un laboratorio, como magdalenas?

«Ahora aceptamos todos estos avances como algo habitual en nuestras vidas —pensó Timothy—. Pero, cuando surgieron, parecían ideas descabelladas».

«¿Y no es descabellado grabar un cerebro humano? Según la descripción del doctor Ho, todo tiene sentido. El cerebro es un software. Y el software se puede copiar».

Y si había un lugar en el mundo donde pudiera nacer una tecnología como ésa, era aquí. Y se crearía de la siguiente manera: un científico y empresario solitario, que era motivo de burla de los profesionales de la medicina, pero que contaba con el apoyo de un adinerado inversor de capital riesgo de Silicon Valley. ¿Tan distinto era de, por ejemplo, Genentech, pionera en síntesis genética que puso el gen de una cabra en una bacteria E. coli, y que estaba al otro lado de la calle?

Además, aunque lo que tenía delante sólo fuera una imitación de su mujer, una especie de inteligencia artificial que hablaba, ¿importaba? Parecía ella. La cosa de la pantalla respondía como lo haría su mujer. ¿No bastaba? Después de todo, Timothy se alegraba de poder volver a hablar con ella. Todavía no estaba preparado para apagar el ordenador y marcharse.

Escribió:

¿Por qué te suicidaste?

Se arrepintió inmediatamente. Había sonado a acusación. Se produjo una larga pausa, como si aquellas palabras le hubieran dolido. Y luego apareció la respuesta:

No lo recuerdo. Me lo había planteado. Cuando me enteré de que estaba enferma, pensé en el suicidio. Pero la mujer que se suicidó no era yo. Yo soy la copia de seguridad. Hice una copia de mí misma el día antes de marcharnos a Big Sur. ¿Te acuerdas de que te dije que iba a comer con Ann? Pues en realidad fui a la consulta del doctor Ho. Y es lo último que recuerdo.

Timothy intentó entenderlo.

Y ella escribió:

¿Cómo te lo pasaste en Big Sur? ¿Te gustó hacer el amor? (¡Conmigo!)

Timothy se rió. Y, por primera vez, lo sintió: una felicidad inimaginable. Una alegría furtiva en el fondo de su ser. Como un niño que guarda un secreto, un niño perdidamente enamorado de alguien al que besan por primera vez, o como una persona que busca trabajo y a la que ofrecen más dinero del que jamás se hubiera imaginado pedir; se sintió sorprendido y extasiado. ¿Era posible que fuera ella?

Sabía lo que tenía que preguntarle ahora. Casi no quería hacerlo, porque tenía miedo de que ella no superara la prueba, de que aquella felicidad que ahora sentía se apagara como una vela y de que jamás volviera a sentirse así en lo que le quedara de vida. Pero tenía que saberlo, tenía que estar seguro. Así que, casi a cámara lenta, evitó hacerle la pregunta directamente y tecleó:

Dime una cosa.

Lo que quieras.

¿Cómo íbamos a llamarlo, la última vez que lo intentamos? Al bebé.

El cursor se quedó allí quieto, en el oscuro vacío de la pantalla. No se movió.

Timothy se sintió desfallecer, porque entendió lo que significaba aquella pausa. Todo había sido un engaño. Ho no sabía el nombre de su bebé, el niño que Katherine perdió a los seis meses, hacía ya muchos años. Ho era bueno: antes de la muerte de Katherine, le había hecho muchas preguntas, había conseguido muchos detalles, incluso se quedó con su forma de hablar. La frase «¿Te gustó hacer el amor? (¡Conmigo!)» era una imitación perfecta de Katherine: desenfadada, crítica con ella misma, herida. Era un truco excelente. Pero sólo un truco.

En ese momento, el cursor se movió y apareció otra línea en la pantalla:

Connor. (Te perdono por haber sacado el tema, Timothy).

Él se quedó mirando la pantalla. Le temblaban las manos. Y entonces, pasó algo que no se esperaba, se echó a llorar. Primero fue sólo una lágrima, que cayó en la mesa, como la gota que había caído del vaso de whisky. Pero, a los pocos segundos, brotó el torrente, y él empezó a sacudirse, a secarse los ojos y a gemir. Su mujer estaba allí, hablando con él. No la había perdido. Tenía otra oportunidad.

—Katherine… —dijo en voz alta, acariciando la pantalla con los dedos.

Las lágrimas le nublaron la visión así que, en un primer momento, no pudo leer lo que ella escribió. Sólo veía las letras fosforescentes. Se secó los ojos y lo leyó. Katherine había escrito:

Te echo de menos, Gimpy. Tienes que hablar con el doctor Ho. Él te lo explicará todo. Quiero volver a verte. Quiero regresar.