30

El Dutch Goose era una institución en Stanford: un bar en Alameda con cubículos estrechos, cáscaras de cacahuete en el suelo, cerveza fría, hamburguesas grasientas e iniciales grabadas en las mesas, grabadas a lo largo de décadas, perdidas en el lacado oscuro de las mesas. Aquellas iniciales eran runas, misteriosas historias de amor perdidas hace mucho. Con el tiempo, quedaban debajo de las nuevas capas de lacado cada año, cuando los estudiantes se iban de vacaciones y el propietario aprovechaba para pulir las mesas, y lo había hecho tantas veces que la madera ya se había cerrado y lo único que quedaba era una cicatriz, la historia apenas visible de un chico que estaba tan enamorado que había sentido la necesidad de grabarlo en el cedro. Los jóvenes que grababan aquellas iniciales también habían sido pulidos, pero ellos por el tiempo y la distancia; ahora eran viejos y gordos, o estaban lejos del país, o casados con otra persona, con alguien que no esperaban, y tenían hijos y llevaban una vida completamente distinta a la que imaginaron cuando grabaron esas iniciales.

Para Timothy, el Dutch Goose significaba juventud. Le encantaba entrar y sentir que el suelo bajo sus pies vibraba con la máquina de discos. Adoraba el olor a humo acumulado allí desde hacía horas y a cerveza por el suelo. Al principio, no sabía por qué le había propuesto a Tricia que se encontraran allí pero, cuando entró, enseguida lo entendió. Ahí era donde volvería a quedar con su mujer. Era el restaurante de Greenwich Village donde le había pedido que se casara con él, pero ahora volvería a hacerlo a sus cuarenta y siete años; era el hombre de más edad del local, al menos le llevaba diez años al más viejo que había allí.

La vio sentada al fondo; se fijó que siempre se sentaba en el fondo, para poder observar a la gente.

Él avanzó esquivando a los demás clientes, la mayoría eran estudiantes de cursos de verano, aunque también había varios profesores, y se acercó a ella. Se sentó en el cubículo y era tan estrecho que sus rodillas se tocaban. Tricia llevaba un jersey ceñido negro de algodón, de manga corta, y el colgante de plata. Podía oler su perfume, era dulce, floral, como el arreglo floral del funeral de Katherine. Se había quitado las gafas, y Timothy comprendió que se había puesto el chip de noche, y llevaba pintalabios, esta vez de un color rojo pasión. Estaba impresionante y, cuando la vio, se sintió muy feliz. Sabía que podría tenerla, pero a su manera. Se convertiría en su mujer. O su mujer se convertiría en ella.

—Quiero invitarte a una copa —dijo Timothy.

—Un Cosmopolitan.

—Nada de Cosmopolitan esta noche —dijo—. Hoy voy a hacer de ti una mujer de provecho.

Se alejó de la mesa antes de que ella pudiera protestar y se fue a la barra. El camarero, un chico rubio joven, lo atendió. Timothy dijo:

—Dos whiskys. Dobles. Con hielo. ¿Tienes de malta?

Macallan’s.

—Perfecto.

El camarero le sirvió y Timothy dejó un billete de cincuenta en la barra.

—Me parece que necesito cambio —dijo—. Quédate dieciséis dólares para ti.

—Gracias —dijo el chico. Arqueó una ceja, se giró y se fue hacia la caja.

Timothy miró a derecha y a izquierda. Había dos grupos de gente hablando, uno a cada lado, y estaban absortos en sus conversaciones: a su izquierda, tenía a una pareja de mediana edad hablando en voz baja, seguramente discutiendo; y a la derecha, tenía un grupo de hombres delgados con gafas y el pelo sucio, pantalones de algodón y camisas azules: el uniforme de los ingenieros. Hablaban con convicción, pero no se miraban a la cara. Mientras hablaban, miraban a la superficie de la barra, como si la madera fuera el tema de conversación.

Satisfecho cuando comprobó que nadie lo miraba, Timothy metió la mano en el bolsillo y sacó tres pastillas azules que había cogido del botiquín de Katherine.

Las sostuvo delante de la cintura, sirviéndose de la barra para que el camarero no las viera. El chico no estaba pendiente de él porque estaba demasiado ocupado amontonando billetes de un dólar en el cajón de la caja registradora, intentando calcular bien la compleja operación matemática implícita en la abultada propina de Timothy. El chico cogió los billetes, se lamió el dedo y volvió a contarlos.

Disimuladamente, Timothy dejó caer las tres pastillas en el vaso de la derecha. Cogió un mezclador rojo de plástico para distinguirlo y lo removió.

Se giró y miró por encima del hombro a Tricia. Estaba mirando hacia el otro lado.

El camarero volvió y le dio a Timothy un fajo de billetes.

—Gracias otra vez.

—Volveré —prometió Timothy. Estaba a punto de girarse cuando notó una mano en el hombro. Había alguien a su lado. ¿Cómo no lo había visto? Se giró y vio a un tipo enorme con cazadora de motociclista, con una barba cuadrada y bigote. El hombre señaló con la barbilla al vaso que Timothy tenía en la mano derecha.

—Oye, tío —dijo el motociclista—, ¿qué es eso?

Timothy lo miró. Debía pesar más de cien kilos. Todavía había unos pocos como él, antiguos Ángeles del Infierno, que se habían mudado a los bosques de secuoyas del norte de California, en La Honda o Woodside, cerca de Neil Young y de Jerry Garcia, antes de que el valle se rebautizara como Silicon Valley, cuando la tecnología todavía significaba «alta» tecnología, y se centraba en lámparas para hacer crecer la hierba y sistemas de regadío.

—¿Qué es qué? —preguntó Timothy.

—Esa copa —dijo el hombre—. Tiene buena pinta.

Timothy miró a Tricia, que también lo estaba mirando, muy intrigada por su nuevo y corpulento amigo.

—Escucha —dijo Timothy con suavidad—. No quiero problemas.

—No quieres problemas, ¿eh? —el hombre se giró hacia Tricia. Se la quedó mirando un momento, miró a Timothy y sonrió. Cogió un mezclador de plástico y se lo puso entre los dientes, a modo de palillo. Lo mordió.

—Vale —y luego añadió—: Pero es que tiene muy buen pinta. ¿Qué es?

Macallan’s. ¿Puedo invitarte a uno?

El motociclista sonrió.

—Que sean dos.

—Hecho.

Timothy pidió. Abrió la cartera y dejó otro billete de cincuenta frente al hombre.

—¿Te importaría encargarte de la cuenta? —preguntó Timothy.

—No.

Timothy regresó a la mesa con los dos vasos.

—¿Quién era ése? —preguntó Tricia.

—Un habitual del bar.

—¿Os peleabais por mí?

—Le he dicho que tengo un cinturón negro. Lo he asustado.

—¿Y lo tienes?

—Gucci —dijo—. De piel de cocodrilo —deslizó el vaso hacia ella.

—¿Qué es esto?

Whisky. Bébetelo.

—¿Está intentando emborracharme, señor Van Bender?

—Pues claro —alzó el vaso—. Un brindis.

Ella cogió el vaso, pero no lo alzó. Parecía incómoda.

—Verás, en cuanto a lo de la otra noche…

Él meneó la cabeza.

—No hablemos de eso. Fue culpa mía. Lancé señales confusas.

—Pero… —hizo una pausa, pensó lo que quería decir—. Estuve un poco descontrolada, ¿no?

Timothy recordó el encuentro en su apartamento, cómo Tricia le había metido la lengua en la oreja y le había dicho que quería tener su polla dentro.

—No, en absoluto —dijo él—. Fuiste una señora. En cualquier caso, eso forma parte del pasado. Lamento mucho mi comportamiento.

—Yo también —Tricia alzó el vaso—. Por las segundas oportunidades —dijo.

Brindaron.

Tricia bebió un sorbo y se relamió los labios. Dijo:

—Hoy te he echado de menos en el trabajo. Las cosas no van demasiado bien, ¿verdad?

—No, no van bien.

Se inclinó sobre la mesa para confesarle un secreto.

—Creo que Jay se está buscando otro trabajo.

—¿De veras?

Ella asintió.

Timothy le preguntó:

—¿Y tú?

—¿Yo? —parecía sorprendida—. Yo me quedo. Bueno, si quieres.

—Sí que quiero. Te necesito —«Bueno, necesito tu cuerpo».

—Ya lo sé. Necesitas una amiga. Primero perdiste a tu mujer. Y ahora tu empresa atraviesa un bache. Los inversores quieren dejarte. Tu empleado quiere dejarte. Ya sé que sólo soy una secretaria…

—Asistente.

—Lo que sea. Ya sé que crees que sólo soy una cría pero, créeme, sé lo que es pasar una mala temporada. Cuando todo sale mal, sólo quieres un poco de lealtad. Así que te lo prometo, tendrás mi lealtad.

Sus palabras fueron como una bofetada. Por un momento, Timothy pensó en dar por terminada la noche. Todavía podía echarse atrás. Todavía podía llevar a Tricia a su casa y dejarla allí antes de que las pastillas azules hicieran efecto. Podía llamar al doctor Ho y decirle que no quería seguir adelante, que quería mucho a Katherine, sí, pero que no iba a hacerle daño a una chica inocente en nombre de un grotesco experimento científico.

—¿Sabes una cosa? —le dijo ella mirándolo—. Eres genial.

Timothy no dejó de sonreír aunque, por dentro, aquella palabra le pusiera los pelos de punta. Katherine jamás la utilizaría. En tres sílabas, Tricia le había recordado lo distinta que era de la mujer que Timothy quería.

—Genial —repitió él.

Se quedaron sentados en silencio. Él intentó mantener una sonrisa amable, pero ella debió notar algún cambio en su actitud, porque le preguntó:

—¿Qué te pasa?

—Nada.

—Echas de menos a tu mujer, ¿verdad?

—Oh —dijo, y arrastró la vocal. Se sorprendió al escuchar cómo se le cortaba la voz de forma involuntaria—. Más de lo que te imaginas.

Ella alargó el brazo por encima de la mesa y le ofreció la mano.

—Estoy aquí para lo que necesites —le dijo.

Hablar de Katherine hizo que se ratificara todavía más en su decisión. Lamentaba mucho lo que estaba a punto de hacer, pero iba a hacerlo. Claro que sí. Tenía que hacerlo. El doctor Ho le estaba dando una oportunidad. Podía recuperar a Katherine. Podía retroceder en el tiempo, corregir sus errores, volver a empezar. Cualquiera haría lo mismo. Cualquier hombre que quisiera a su mujer haría lo mismo.

—Bueno —dijo Tricia, con amabilidad, interpretando su silencio como una muestra de gratitud—. No voy a marcharme de Osiris. No voy a ningún sitio. Al menos, no hasta que el yen baje y todo vuelva a salirte bien, algo de lo que estoy convencida.

Timothy asintió. Era muy amable por decir eso, pero también resultó curioso. Siempre la había visto como una perfecta y preciosa telefonista. Y, sin embargo, acababa de mencionar el yen. No es que Timothy hubiera intentado esconderle la situación, porque jamás había tenido la sensación que fuera necesario. La mente de Tricia tenía sus propios secretos. Después de todo, era la misma chica que se enorgullecía de decir, ante sus amigos, que ni siquiera sabía a qué se dedicaba Timothy. Y, sin embargo, allí estaba, mencionando el yen como si fuera una experta; incluso sabía hacia dónde tenía que ir la moneda: hacia abajo. Curioso.

Pero entonces bebió otro sorbo de whisky y dijo:

—Guau. Esto es muy fuerte —y dejó el vaso en la mesa con tanta fuerza que sonó como un disparo y los de alrededor se giraron hacia ellos.

—Cuidado —dijo él sonriendo. Se preguntó cuánto tardarían tres valiums en hacer efecto en una chica de su peso. Enseguida descubrió la respuesta: no mucho.

Cuando parecía que estaba a punto de desmayarse, Timothy supo que había llegado la hora de marcharse.

—Vámonos a casa —dijo.

Tricia tenía los ojos medio cerrados. Sonreía y se inclinaba sobre la mesa. Ahora utilizó la mesa como apoyo para levantarse y no caer al suelo lleno de cáscaras de cacahuete.

—¿A la tuya o a la mía? —dijo arrastrando las palabras.

—A la mía —dijo él—. Deja que te ayude.

Se levantó y la ayudó a salir del cubículo. Timothy echó un vistazo a la barra. Vio que el motociclista seguía allí, mirándolo. Tricia se agarró a su hombro. Timothy le rodeó la cadera con el brazo y cargó con todo su peso. El motociclista le sonrió, se acercó dos dedos a la frente y lo saludó. Timothy asintió.

—Venga, Tricia —dijo.

Caminaron hacia la salida. Timothy prácticamente la llevaba a rastras, con la cabeza gacha e intentando no establecer contacto visual con nadie. Tricia era como un peso muerto. Él intentó sonreír, parecer tranquilo y relajado, como si él y aquella preciosidad que tenía veinte años menos que él estuvieran caminando por el paseo marítimo. Sí, ella tenía las rodillas dobladas, y sí, iba arrastrando los pies, barriendo las cáscaras de cacahuete, pero seguía siendo lo más natural del mundo. «Nada raro, chicos».

—Guau —dijo Tricia—. No me encuentro demasiado bien.

—Vamos. Sólo un poco más.

La sacó al cálido aire de la noche y la dejó en el asiento del copiloto del BMW.

—¡Joder! —exclamó ella—. ¡Genial!

Condujo por las calles oscuras desde Alameda de Las Pulgas hasta Menlo Park. Tricia tenía los ojos entrecerrados, pero todavía estaba lo suficientemente consciente como para darse cuenta de que iban hacia el otro lado.

—Eh, ¿adónde vamos? —preguntó con amabilidad.

—Quiero que conozcas a un amigo mío.

—Genial.

Timothy marcó un número de teléfono. Cuando la voz del doctor Ho respondió, dijo:

—Voy para allá con ella —colgó y se guardó el móvil en el bolsillo de la chaqueta.

—¿Era tu amigo? —preguntó ella.

—Sí.

—¿Sabes una cosa, Timothy? Me gustas mucho —dijo adormecida—. Me alegro mucho de que accedieras a salir conmigo. Sé que estás muy triste por lo de tu mujer —lo miró de reojo. Había ido resbalando y ahora estaba sentada a mitad del asiento. No caía al suelo porque tenía las rodillas apoyadas en la guantera—. Sé que eres un hombre muy sensible.

—¿Eso crees?

—Sí. Podría enamorarme de ti —se tapó la boca con la mano—. ¡Vaya! ¿Lo he dicho en voz alta? —cerró los ojos y pareció que se había quedado dormida. Timothy giró a la izquierda por Sand Hill. De repente, Tricia se despertó y continuó la conversación donde la había dejado—. Quiero decir que me recuerdas a mi padre.

—Vaya —dijo él—. Gracias.

—Lo digo en el buen sentido de la palabra. En el mejor de los sentidos.

—Vale.

Llegaron al 3600 de Sand Hill. El parking estaba vacío. Timothy bajó del BMW y rodeó el vehículo hasta la puerta del copiloto. La abrió.

—Ya hemos llegado.

Ella lo miró.

—¿Dónde?

—A casa de mi amigo.

—Vale —respondió ella, muy tranquila. Alargó la mano para que Timothy la ayudara a bajar del coche. Él la levantó del asiento bajo del coche, ella se puso de pie y se apoyó en sus hombros. Estaban cara a cara y Tricia tenía los brazos alrededor del cuello de Timothy, como si estuvieran bailando. Él podía sentir sus pechos contra su camisa. Llevaba el pintalabios corrido. Y el aliento le apestaba a alcohol.

—Vamos —dijo. Y la acompañó hasta la consulta del doctor Ho.

Llamó a la puerta del despacho 301 y el doctor le abrió la puerta.

—Bien, bien —dijo mientras miraba a ambos lados del pasillo—. Pase.

Tricia estaba inconsciente, apoyada en el hombro de Timothy. Ho los hizo pasar a la sala de espera y cerró la puerta.

—¿Está bien? —preguntó. Parecía preocupado.

—Un par de valiums —le explicó Timothy—. ¿Pasará algo?

—No, tranquilo —dijo Ho—. Si no lo hubiera hecho usted, yo mismo la habría sedado. Vayamos dentro.

Ho colocó uno de los brazos de Tricia sobre sus hombros y, entre los dos, la llevaron por el pasillo hasta el Laboratorio 1.

Con la otra mano, Ho sacó un llavero del bolsillo. Abrió la puerta del laboratorio y la empujó con el pie.

Entraron con Tricia. La sala estaba muy fría a causa del aire acondicionado. El zumbido de cientos de ordenadores parecía una colmena. Timothy no había visto el laboratorio desde la noche en que golpeó a Ho. Todo el lío, la pantalla rota, el teclado en el suelo y los cables sueltos, había desaparecido. Ahora, encima de la isla, en lugar de dos monitores de plasma, sólo había uno.

—Dejémosla en el suelo —dijo Ho— con suavidad.

Bajaron a Tricia lentamente hasta el suelo de cemento. El doctor Ho le colocó la mano detrás de la cabeza y la acompañó. Ahora Tricia estaba tendida con la espalda en el suelo, dormida, roncando.

—Muy bien —dijo el doctor—. Ya está —miró a Timothy. Pero éste no estaba seguro de lo que le estaba diciendo.

Ho dijo:

—Ya puede marcharse.

Señaló hacia la puerta que comunicaba con el Laboratorio 2, el del cartel de «No pasar».

—Allí no pueden entrar las visitas. Tenemos una política de confidencialidad muy estricta. Es parte del acuerdo con mis inversores.

—Entiendo —dijo Timothy, pero no se movió. Quería quedarse y ver trabajar al doctor Ho.

—Puede dejada conmigo. El proceso durará un poco. Antes de que se dé cuenta, habrá recuperado a su esposa. —Se acercó al monitor del ordenador y tecleó algo. Apareció un cursor. Tecleó otra cosa. Y en la pantalla apareció una lista de nombres de archivos.

Timothy dijo:

—¿Y qué pasará con… ella? —señaló a la secretaria dormida—. Hará una copia de seguridad de su mente, ¿verdad? Así, algún día…

—Sí, claro. Por supuesto —dijo Ho. Timothy vio el esbozo de una sonrisa en la comisura de los labios del doctor—. Primero haré una copia de seguridad de su joven amiga —explicó el doctor. Y luego grabaré la información su esposa encima. Como puede imaginarse, la cantidad de datos que hay que transferir es bastante grande. Por desgracia, la velocidad de descarga es limitada. No se trata, exactamente, de una transferencia de datos a alta velocidad. De hecho, es una de las cosas que tenemos que mejorar en el futuro, antes de poder sacar este producto al mercado.

—Entonces, ¿cuánto tardará?

—Váyase a casa, señor Van Bender. Puede que tardemos toda la noche.

—Y luego, ¿qué?

—Luego me pondré en contacto con usted. Después de eso, después de que haya restablecido a su esposa, usted y yo no tendremos más contacto. Cuando haya cumplido mi acuerdo con su mujer, nuestra relación se habrá terminado. No debe volver a ponerse en contacto conmigo nunca más. ¿Lo ha entendido?

Timothy miró la puerta que había al fondo del laboratorio, la del cartel. Quería abrirla y ver qué había dentro, ver el proceso, estar presente cuando Ho grabara la mente de Katherine en el cuerpo de Tricia.

—Pero, doctor, quizá debería…

Desde el suelo, Tricia se movió.

—¿Timothy?

—Debe marcharse ahora mismo —dijo Ho—. Tengo que empezar.

Timothy asintió. Se giró, pero se detuvo.

El doctor Ho lo miró.

Timothy quería decirle que tuviera cuidado, que fuera cuidadoso con su mujer, y con Tricia, que intentara no cometer errores; pero luego lo pensó y se dio cuenta de que esa noche, en la que había drogado a una joven hasta dejarla inconsciente, había arrastrado su cuerpo hasta un laboratorio y le había pedido a un doctor que borrara su cerebro y que, en su lugar, grabara el de su esposa muerta, quizás ya había pasado el momento de ser cuidadoso y amable.