50
Cuatro horas después de que un jardinero curioso, a quien llamó la atención que hubiera una puerta abierta, entrara en casa de los Van Bender y encontrara el cuerpo de la joven, el detective Neiderhoffer llegaba a Wells, en la costa de Big Sur.
Salió con su Honda Civic de la carretera de tierra llamada Mule Canyon, entró en una especie de mirador al Pacífico y aparcó al lado del coche patrulla de la policía de Wells que llevaba pintada en las puertas la leyenda «The Town of Wells Police». La leyenda, que Neiderhoffer no había visto nunca, daba a entender que aquel coche era todo el cuerpo policial de la ciudad de Wells. Y, al cabo de un momento, se dio cuenta de que así era.
Un detective, con una camisa de manga corta de sarga color beige y bermudas marrones estaba sentado en el capó del vehículo, con los ojos cerrados y de cara al sol. Neiderhoffer salió del coche y se acercó.
—¿Detective Billings?
El hombre abrió los ojos y pareció un poco molesto.
—¿Sí?
—Ned Neiderhoffer. De Palo Alto.
Billings asintió.
—¿Lo ha encontrado? —preguntó Neiderhoffer.
El detective señaló. Entre un matorral de zarzamora, estaba el BMW negro de Timothy Van Bender. El coche había caído un poco por la pendiente, el morro se había parado en una zanja y el maletero estaba ligeramente levantado.
Neiderhoffer se acercó al coche. El sol estaba en lo alto del cielo, pero del Pacífico llegaba un viento frío. Le dio miedo acercarse al borde por el viento. Lo único que evitaba que los visitantes cayeran por el acantilado era una delgada cadena negra a la altura de las rodillas, que suponía más una sugerencia que una prohibición. Neiderhoffer avanzó con precaución mientras se dirigía hacia el BMW, con el brazo estirado para poder agarrarse a la cadena en caso de que una racha de viento fuerte lo desequilibrara. Intentó asomarse; debía estar a unos treinta metros por encima del mar, o más. Abajo, había un montón de rocas que salían del agua como dientes de tres metros. Las olas rompían con fuerza contra ellas y éstas desaparecían momentáneamente, y luego volvían a aparecer cuando el mar retrocedía.
—Tenga cuidado —le dijo Billings. Tuvo que decirlo gritando para que Neiderhoffer lo oyera, con tanto viento y el ruido de las olas.
Él miró por encima del hombro para lanzarle una mirada asesina a Billings, pero éste ya se había girado hacia el sol, con los ojos cerrados, para ponerse moreno.
Neiderhoffer llegó al BMW. Tenía la esperanza de encontrar a Timothy Van Bender en el asiento del conductor, con la ventanilla impregnada de sesos y una pistola en la mano. Sin embargo, el coche estaba vacío. El interior estaba intacto y la tapicería de cuero negro estaba impecable. No había ninguna nota de suicidio.
Volvió al acantilado y se asomó al borde, agarrado a la cadena, para mirar hacia abajo. Rocas y océano. El oleaje era muy violento. Las olas hacían mucho ruido. Mucho más de lo que se imaginaba. No había ningún cuerpo. Ni ropa, ni zapatos.
—¡Cuidado!
Una mano sujetó a Neiderhoffer por la cintura. Billings estaba detrás de él. Con el ruido de las olas y el viento, no lo había oído acercarse.
—¿Sabe cuántas personas se despeñan aquí cada año? —le preguntó Billings. Hablaba con la boca tan pegada a la oreja de Neiderhoffer que éste podía sentir perfectamente su aliento.
—¿Cuántas?
—Ninguna. Aquí nunca sube nadie.
Neiderhoffer se deshizo del semiabrazo de Billings. Volvió a asomarse al acantilado.
—¿No hay ningún cuerpo allí abajo?
—Es una zona de difícil acceso. Tenemos que traer un barco desde el otro lado de la cala. Estamos en ello.
Neiderhoffer miró hacia el agua buscando un barco, pero no vio ninguno.
Billings dijo:
—Pero jamás lo encontraremos.
Neiderhoffer se giró:
—¿El qué?
—El cuerpo. Jamás lo encontraremos. A causa de la cala, las corrientes son muy fuertes. Cualquier cosa que cae ahí abajo, se aplasta contra las rocas y luego el agua se la lleva. Seguramente, ahora estará cerca de Tijuana.
—Quizá.
—Y bueno, tampoco duras entero mucho tiempo. Eres pasto de los tiburones.
Neiderhoffer miró hacia las rocas, buscando algún rastro de Timothy Van Bender.
—Si quiere mi opinión —dijo Billings—, ese tipo está muerto. Nadie sobrevive a un salto así.
—Quizá —repitió Neiderhoffer.
—Es algo poético, ¿no cree? —dijo Billings.
Neiderhoffer creía que se estaba refiriendo al paisaje. Había algo increíble y temerario. Sí, era poético.
Sin embargo, Billings añadió:
—Un hombre conduce un par de horas sólo para suicidarse en el mismo lugar que su mujer. Eso es amor verdadero, ¿no cree? Seguir a tu mujer hasta el final… hasta el mismísimo final. Sé que yo no lo haría por la mía —se quedó pensativo—. Bueno, puede que la siguiera hasta aquí, pero sólo para darle un empujoncito, por si cambiaba de opinión. Pero jamás saltaría tras ella.
Neiderhoffer sonrió.
Billings le preguntó:
—¿Cuánto tienes que querer a una mujer para hacer eso?
—Bueno… —Neiderhoffer estaba a punto de explicarle a Billings que no lo entendía, que Timothy Van Bender había matado a su mujer, quizá empujándola desde este mismo punto.
—Eso sí que es amor —dijo Billings—. No se ve muy a menudo.
Neiderhoffer apretó los labios y decidió no decir nada. Mirando las rocas de la base del acantilado, el romper de las olas, la espuma del océano, no sabía qué pensar. Quizá sí que fuera amor. Quizá podías odiar a alguien hasta el punto de matarlo y seguir queriéndolo. El matrimonio era algo muy curioso. Enloquecía a la gente.
—No sé —dijo Neiderhoffer.
Se giró y empezó a caminar hacia su coche para redactar el informe.