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Fueron a la Reserva Arestradero en Portola Valley para caminar por las montañas, lejos de las distracciones, lejos de los agentes de policía, los abogados y las amenazas de muerte. Timothy necesitaba aclarar sus ideas y pensar.

Las cosas estaban fuera de control. El novio colocado de Tricia estaba intentando matarlo, Pinky Dewer lo había demandado, el gobierno lo amenazaba con encerrarlo en la cárcel y ahora la policía creía que había matado a su mujer. Durante cuarenta y siete años, Timothy había estado al mando de su vida. Nunca fue el hombre más inteligente, ni el más ambicioso, ni el más atractivo. Pero sí que tenía éxito. Y ese éxito lo había hecho tener confianza en sí mismo, le había dado un porte regio y una actitud relajada que tranquilizaba a los que lo rodeaban, y eso generaba todavía más éxito.

Ahora, sin embargo, sólo le pasaban cosas malas, como si hubiera cogido una mala racha, y no veía el final del túnel. Se dio cuenta de que lo único que impide tener éxito es necesitarlo. Siempre se puede reconocer a un hombre desesperado: ojos angustiados y sonrisa crispada. No importa lo mucho que se esfuerce por aparentar normalidad, porque el hombre desesperado siempre está a un paso de la ruina, y todos lo saben. Esas almas atormentadas jamás conocen el éxito.

Timothy intentó concretar el momento en que empezó su debacle: ¿el día que fue al piso de Tricia? ¿La apuesta contra el yen? ¿Cuando decidió retener el dinero de Pinky? Todo eso eran síntomas de una asunción de riesgo poco entusiasta, como las apuestas de un hombre desesperado (demasiado poco y demasiado tarde) y, por lo tanto, no podían tener éxito.

El único éxito reciente en su vida era haber recuperado a Katherine, y lo había logrado siendo audaz, asumiendo un gran riesgo: drogar a Tricia y arrastrar su cuerpo a un laboratorio donde realizaron un experimento médico con su cuerpo. Era una locura, claro, y nadie se lo creería, pero había funcionado. Y ahora necesitaba un plan igual de audaz, un cambio radical de la situación. No podía quedarse sentado y dejar que el Chico lo enviara a la cárcel, o darles todo su dinero a los inversores como compensación, o vivir con miedo a un melenudo colocado, o preocuparse porque la policía le responsabilizara de un asesinato.

Necesitaba una salida. Y allí, escalando en la reserva natural, con el sol de septiembre calentándole la cabeza y respirando el aire lleno de polvo cálido, supo lo que tenía que hacer.

Subieron por Meadowlark Trail hasta el punto más alto del parque. Tricia iba despacio, para que él pudiera seguirle el ritmo. Sin embargo, a Timothy le dolía la rodilla, y el abdomen, y era imposible seguir el paso de su joven esposa.

Al final, llegaron a la cima. Era la vista que siempre les había gustado: el monte verde, a sus pies; el puente de San Mateo cruzando la bahía azul; y las lagunas de sal blanca que parecían piscinas de nata en medio del agua.

—Mírame —dijo él. Tenía la camisa empapada en sudor. Estaba sin aliento. Tricia, veinte años más joven, apenas se había despeinado. Le brillaba un poco la frente con sudor, pero parecía vital y fuerte.

—No estás en forma. Eso es todo.

—Me estoy haciendo viejo —dijo.

—¿Quién siente lástima por él mismo esta mañana?

—No siento lástima por mí mismo —dijo—. Me siento derrotado. Como si hubiera perdido una partida de ajedrez. Sólo quiero tirar todas las fichas y volver a empezar.

—¿Qué estás diciendo?

—No puedo ganar. Si el Chico testifica, estoy acabado. Quizá vaya a la cárcel. Como poco, lo perderé todo. Y no veo que esto vaya a terminar. No veo que Neiderhoffer vaya a dejar de investigar. No veo que las demandas vayan a terminar. No veo que un tío melenudo deje de amenazarnos. Necesito una salida.

Ella lo miró con los ojos entrecerrados por el sol.

—No pareces el hombre con el que me casé. No pareces Timothy Van Bender.

—Es lo que intento decirte. Timothy Van Bender no tiene escapatoria. Timothy Van Bender está atrapado. Por eso no quiero seguir siendo Timothy Van Bender.

Llamó al móvil del doctor Ho y, después de una breve conversación, quedaron en verse en la oficina de Sand Hill a las nueve de la mañana del día siguiente. Tricia y Timothy fueron juntos.

El doctor Ho los acompañó hasta la sala de espera.

—Hola, Katherine —le dijo a Tricia. Asintió hacia Timothy—. Señor Van Bender.

Tricia se adelantó y abrazó al doctor Ho.

—Doctor Ho, gracias. Muchas gracias.

Los diminutos ojos del chino apenas sobresalían por encima de los hombros de Tricia. Parecía sorprendido.

—De nada —dijo. Se separó de ella—. Vengan —los invitó—. Pasemos a mi despacho.

Los acompañó hasta el pequeño armario que hacía las veces de despacho. El viejo escritorio metálico ocupaba prácticamente la totalidad del espacio. En el suelo, montones de papeles y carpetas cubrían la moqueta. Timothy y Tricia pasaron por encima con mucho cuidado y se sentaron.

—Disculpen el desorden, como siempre —dijo Ho.

Encontró una carpeta en su mesa y la abrió. Estudió el contenido.

—Bueno, Katherine —dijo—, ¿cómo ha ido todo? ¿Tal como hablamos?

Tricia asintió.

—Al principio, fue un poco extraño. Me costó acostumbrarme. Los gustos son distintos. Y los olores. Pero, por lo demás, me siento… yo misma. Sana. ¿Y sabe otra cosa? Ahora me siento feliz. Mucho más feliz que antes. Se lo digo de corazón, doctor Ho, lo que ha hecho es maravilloso. No tengo palabras para agradecérselo.

Ho parecía satisfecho.

—Bueno, me alegro —cerró la carpeta y miró a Timothy—. Pero, obviamente, no han venido por esto.

—No —dijo Timothy.

—Señor Van Bender, quiere que haga una copia de seguridad de su mente, ¿no es así?

—Exacto.

—Sí. Después de hablar con usted ayer, estuve mucho rato pensando en nuestra conversación. Me temo que no puedo ayudarle.

Timothy se quedó muy sorprendido.

—Pero yo creí que…

—Sí, lo siento, señor Van Bender. Soy médico. Esto es un tratamiento médico. No es un plan de huida. No he invertido veinte años de mi vida y millones de dólares de mis inversores para ayudarle a cometer un fraude bancario.

—No lo hago para cometer un fraude —dijo Timothy.

—¿Y por qué lo hace?

«Para tener una segunda oportunidad —pensó—. Para tirar todas las piezas de ajedrez y poder volver a empezar la partida».

—Porque no tengo otra opción —dijo.

El doctor Ho entrelazó las manos encima de la mesa con recato.

—Señor Van Bender, accedí a ayudar a su mujer porque estaba enferma. Se estaba muriendo. Usted… —señaló a Timothy—. Usted está bien. No tiene ningún problema físico. No puedo sencillamente darle otra identidad —se quedó pensativo—. No está bien.

—¿No está bien? —preguntó Timothy—. ¿Que no está bien? ¿Es que se ha vuelto loco? Nada de lo que ha hecho en esta oficina está bien. Pregunte a mi secretaria, cuyo cerebro borró, si eso está bien.

—Guardé una copia de su mente —dijo Ho— para, llegado el momento, restituírsela…

—Es fantástico, doctor. Seguro que se queda mucho más tranquila. Allí almacenada en algún documento informático. Es usted un auténtico cabrón humanitario —se levantó y se inclinó sobre la mesa. Ho resbaló en su silla—. Escúcheme bien, doctor. Usted y yo estamos juntos en esto. Ayudó a mi mujer, y es fantástico. Se lo agradezco. Pero lo hizo por sus propios y egoístas motivos, los que sean, para demostrar a sus inversores que su negocio funciona, o para conseguir más dinero o incluso puede que para asegurarse que todo funcionaba bien. Puede que no estuviera convencido y Katherine fuera su conejillo de Indias. ¿Y sabe qué? Me parece bien. Funcionó, y es fantástico. Pero somos cómplices en este crimen. ¿Lo entiende, Frankenstein? Robamos el cuerpo de alguien. Le borramos el cerebro. Piénselo. Seguro que a sus inversores no les haría mucha gracia. Y a la policía tampoco, si llega a enterarse.

—¿Me está amenazando, señor Van Bender?

—Sí —dijo Timothy—. No le quepa la menor duda —se inclinó más y acercó su rostro al de Ho. Se fijó en las diminutas gafas metálicas, que se le clavaban en la carne de la nariz—. De hecho, deje que se lo diga bien claro. Si no me ayuda, haré que se hunda conmigo.

Timothy mantuvo su rostro a escasos centímetros de Ho. Lo miró, se fijó en sus rasgos pequeños y delicados, en su piel suave. Esperó.

Ho dijo:

—Bueno, supongo que podría ayudarle otra vez.

Timothy accedió a pagarle ciento cincuenta mil dólares mediante una transferencia a la misma cuenta de Citibank en la que Katherine había ingresado su dinero hacía un mes. Las instrucciones del doctor Ho fueron parecidas a las que ya le había dado cuando sometió a Tricia al procedimiento: tendría que encontrar un «recipiente», un cuerpo en el que poder regrabar la información de su cerebro después de completar el proceso de la copia de seguridad. Y había otra complicación que Timothy no se había planteado.

—Tendrá que suicidarse, claro —le dijo Ho.

A Timothy le sorprendió.

—Es lo mismo que le dije a su mujer. Es inaceptable tener dos copias existentes de la misma persona —dijo Ho—. Más que los problemas éticos que puede suscitar, crea complicaciones. Y las complicaciones son inaceptables. Lo ideal sería eliminar una rama en cuanto la copia y el proceso de restitución estén completados.

—¿Eliminar una rama? —preguntó Timothy.

—Matarle. Pero no participaré de ningún modo en su muerte. Eso depende de usted.

—Entiendo.

—Quiero que esté preparado para lo difícil que será —le advirtió Ho—. Porque todavía será usted. Una vez hayamos realizado la copia, usted, Timothy Van Bender, vivirá una vida independiente de la copia de su cerebro. ¿Entiende lo que le estoy diciendo?

Timothy asintió. Se preguntó cómo lo haría y si sería capaz de hacerlo.

—Pero recuerde una cosa —dijo Ho—. Su copia vivirá su propia vida, independientemente de su rama inicial. Eso debería tranquilizarlo.

El plan era elegante y perfecto. Solucionaría todos sus problemas con una acción audaz. ¿Que el Timothy Van Bender original estaba acusado de asesinar a su mujer? Ese problema se resolvería, puesto que Timothy Van Bender se iba a suicidar.

¿Que el Timothy Van Bender original se enfrentaba a una reputación dañada y a infinitos problemas legales? ¿Que un drogadicto chalado lo estaba acosando? Todo eso se resolvería, puesto que Timothy Van Bender desaparecería de la faz de la Tierra.

Según el plan, tenía que escoger un recipiente. Tenía que escoger a alguien joven, claro. A alguien que, si no era rico, pudiera llegar a serlo en un plazo de tiempo breve sin levantar sospechas. En pocas palabras, necesitaba a alguien que pudiera asumir los aspectos más lúdicos de la vida de Timothy Van Bender, pero no así sus responsabilidades. Y, de hecho, sólo había una elección posible.

Hola, Chico —dijo Timothy por el móvil, mientras Tricia y él volvían a casa desde la oficina del doctor Ho—. Sólo quería saludarte. Ya sé que el viernes es tu último día en el trabajo.

La voz del Chico sonaba muy lejana.

—Sí, el viernes. Quería decirte que siento mucho cómo han terminado las cosas. Espero que no nos guardemos rencor.

—Para nada —dijo Timothy—. De hecho, estaba pensando una cosa: quizá la semana que viene, cuando te hayas relajado un poco, podamos quedar para ir a tomar algo. Los tres: Tricia, tú y yo. Como en los viejos tiempos. ¿Qué te parece?

El Chico parecía sorprendido.

—Me parece fantástico.

—Bien —dijo Timothy—. Muy bien, Chico. Nos vemos mañana en el trabajo.

Lo único que quedaba por solucionar era el asunto del dinero.

Estaba muy bien volver a la vida como el Chico, sin el agobio de una acusación por asesinato, o una demanda por fraude, o una rodilla destrozada; pero vivir con ochenta mil dólares al año en un piso detrás del centro comercial no sería tan divertido.

El Chico necesitaría dinero, al menos unos cuantos millones de dólares; lo suficiente para permitir que Timothy siguiera llevando el tren de vida al que estaba acostumbrado.

Al día siguiente, en el despacho, Timothy cerró la puerta y llamó a su abogado, Frank Arnheim.

—Frank —dijo—. Tengo una duda legal. Pongamos que supiera que voy a morir y quisiera dejarle dinero en efectivo a alguien y evitarle la autenticación del testamento. ¿Cuál es la manera más rápida de hacerlo?

—¿Te importan los impuestos?

—No.

—Tienes dos opciones —dijo Frank—. Un fideicomiso revocable en vida es una. Aunque tardarías un tiempo en organizado todo. Lo más rápido es ir al banco y abrir una cuenta pagable después de la muerte. Cuando la abres, designas al beneficiario. Y luego, cuando te mueres, esa persona sólo tiene que ir al banco con un certificado de muerte y algún documento para identificarse, y el dinero es suyo —Frank hizo una pausa—. ¿Por qué? ¿Estás planeando ir a algún sitio?

—No —dijo Timothy.

—No harás ninguna estupidez, ¿verdad?

—No —repitió Timothy.

Esa misma tarde, acudió al Union Bank para abrir la cuenta pagable después de la muerte y, al cabo de una hora, empezó el proceso de liquidar su activo y transferir dinero en efectivo a dicha cuenta. Vendió su cartera de acciones, que sumaba unos seis millones de dólares, y después liquidó la cuenta del plan de jubilación, otros cuatrocientos mil. No tenía tiempo de pedir una segunda hipoteca sobre la casa de Palo Alto, porque era un proceso que requería varias semanas, ni de traspasar dinero de los fondos de inversión Van Bender a la cuenta del Union Bank. Ese activo tendría que dejarlo en herencia a través de testamento, y era una lástima, porque se vería considerablemente mermado después de las inevitables demandas que azotarían las propiedades de Timothy después de su suicidio. Sin embargo, calculó que, después de pagar impuestos, el Chico se encontraría con unos cuatro millones de dólares como caídos del cielo, que no estaba mal para empezar y que le permitirían vivir tranquilamente el año o par de años que tardarían el resto de sus propiedades en ir a parar a manos de Tricia.

No podía casarse con Tricia, porque no había ninguna prueba definitiva de la muerte de Katherine. Sin un certificado de muerte, lo mejor que podía hacer era cambiar su testamento y dejarle todas las propiedades restantes a su antigua secretaria. Aquel proceso lo hizo en exactamente una hora, el viernes por la tarde. Fueron al despacho del honorable Jack Decker, el abogado de la familia Van Bender, que estaba en San José, redactaron un nuevo testamento y lo firmaron ante el notario, con dos de las secretarias del bufete ejerciendo de testigos.

Cuando salieron, Tricia lo abrazó y dijo:

—Todo esto habrá terminado muy pronto.

El proceso completo de transferir la fortuna de Timothy Van Bender al nuevo recipiente estuvo listo en setenta y dos horas.