37

Esa noche, en casa, Tricia olvidó la discusión de la mañana en cuanto vio la sangre seca en la cara de Timothy. Lo acompañó a la habitación y le dijo que se tendiera en la cama. Se sentó junto a él. Timothy le explicó lo que había pasado en el aparcamiento.

—Te conocía —dijo—. Tienes que saber quién es.

—Pero no lo sé.

—Bueno, Tricia lo sabía. Debe ser ese novio suyo. Lo mencionó un par de veces —intentó recordarlo. Habían hablado muy por encima de un novio y recordó que Tricia había dicho que vino a Palo Alto desde Los Ángeles con un chico.

Sin embargo, el novio con el que dijo haber compartido coche era un vago poco ambicioso, inofensivo y fumador de marihuana; una descripción que no coincidía con el tipo del aparcamiento. Y excepto aquel comentario puntual, nunca más volvió a hablar de él. Y últimamente no parecía que tuviera novio.

Sin embargo, recordaba aquella noche en que la había seguido desde el BBC hasta su piso, el de la letra D del revés. ¿Acaso no se había comportado de una manera extraña cuando entraron en su casa? ¿No parecía asustada, como si allí viviera alguien más y pudiera descubrirlos? ¿Era posible que Tricia viviera con un tipo tan peligroso y no le hubiera dicho nada? Le costaba creerlo.

—Por lo visto, Tricia, mi inocente secretaria, tenía algunos secretos —dijo.

Ella le limpió la sangre reseca de la barbilla.

—No creo que debamos criticar a nadie por tener secretos.

Hicieron el amor, algo que a Timothy le sorprendió muchísimo. Katherine siempre había sido una mujer de hacer el amor antes de acostarse. El sexo era mucho mejor ahora, con el cuerpo de Tricia, aunque el cuándo y el cómo no habían cambiado: antes de acostarnos y, por favor, bésame mientras lo haces.

De modo que fue una sorpresa muy agradable que ella diera el primer paso. Él se quedó allí tendido, con el estómago dolorido por el puñetazo, y ella lo acarició y lo besó, le quitó la corbata y la camisa, y luego los pantalones. Le besó el pecho y luego, con suavidad, el estómago.

—¿Te duele? —le preguntó.

—No.

Ella descendió y empezó a besarle los muslos. Colocó los dedos debajo de la banda elástica de los calzoncillos y se los bajó hasta las rodillas. Luego se inclinó y empezó a hacerle una felación, y aquello fue algo muy extraño, algo que Katherine casi nunca le había hecho. La primera vez que se lo hizo estaban en casa de los padres de ella, en Cambridge, porque habían ido a visitarlos a los pocos meses de casados. Durmieron en la que había sido la habitación de Katherine de niña, y aquello debió despertar algo en ella, la excitó el hecho de hacer algo prohibido con su marido en la cama donde creció, bajo el mismo techo que sus padres.

Ahora Tricia estaba utilizando los labios y la boca entera, lamiéndolo, acariciándole la piel con su sedoso pelo negro y, a pesar del dolor en el estómago, le gustaba mucho y no pudo controlarse. Terminaron al cabo de un minuto y luego ella se estiró junto a él y él saboreó su propio sabor en la boca de su mujer.

—¿Recuerdas la primera vez que lo hiciste? —le preguntó.

Tricia sonrió.

Timothy dijo:

—Parece que fue ayer.

Ella le tocó la punta de la nariz con un dedo. Era un gesto que podía significar cualquier cosa: asentimiento, felicidad, travesura juguetona. Entonces pensó que era algo que Katherine jamás habría hecho. Ella se habría mostrado de lo más natural, habría disfrutando recordando los detalles de aquel primer día, diseccionándolos, explicándole exactamente qué había sentido en cada momento. Katherine llevaba un diario, era una mujer que anotaba cada día sus dos tostadas con mermelada del desayuno, que era consciente de cada detalle de su vida.

Timothy intentó incorporarse en la cama, apoyándose sobre los codos, pero el estómago le dolía mucho, así que se dejó caer sobre el colchón y se limitó a levantar la cabeza.

—¿Lo recuerdas? —preguntó. El tono había cambiado y quedó claro que la estaba poniendo a prueba—. Me parece que es algo que recordarías. ¿Dónde estábamos la primera vez que me hiciste una felación?

Tricia se quedó impasible. No parecía nerviosa ni enfadada. Meneó la cabeza y, sencillamente, dijo:

—No me acuerdo.

—Estábamos en casa de tus padres. ¿Recuerdas dónde exactamente?

Ella sonrió. Era la sonrisa de una esposa enamorada o la de un jugador de póquer a punto de lanzarse un farol.

—Claro que lo recuerdo. Estábamos en mi habitación. En la cama donde había dormido de niña. La cama donde crecí.

Y era cierto, pensó Timothy, más relajado.

Ella se inclinó sobre él y le dio un suave beso en los labios.

—¿Te estás volviendo loco?

—No —dijo él—. Lo siento.

—¿Sabes quién soy?

—Sí —respondió él.

—¿Quién soy? —volvió a besarlo—. Dímelo.

—Eres Katherine.

—Sí —asintió ella, y le dio otro beso—. Soy tu mujer. La mujer con la que estabas casado y la mujer que quiere volver a casarse contigo. ¿Lo entiendes?

—Sí —respondió él.

Esa noche, soñó.

Soñó con Katherine subiendo al acantilado de Big Sur, acariciando con los dedos la gruesa cadena que protegía el sinuoso camino hacia la cima. Soñó con su cuerpo, boca abajo en las rocas, su pelo rubio meciéndose en el agua, las piernas rotas, cada una por un lado. Soñó con el doctor Ho, sus diminutas gafas y la línea roja que le dejaban en las cejas, y soñó con el tipo del aparcamiento, con el pelo sucio, la navaja automática y las botas con la puntera metálica. Soñó con Katherine en casa de sus padres, con sus cuerpos juntos en su cama de toda la vida, con Katherine encima de él, practicando sexo oral, acariciándose el pelo con las manos, apartándose mechones de la cara para que él pudiera mirarla a los ojos.

Se despertó porque escuchó unos pasos.

La habitación estaba a oscuras. Lo primero que pensó fue que el hombre del pelo largo y la navaja había entrado en casa a cumplir sus amenazas de matarlo si seguía tirándose a Tricia. Timothy susurró:

—¿Tricia?

Alargó el brazo hacia su lado de la cama, para asegurarse de que estaba bien. Pero la cama estaba vacía. Se giró hacia la mesilla de noche. El reloj digital, con números de un relajante color ámbar, marcaba las 2.33 de la madrugada. Encendió la lámpara. Tricia no estaba.

Intentó sentarse. Le sorprendió el intenso dolor en el estómago y entonces recordó el puñetazo de la mañana anterior. Se tocó la cara y notó la herida en la barbilla.

Volvió a intentar levantarse, aunque esta vez con más cuidado, deslizando primero los pies hasta el suelo y luego sentándose mientras se ayudaba con las manos. Se levantó de la cama.

Pensó en Tricia y se preguntó dónde estaría y si estaría bien. Quería llamarla. Pero quizá no fuera una buena idea. Quizá el hombre del pelo largo estaba dentro de casa. ¿Era posible que hubiera entrado por las puertas del patio o por la ventana de la sala? ¿Sabía dónde vivía?

Timothy salió de la habitación y se asomó al pasillo. Estaba oscuro. No veía nada. Sin embargo, no encendió la luz. Conocía aquel pasillo mejor que cualquier intruso, así que la oscuridad jugaba a su favor. Empezó a caminar. El suelo crujió. Se detuvo, se quedó quieto y escuchó por si oía algo. ¿Había alguien más en casa?

Vio un pequeño hilo de luz al final del pasillo, debajo de una puerta. Era la puerta que subía al desván. Empezó a caminar hacia allí con cuidado, a oscuras, apoyando primero la punta del pie, como le habían enseñado de pequeño que caminaban los indios por el bosque, deslizando los pies por debajo de ramas y hojas para sorprender a sus enemigos. Mientras caminaba, apoyaba la mano en la pared, para ir recto en la oscuridad, y sintió las burbujas y los bultos del yeso.

Se acercó al desván. Incluso a oscuras, sabía perfectamente dónde estaría el pomo de la puerta, así que lo cogió y lo giró muy despacio. Abrió la puerta y le sorprendió que no chirriara.

En el desván había luz.

Subió las escaleras muy despacio. Esperaba encontrarse con las botas de puntera metálica descendiendo, y luego ver los vaqueros sucios del tipo melenudo, y la navaja abierta, a la altura de la cintura del hombre.

Al tercer escalón, la tabla de madera crujió y Timothy se detuvo. Escuchó. Se oía un ruido de hojas de papel. Subió el cuarto escalón, ahora más deprisa, y luego el quinto, ya sin preocuparse de hacer ruido; sólo quería enfrentarse a quienquiera que estuviera en el desván y terminar con aquella sensación de terror.

Llegó a lo alto de las escaleras. Al fondo del desván, vio a Tricia sentada en el suelo, de espaldas a él, con una pila de los diarios de Katherine junto a ella. Pasaba las páginas, leía atentamente y luego volvía a pasar página. Era como si estuviera buscando algún pasaje en particular.

—¿Qué estás haciendo? —le preguntó él.

Si su presencia la sorprendió, lo disimuló muy bien. Ella siguió pasando páginas de espaldas a él.

—Escribiendo en mi diario —dijo muy tranquila.

—¿Escribiendo —preguntó él— o leyendo? —Timothy subió el último escalón y empezó a caminar hacia ella—. ¿Intentas descubrir todos los detalles?

Ella se giró. A Timothy le sorprendió mucho ver que tenía los ojos y las mejillas llenos de lágrimas.

—He subido a escribir. Pero ahora sólo leía. Estaba mirando entradas viejas. De hace años —se rió, una risa calmada y casi de autocompasión.

—¿Quién eres? —le preguntó Timothy—. ¿Eres Katherine o eres Tricia?

—Dios mío —dijo ella, meneando la cabeza y sorbiéndose la nariz—. Otra vez no.

—¿Qué haces aquí arriba a las dos de la madrugada, leyendo sus diarios?

—Ya te lo he dicho. Estaba escribiendo. En mis diarios. Son míos, Timothy. Míos. ¿No lo entiendes? ¿No me crees? Además, ¿por qué los has guardado aquí arriba? ¿Pensabas que no los encontraría? ¿Intentas arrebatármelo todo?

Aquella emoción lo sorprendió. Era el tipo de reacción histérica exagerada tan típica de Katherine: haciéndolo parecer el malo y recurriendo a artimañas verbales para dirigir su rabia hacia él.

—Los guardé —dijo Timothy— después de que Katherine…, de que tú murieras. Me había olvidado de ellos.

—¿Los leíste?

—No —mintió él.

Ella volvió a sorberse la nariz y se secó las lágrimas de los ojos.

—Sólo quería escribir sobre lo que ha pasado hoy. Sobre la paliza que te han dado. Y empecé a pensar, y a leer viejas entradas, no sé. Llevo veinte años escribiendo estos diarios y casi nunca me he parado a leer lo que había escrito. Pero esta noche, supongo que un poco por todo lo que está pasando, quería leer algunas de las viejas páginas. Quería asegurarme de ser… yo. Dios, Timothy, tú no lo entiendes. A veces es como si me estuviera volviendo loca.

Imagínate lo que es despertarte un buen día en el cuerpo de otra persona. Y por si eso no fuera bastante, imagínate que tu propio marido no se cree que eres tú.

—Sí que me lo creo —dijo. Y en ese momento, mirando las mejillas de Tricia, lo creía.

—Entonces, ¿por qué estás constantemente cuestionándome? ¿Quién te crees que soy?

Él no respondió.

—¿Crees que todo es… qué? ¿Una estafa de lo más elaborada? ¿Que soy una secretaria de veintitrés años intentando engañarte? ¿Para qué? ¿Para follarte, Timothy? ¿Crees que necesito pasar por todo esto para follarte? ¿Con este cuerpo?

—He dicho que te creía —dijo él.

—Pues basta ya. Basta ya de cuestionarme.

—Vamos a la cama —dijo él. Alargó la mano y se la ofreció. Ella la cogió y él la ayudó a levantarse. Cuando la estiró, le dolió el estómago, pero no quería que ella se diera cuenta y mantuvo el rostro impasible.

Ella se acercó a él, lo abrazó con fuerza y se secó las lágrimas en su hombro.

—Te quiero —dijo—. De verdad.

—Entonces vuelve a la cama —dijo él, y se marcharon juntos hacia la habitación.