18

Mientras Timothy bebía a oscuras en su casa, al otro lado del planeta, en Tokio, estaba amaneciendo y el yen continuaba con su extraña escalada.

El hecho de que siguiera subiendo era más que inesperado, era incomprensible, porque todo el mundo estaba de acuerdo en que no podía seguir subiendo, en que sólo podía bajar. Y aquello era extraño porque, si todo el mundo estaba de acuerdo en que tenía que bajar, ¿quién estaba comprando yenes, anticipándose a una subida, e hinchando así el precio?

El día 27 de agosto, la pérdida total de Osiris había alcanzado los veintisiete millones de dólares. El Chico le dijo que, si perdían unos millones más, los brokers empezarían a llamar, y temerosos de quedar atrapados y perder más dinero, empezarían a liquidar las posiciones de Osiris, tanto si Timothy quería como si no, y por supuesto lo harían al peor precio posible, creando así todavía más pérdidas y poniendo los precios más en su contra.

Por lo tanto, a Timothy le pareció extraño que, teniendo en cuenta que su fondo había perdido casi un tercio de su valor, y que habían desaparecido casi treinta millones del capital de sus inversores, estuviera más preocupado por la relativamente pequeña cantidad de ciento cincuenta mil dólares que había desaparecido de su cuenta varios días antes de la muerte de Katherine. Allí había algo raro. Empezó a pensarlo la mañana después de leer su diario, después de recordar lo que no estaba escrito en él: ninguna enfermedad, ningún médico, ni siquiera ningún decorador de interiores. Katherine le había pedido doscientos mil dólares para redecorar la casa. Sin embargo, el dinero había desaparecido. Ningún decorador lo había llamado para devolvérselo, ni ningún contratista le había escrito ninguna carta sobre cuándo podían empezar con las obras. Habían desaparecido ciento cincuenta mil dólares. Y Katherine, que llevaba el registro escrupuloso de los pomelos que tomaba para desayunar, no había escrito nada sobre eso.

Aquella mañana, cuando llegó al despacho, llamó a su abogado de Perkins Cole, Frank Arnheim.

—Timothy —dijo Frank—. ¿Cómo estás?

—He estado mejor, Frank —respondió él. Durante la última semana, había pulido la respuesta a esa pregunta puesto que, de una forma u otra, se la habían hecho cientos de veces. Agradecía que la gente se tomara la molestia de preguntar, pero sabía que, en el fondo, no querían escuchar la verdad, que era que se culpaba por la muerte de su mujer, que estaba triste y solo, y que cada noche se emborrachaba para dormir y a veces lloraba. Por otro lado, era consciente de que no podía fingir que su dolor no existía y estar alegre y contento. Así que se ceñía al «He estado mejor»; una afirmación lacónica y sincera que le rompía el alma, pero los negocios eran los negocios, de modo que no invirtamos mucho tiempo en cosas que no vamos a cambiar. Como que mi mujer decidió suicidarse.

—Lo entiendo —dijo Frank—. No puedo ni imaginarme por lo que estás pasando.

—Gracias, Frank. —Una vez superada la cordialidad inicial, fue directo al grano—. Verás, te llamo porque necesito que me ayudes a rastrear cierta cantidad de dinero.

—Dime.

—Hará unas dos semanas, hice una transferencia de ciento cincuenta mil dólares a una cuenta de Citibank que pertenece a una empresa llamada Armistice LLC. Quiero que averigües quién es el titular de la cuenta, quién es exactamente esa empresa Armistice LLC y cómo contactar con ellos —le dio el número de cuenta de Citibank que Mike Kelly del Union Bank le había dado—. ¿Puedes hacerlo?

—Dame un par de horas —y luego añadió—: ¿Tienes planes para comer?

Los primeros días en la oficina había conseguido evitar a Tricia; sólo la saludaba cuando entraba o salía o le decía cuatro cosas sin trascendencia cuando ella le llevaba el café por la mañana. Y ella también intentó mantener las distancias al principio, como si creyera que tenerla demasiado cerca o hablarle demasiado pudiera afectar de alguna manera a su frágil recuperación, pudiera recordarle aquella noche de lunes anterior a la muerte de Katherine e hiciera que el dolor volviera a apoderarse de él.

Sin embargo, aquella tarde entró en su despacho, le dejó el café en la mesa y se giró para marcharse. Antes de salir, se detuvo y lo miró:

—Estoy preocupada por ti.

Él bebió un sorbo de café y la miró. Llevaba un jersey ceñido a rayas blancas y negras, una falda de algodón y el pelo recogido en un delicado moño en la nuca. Llevaba las gafas de bibliotecaria y no se parecía en nada a la mujer que hacía una semana le había dicho: «Quiero tener tu polla dentro de mí», y le había metido la lengua en la oreja.

—¿Preocupada?

Tricia cerró la puerta.

—Pareces tan triste y solo.

—Estoy triste, Tricia. Y solo.

—Me siento en parte responsable.

Timothy quería decirle que estaba equivocada, que no era en parte responsable, que era totalmente responsable. Sus flirteos, su encaprichamiento, sus insistencias habían provocado el suicidio de su mujer. Lo había provocado a pesar de que sabía que era un hombre casado.

—No eres responsable —dijo.

—Si te sientes solo, quizá te apetezca algo de compañía. Puedo ir a tu casa y hacerte la cena.

Timothy intentó imaginársela en su cocina, trajinando entre sus sartenes, salteando verduras y asando carne.

—No creo que sea buena idea.

—Lo sé —dijo ella—. Es demasiado pronto, ¿verdad?

Timothy se dio cuenta de que Tricia sólo estaba buscando algún tipo de confirmación de que todavía seguía interesado en ella. Parecía pensar: «Quizá la muerte de su mujer sea muy reciente para empezar una historia de amor, pero a lo mejor dentro de poco…».

¿Cómo podía explicarle que las cosas no funcionaban así, que jamás funcionarían así? ¿Que la consideraba estúpida, vulgar y malhablada y, bueno, un poco sexy, sí, pero sólo una cría, una cría fácil e insignificante que decía «genial» con demasiada frecuencia y que seguramente era una bomba en la cama, pero que, después del sexo, no tenía nada que ofrecerle a un hombre como él?

—Es demasiado pronto —dijo.

Ella asintió.

—Genial —dijo. Con aquello, seguramente quería decir que se alegraba de que estuviera abierto a la idea en un futuro, pero a Timothy le pareció una respuesta ridícula y confirmó sus peores sospechas sobre ella: sólo era otra chica estúpida más de Los Ángeles.

Alguien llamó a la puerta y Frank Arnheim, el abogado de Timothy, se asomó.

—Hola.

—Hola, Frank.

Con tono de disculpa, Frank dijo:

—No había nadie en recepción, así que pensé… —se interrumpió cuando vio a Tricia.

Ella le sonrió amablemente.

—Debería volver a mi puesto.

—Muy bien —dijo Timothy.

Ella asintió y pasó junto a Frank Arnheim hacia la puerta.

—Perdón —dijo.

Él le miró las tetas cuando Tricia pasó por su lado y luego la siguió para mirarle el culo mientras ella se alejaba por el pasillo. Frank cerró la puerta.

—Joder —dijo—. Menudo culo. Es la recepcionista más cañón que he visto en mi vida. Y he visto a algunas —se tapó la boca con la mano—. Perdón. Supongo que es un comentario fuera de lugar, especialmente en estos momentos.

—No pasa nada —dijo Timothy—. Estoy de acuerdo contigo. Aunque no es mi tipo.

—¿En serio? —preguntó Frank, muy interesado de repente, como si aquello le diera vía libre para intentar ligar con Tricia. Se lo pensó un momento, pero después volvió a la realidad—. Tengo la información que querías. Es bastante interesante. Te lo explicaré mientras comemos.

Comieron en el Il Fornaio, en la avenida University. Las mesas del restaurante eran para dos y casi todas las parejas eran idénticas: un chico joven de ojos saltones comiendo con un señor más mayor, mejor vestido y de aspecto más distinguido. Los jóvenes reían a cada comentario de sus compañeros de mesa, e intentaban mirarlos a los ojos y complacerlos. En cualquier otra ciudad del mundo, aquello habría parecido un montón de gigolós entreteniendo a sus clientes mayores pero, en Palo Alto, en plena explosión de Internet, todo el mundo entendía que era algo totalmente distinto: las mesas estaban llenas de jóvenes empresarios que intentaban camelar a un inversor o a un miembro de la junta directiva para que les dejara dinero o les diera trabajo.

Timothy y Frank se sentaron en una esquina, frente al jardín. Frank abrió el maletín y sacó un bloc de páginas amarillas garabateado.

—Le pedí a dos socios que investigaran a Armistice LLC, como me pediste. Creí que sería algo sencillo, una hora de trabajo, como mucho.

—¿Y?

—No era tan sencillo —dijo Frank. Cogió un trozo de pan y le dio un bocado—. Así que no te sorprendas cuando recibas la factura.

—Tus facturas nunca me sorprenden.

El abogado no supo cómo tomárselo. Miró a Timothy y luego se encogió de hombros.

—Así que aquí lo tienes todo. Armistice LLC es el titular de la cuenta de Citibank que me diste. Se trata de una empresa de Delaware pero, en realidad, no es nada: no tiene activos, ni ingresos, ni impuestos, ni domicilio social. No es extraño, pero… —empezó a leer las notas—. Armistice LLC es una empresa que, a su vez, es propiedad de otra empresa llamada Chelsea Partners que, curiosamente, no es una sociedad, sólo otra empresa registrada en Nevada. Muy bien, pues Chelsea Partners pertenece a otra empresa registrada en las Bahamas que se llama Keystone Group. ¿Me sigues? —sin esperar a que Timothy le respondiera, continuó—: Keystone Group es una tapadera; todos los datos de contacto apuntan a una empresa de servicios corporativos de Nassau, y no tienen ni idea de qué es Keystone Group, y aunque lo supieran dudo que me lo dijeran. Por cierto, aquí es donde la mayoría de abogados se detendrían. Te dirían que es todo lo que han podido averiguar, que la búsqueda termina en Keystone Group en Nassau. Y te presentarían una factura aquí mismo.

—Pero tú no te has detenido aquí, ¿verdad, Frank?

—Claro que no —pasó página del bloc de notas—. Hemos realizado una investigación legal sobre Keystone. Resulta que puedes encontrar referencias sobre Keystone Group en el registro de una empresa tapadera de Panamá llamada Stillwater Group. Stillwater y Keystone son socios en una tercera empresa: Amber Corp. ¿Me sigues? Amber Corp está registrada en el estado de Florida. Está totalmente al día con los impuestos según la documentación de la secretaría de estado de Florida.

—¿Y ya está?

—Bueno, sí. «Ya está» —dijo mientras, con las manos, hacía comillas en el aire para repetir las palabras de Timothy—, como desdeñosamente dices, aunque tengo algo que puede que te interese más.

—¿Qué?

—Amber Corp es una empresa de Florida, ¿no? ¿Por qué Florida?, te preguntarás. No lo sé. Pero en los archivos anuales aparece una segunda dirección. ¿Quieres saber dónde está?

—Claro.

—En Sand Hill Road, al final de la calle, en Menlo Park. El número tres mil seiscientos veinticinco de Sand Hill Road. ¿No te parece extraño?