40

Se pasaron la tarde en la cama, primero haciendo el amor y luego durmiendo, hasta que sonó el teléfono y lo despertó.

Alargó el brazo hasta la mesilla y descolgó, al mismo tiempo que miraba el reloj. Eran las cuatro de la tarde.

—¿Diga?

No hubo respuesta. Escuchó una respiración y luego dos ruidos, como crujidos de los nudillos de las manos.

—¿Diga? —repitió Timothy—. ¿Quién es?

Tricia se giró a su lado y lo miró. Adormecida, preguntó:

—¿Quién es?

La otra persona debió escucharla.

—¿Es ella? —dijo el hombre—. ¿Es Tricia? —hablaba con un tono suave y dulce, propio de un ángel.

—Sabes que tengo identificador de llamada, ¿verdad? —dijo Timothy—. Te denunciaré a la policía.

—No creo —dijo el otro hombre—. ¿Recuerdas lo que te dije? ¿Lo que te iba a hacer? —esperó, como si le dejara tiempo para responder. Como no lo hizo, añadió—: Voy a matarte. Ya estás avisado.

La llamada se cortó. Timothy alargó el brazo y colgó el teléfono.

—¿Quién era? —preguntó Tricia.

—Tu… El exnovio de Tricia, supongo. El tío que me dio la paliza en el parking.

—¿Y qué te ha dicho?

—Que quiere matarme.

—Llama a la policía.

Antes de que pudiera responder, volvió a sonar el teléfono. Tricia se sentó en la cama.

—No lo cojas.

Siguió sonando.

—No voy a vivir con miedo —dijo Timothy. Se sentó en la cama y descolgó el teléfono—. Escúchame bien —atacó directamente—, cabrón comepollas. ¿Sabes qué voy a hacer? ¿Eh? Voy a matarte. Te buscaré y te perseguiré como un perro. Y luego te mataré. ¿Qué te parece?

La línea se quedó en silencio y, entonces, alguien habló:

—Eh… ¿señor Van Bender? —no era el tipo melenudo del Impala, pero la voz le resultaba familiar.

—¿Sí?

—Soy Ned Neiderhoffer. ¿Va todo bien?

—Detective, lo siento mucho.

—¿Es así cómo hablan los grandes hombres de las finanzas hoy en día? ¿«Compra cien acciones de IBM o te mataré como un perro»?

Timothy suspiró.

—En realidad, es algo más serio. He recibido… amenazas.

—¿Qué clase de amenazas?

—Bueno, amenazas de muerte. Ayer, un tipo me dio una paliza en el parking del trabajo y amenazó con matarme.

—¿Lo denunció?

—No.

—¿Quiere que envíe a un agente? Quizá, si nos dice quién es, podamos cogerlo y tener una charla con él.

Lo último que Timothy quería era tener más detectives por casa haciéndole preguntas. Porque, al final, tendría que acabar confesando que el tipo melenudo era el exnovio de Tricia, lo que provocaría que la policía le hiciera preguntas a ella. Y eso sería un problema, porque no podría responderlas, porque ya no era… Tricia. Y eso acabaría generando preguntas como: «¿Qué le pasó a Tricia?». «Oh, nada —diría Timothy—. Sólo la drogué y borramos en su cerebro».

—No, tranquilo —dijo Timothy—. Seguramente no será nada, sólo alguien gastándome una broma.

Neiderhoffer dijo:

—Si cambia de opinión, dígamelo.

—Descuide. ¿Qué puedo hacer por usted?

El detective dijo:

—Tengo una pregunta.

—Diga.

—Cuando su mujer lo llamó aquella mañana, la mañana en que… desapareció, ¿le dijo explícitamente dónde estaba?

—No.

—Verá, porque estaba repasando mis notas y usted dijo que estaba cerca del océano. ¿Cómo lo sabía?

—Porque escuché las olas de fondo.

—De acuerdo —dijo Neiderhoffer—. Tiene sentido.

—¿Es todo?

—Es todo. Estaba preparando el papeleo y quería asegurarme de que todo era correcto. Gracias, señor Van Bender.

—De nada.

—Si cambia de opinión y quiere que le envíe algún agente, dígamelo.

—Muy bien.

Colgó.

Tricia le preguntó:

—¿Qué quería?

—Creo que quería enviarme un mensaje —dijo Timothy—. Que no se ha olvidado de mí.