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No se enfrentó a ella de inmediato.
Y no era sólo por la sencilla voluntad de regodearse en su descubrimiento secreto. No quería que la ilusión terminara. Había disfrutado mucho creyéndose aquella historia, que Katherine había vuelto con él; que, de alguna manera, un científico había hecho una copia de su cerebro como si fuera un ordenador; y que luego lo había grabado en el cuerpo de una chica joven.
Y ahora, mientras la seguía por la casa y escuchaba cómo describía la comida con Ann Beatty, se dio cuenta de que esas últimas semanas, con Tricia interpretando el papel de su mujer, habían sido las más felices de su vida. Ahora tenía lo que siempre había querido. Tenía una segunda oportunidad con la mujer que quería y se acostaba cada noche con una chica joven y bonita. Era un sueño. Y entonces entendió que se lo había creído todo precisamente por eso. Y que por eso no quería que el sueño terminara.
Se sentaron juntos en el patio mientras ella le seguía explicando la comida.
De repente, Timothy le preguntó:
—¿Quieres una copa de vino?
Tricia ladeó la cabeza.
—Es un poco temprano, ¿no? Incluso para ti.
—Hace una tarde tan bonita —dijo, agitando su brazo ante el magnífico jardín.
—Está bien —Tricia sonrió.
Así que Timothy bajó a la bodega y cogió una botella de chardonnay, un Whitehall Lañe de 1998, regresó con ella al patio y dijo:
—Los días memorables requieren vinos excelentes.
—¿Qué hace que el día sea memorable?
—Ya lo verás —dijo él.
Descorchó la botella y sirvió una copa para cada uno, y luego se sentó en la silla de mimbre y la acercó a la de Tricia. Alargó el brazo y le acarició la rodilla y, debajo de los pantalones de hilo, notó su carne, tersa y firme, y supo que la echaría de menos.
—Creo que a Ann le caigo muy bien —dijo ella—. Le gusta la idea de tener a una joven bajo su protección. Supongo que la hace sentirse joven. Es muy duro no poder decirle que soy yo. Muchas veces, me gustaría decirle: «Ya me lo contaste, Ann», o quisiera gritarle: «¡Ann, soy yo, Katherine!»
—¿De veras? —dijo Timothy. Siguió acariciándole la rodilla. Se preguntó si debería hacerle el amor una última vez antes de revelarle que ya conocía todo su juego—. Debe ser muy duro.
—Si tú supieras —dijo Tricia.
—Quizá lo sepa.
Ella lo miró, como queriendo decir: «Qué comentario más extraño». Luego dijo:
—Timothy, ¿qué está pasando? ¿Tienes otra crisis?
—Si es así como quieres llamarlo —le agarró la pierna, ahora con más fuerza. No era un gesto exactamente amenazador, pero podría llegar a serlo. Timothy sintió una sensación muy extraña, una combinación de rabia y de apetito sexual, como si quisiera follársela y luego golpearle la cabeza contra las piedras del patio.
—¿Qué pasa? —insistió ella.
—Era tan perfecto —dijo él—. Tan perfecto. Dale a la gente lo que quiere, ¿verdad? Yo quería a mi mujer y te quería a ti. Así que hiciste posible que pudiera teneros a ambas. Dos en una.
—Dios mío, no —dijo ella. Timothy vio que lo decía con una sonrisa triste, como si realmente fuera Katherine y no pudiera creer que su marido dudara de ella otra vez.
—Ya puedes dejarlo, Tricia —dijo—. Déjalo.
—Me estoy empezando a hartar de esto —dijo Tricia. La sonrisa seguía ahí, aunque crispada, al borde del enfado.
Con la mano izquierda, Timothy se acercó la copa y bebió un trago de vino.
—¿Cuál era el plan, Tricia? ¿Qué me casara contigo?
—Te casarás conmigo. Soy tu mujer.
—Se trata de eso, ¿verdad? De dinero.
—Timothy, soy tu mujer. Soy Katherine.
—¡Que lo dejes! —dejó la copa en la mesa con tanta fuerza que el pie de la copa se rompió y el patio quedó lleno de trozos de cristal. Un charco de chardonnay se fue extendiendo sobre la mesa, lentamente, como si fuera miel. Tricia intentó apartarse, pero él todavía la tenía agarrada de la pierna, con fuerza, sin dejarla moverse de la silla. El vino empezó a gotear por el borde de la mesa y cayó en el regazo de Tricia y en su mano.
—Timothy, contrólate.
—Uy, lo tengo todo controlado —dijo mirando la mano sobre su rodilla—. Todos queréis joderme. Primero, el Chico quiere enviarme a la cárcel, y ahora tú quieres mi dinero. ¿Tanto lo quieres que has caído tan bajo? Debes estar loca.
—¡Suéltame!
Pero él no la soltó. Le apretó la rodilla todavía con más fuerza y, aunque ella intentó soltarse, él se mantuvo firme. Sabía que le estaba haciendo daño.
—Dime algo, Katherine. Respóndeme una pregunta. Si respondes correctamente, tendrás premio. Y si no respondes, pierdes.
—Timothy…
—¿Estás preparada…, Katherine? Aquí va la pregunta. Háblame de cuando te engañé. Dime, Katherine, ¿cómo lo descubriste? Dime qué pasó.
Tricia meneó la cabeza.
—¿Lo sabes, Katherine? Eso no estaba en los diarios, ¿eh? Difícil, ¿verdad?
—Timothy, escúchame.
—Piensa, piensa, piensa —dijo muy deprisa, como una catapulta soltando una bola dentada cada vez—. Piensa, piensa, piensa. Siempre consigues dar con respuestas convincentes. Pero esta vez es imposible. No tienes ni idea, ¿verdad?
Ella meneó la cabeza, asqueada.
—Venga, Katherine. O Tricia. O quienquiera que seas. Finge estar enfadada conmigo. No te ayudará. No me lo trago. Mira, sólo tienes que responder a una pregunta. Una pregunta muy sencilla. ¿Cuándo te engañé? ¿Cómo lo descubriste? Dime lo que pasó y te creeré.
Tricia intentó cogerle la mano y apartársela de su rodilla mojada. Pero él no la soltó. Con los dientes apretados, ella dijo:
—Soy tu mujer, Katherine, estúpido hijo de puta. Soy tu mujer. Créeme.
—No. No te creo. ¡Porque ni siquiera te sabes la historia! No está en los diarios, así que no tienes ni idea.
—¡Soy tu mujer! —con la mano izquierda, le dio una bofetada en la mejilla. Él se quedó sorprendido, porque no se lo esperaba; el dedo de Tricia le había rozado el globo ocular. Se echó hacia atrás, la soltó y se tapó el ojo con las manos.
—Dios mío, lo siento —dijo ella—. ¿Estás bien? —se levantó y, con la parte trasera de las piernas, golpeó la silla de mimbre, que cayó sobre el suelo de piedra del patio.
Él también se levantó, con la mano izquierda todavía encima del ojo. Con la derecha, cogió a Tricia por la blusa y la atrajo hacia él. Colocó su cara a escasos centímetros de la suya y la sujetó con fuerza, para que no pudiera escapar.
—Explícame la historia —le susurró—. Te engañé. Lo admito. Me tiré a otra mujer. ¡Vaya si me la tiré! Seguro que lo sabes todo, porque eres mi mujer. Explícamelo. Explícame cómo te engañé. ¿Puedes hacerlo?
Ella lo miró con los ojos suplicantes.
—Timothy, yo te quiero —dijo.
—Me la tiré, Katherine. Explícamelo. Cuéntame cómo descubriste que me la había tirado.
—Timothy… —dijo con voz suave, llena de dolor, como si aquellas palabras le estuvieran rompiendo el corazón.
—No puedes porque no lo sabes.
Con suavidad, ella repitió:
—Timothy, te quiero.
—¡Explícamelo! —gritó él—. Me tiré a otra mujer. Dime a quién. Dime dónde.
Tricia estaba a punto de llorar. Le temblaba el labio. Abrió la boca para decir algo, pero sólo emitió un cálido suspiro. Parecía sorprendida, herida, perdida. Por primera vez, observó Timothy con satisfacción, no sabía qué decir.
—¡Dímelo!
—Palm Beach —susurró ella.
—¿Qué?
—Fue en Palm Beach. Fuiste a ver a Mack Gladwell —empezó a hablar más deprisa, comiéndose las palabras—. Te tiraste a una mujer y ella llamó a casa mientras tú volabas en el avión de vuelta. Me dijo que os habíais acostado. Te eché de casa una semana.
Timothy meneó la cabeza.
—Te quedaste en el Hyatt. ¿Ahora estás contento? ¿Ahora que me lo has hecho decir en voz alta? Sabía lo del lunar de tu muslo. Debería haberte dejado entonces.
—No… No es posible.
—Debería haberte dejado, pero no pude. Porque te quiero.
—No… —dijo él.
—¿Por qué no me crees? ¿Por qué no puedes creer que… soy yo? ¿Por qué no lo aceptas? Es un regalo —bajó la voz y susurró—: Un regalo. Un regalo que nos han hecho. Acéptalo.
Lo besó y luego retrocedió y lo miró a la cara. Timothy tenía los ojos rojos y llorosos; el corte de la mandíbula se le había abierto y estaba sangrando.
—Acéptalo —susurró ella—. Es un regalo.
Él la besó apasionadamente y la atrajo hacia él con fuerza, y se dio cuenta de que era Katherine, que tenía que ser ella, que había vuelto, y que nunca más volvería a dejarla marchar.