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La madre de Katherine, Faith Sutter, voló a San Francisco el jueves por la mañana. Timothy la esperaba junto a la cinta de recogida del equipaje.

Apareció con otro grupo de pasajeros, entre un hombre de negocios vestido de Armani de los pies a la cabeza que se arreglaba la corbata y se refrescaba la boca con aerosol mentolado y un sij con un turbante azul. Timothy se acercó a ella, abrió los brazos y la atrajo contra él.

Ella empezó a llorar en su hombro.

Faith se separó y lo miró. Era una mujer guapa, con el pelo teñido de rubio, los ojos azules y la misma nariz aguileña de Katherine. La piel del cuello le colgaba un poco, arrugada y blanda. Se quedó mirando a Timothy un buen rato y abrió la boca para decir algo, pero se calló. En lugar de eso, meneó la cabeza. Y lo abrazó otra vez. Se quedaron abrazados en medio de la zona de recogida de equipajes mientras los demás pasaban junto a ellos y seguían con sus vidas.

El trayecto hasta Palo Alto duró aproximadamente una hora y cuarto, tiempo durante el cual Timothy se dio cuenta de que Faith lo odiaba.

No lo había descubierto hasta ahora. Se habían visto muy de vez en cuando, unas dos veces al año, en Navidad y durante alguna visita esporádica en verano. Katherine y Timothy la habían invitado varias veces a pasar una temporada con ellos, e incluso se habían ofrecido a pagarle el billete, pero ella todavía trabajaba como profesora de primaria en Cambridge, cosa que dificultaba mucho que pudiera viajar durante el curso escolar. Y, en verano, decía que prefería quedarse en su casa, cuidando los tomates.

Las veces que los había visitado, las relaciones con Timothy habían sido cordiales, aunque quizás un poco frías. Él intentaba mantenerse a distancia, utilizando a su mujer de parachoques, ya que dejaba que las dos mujeres pasaran tiempo juntas sin inmiscuirse en lo más mínimo. Sin embargo, con el paso de los años, Faith parecía cada vez más fría con Timothy. Él sospechaba, aunque nunca estuvo seguro, que Katherine había hablado con su madre, le había confesado su infelicidad y había señalado a Timothy como la causa de todos sus males.

Cuando llegaron a casa, ayudó a Faith a bajar del coche y a subir el sendero de pizarra que llevaba hasta la puerta principal. A los pies de la escalera, él amablemente intentó cogerle la maleta de la mano. Ella la apartó.

—La subiré yo —le espetó ella.

—Deja que te ayude —dijo él.

—Ya has hecho suficiente.

Timothy retrocedió un paso. Había supuesto que tendría que hacer el papel de yerno que tenía que consolar a su suegra. No se esperaba aquella rabia.

—Faith —dijo—. ¿Qué…?

—Hablaba conmigo, ¿sabes? —dijo Faith—. Me lo explicó todo sobre ti.

Timothy se quedó anonadado. ¿Qué le había dicho Katherine?

—Faith, quería a tu hija. Era mi mujer, y la quería más que a nadie en este mundo, aunque no te lo creas.

Ella meneó la cabeza.

—Siempre has dicho las palabras adecuadas, Timothy, desde que te conozco. Pero lo que importa es lo que tienes en el corazón —levantó la maleta, se giró y empezó a subir las escaleras. En el tercer escalón, se detuvo y lo miró—. Todo el mundo acaba recibiendo lo que se merece. No lo olvides.

No podían emitir un certificado de defunción hasta que no encontraran el cuerpo, aunque la presunta causa de la muerte fuera el suicidio. Sin embargo, y como el detective Neiderhoffer había dicho con tanto tacto, teniendo en cuenta las corrientes, el oleaje y las rocas que había cerca de Big Sur, puede que nunca lo encontraran y, por lo tanto, incluso sin una causa definitiva de muerte, la familia estaba en todo su derecho de organizar un funeral en honor de Katherine y poner fin a la tragedia.

Ann Beatty, la amiga de Katherine que vivía en la misma calle que ellos, se ofreció para organizado todo en nombre de Timothy. Él le dio unos cuantos números de teléfono, los de aquellos amigos que se le ocurrieron así de pronto y ella dijo que ya se las arreglaría con aquello. Llamó a esos amigos y, juntos, hicieron una lista más larga de gente a quien contactar. El viernes, cuando se celebró el funeral, habían llamado a más de un centenar de personas y a Timothy le sorprendió la cantidad de amigos y conocidos que acudieron a la cita.

La ceremonia tuvo lugar en el Alta Mesa Memorial, un bonito cementerio cerca de Foothill Park. Se reunieron en la capilla interior, una sala aconfesional, con bancos que miraban al frente, donde Ann había colocado una gran fotografía de Katherine en un caballete, y dos arreglos florales enormes compuestos de gladiolos, margaritas y claveles a cada lado. La fotografía, en la que se notaba mucho el grano debido a las sucesivas ampliaciones, mostraba a una Katherine sonriente, con los ojos entrecerrados por el sol. Timothy recordaba haber hecho la foto hacía diez años, una época más feliz, mientras estaban de vacaciones en las islas San Juan. Estaban en el ferry que los llevó de Bellingham hasta la isla Orcas. Katherine estaba recostada en la baranda metálica, con el peso del cuerpo apoyado en los codos, mirando al mar. Era más joven y en sus ojos no había ni rastro de la tristeza que Timothy recordaba. Ahora, ampliada y teñida con unas tonalidades sepia, diez años demasiado joven, la fotografía la hacía parecer de otro mundo, un fantasma, congelada en el tiempo.

Durante la ceremonia, Timothy se sentó solo en primera fila. La luz del sol se filtraba por las vidrieras de colores e iluminaba figuras que bien podían ser pájaros, flores o nada en absoluto. El reverendo Clark, el rector de All Saints, habló en primer lugar. Describió a Katherine como una mujer vibrante, una esposa cariñosa y una mujer de mucha fe. Dijo que todos los que habían comprobado su capacidad de amar la echarían de menos. Dijo que estaba seguro de que los miembros de All Saints, y otros amigos de los Van Bender, estarían al lado de Timothy y lo apoyarían en esos duros momentos.

Luego el reverendo dijo:

—Me han comunicado que Timothy Van Bender quiere decir unas palabras acerca de su esposa.

Timothy se levantó. No había preparado ningún elogio, pero sabía que las palabras le vendrían a la mente cuando las necesitara, como siempre. Asintió, caminó hasta la parte delantera de la sala y se quedó de pie junto a la fotografía de Katherine.

Empezó muy despacio.

—En primer lugar, muchas gracias a todos por haber venido. Todavía no me hago a la idea de que se haya ido. Tengo la sensación de que todo esto es un sueño y que voy a despertarme en cualquier momento. Pero mucho me temo que no es así.

Timothy miró todas aquellas caras. Faith Sutter estaba sentada justo delante de él, con una pamela negra de ala ancha que le tapaba los ojos y los labios apretados. En la siguiente fila había varios miembros del Circus Club: el acusado Michael Stanton y su joven segunda mujer, los Greenhill, incluso el director del club, Gary Currie. Vio a Frank Arnheim, su abogado, un hombre calvo y rechoncho con la cabeza con forma de bala, papada y la calva brillante. En la última fila, entre un montón de caras que no conocía, Timothy reconoció una: la del detective Neiderhoffer. Llevaba un traje de sorprendente buena calidad, oscuro y muy bien cortado, con un pañuelo en el bolsillo. Cerca de él, Timothy vio al Chico y a Tricia. Ella llevaba un ceñido vestido negro. Asintió con la cabeza. ¿Era un gesto de acuerdo o de complicidad?

Timothy continuó:

—Quiero a mi mujer. Llevábamos veinte años casados. Es mucho tiempo. Y ya la echo de menos. Estoy terriblemente apenado de que se haya ido —se giró hacia la fotografía—. Te quiero, Katherine. Ojalá pudieras volver a mi lado.

Timothy escuchó cómo, entre los asistentes, una mujer lloraba, pero no quiso mirar para saber quién era. Él también estaba a punto de echarse a llorar, así que decidió terminar ahí su elogio. Levantó la mano, asintió, tragó saliva y volvió a su sitio. Antes de sentarse, lanzó una mirada hacia la última fila. Neiderhoffer lo estaba mirando. Era una mirada lo suficientemente amable, pero Timothy se sintió incómodo, así que enseguida bajó la mirada, se sentó y no quiso volver a mirar al detective en toda la mañana.

Después de la ceremonia, cuando volvió a casa, lo siguió un grupo de gente para que no estuviera solo: Faith Sutter, con los ojos ardiendo de tristeza y rabia; Ann Beatty; los Greenhill del club; el reverendo Clark, que no dejaba de mirar el reloj para saber cuánto tiempo más tenía que quedarse para mostrar su respeto hacia el viudo; incluso el Chico, que parecía un conejo con los ojos saltones, como si la muerte fuera una experiencia nueva y sorprendente para él.

Los coches llenaron la entrada y la calle, y la casa estaba llena de voces, actividad y mujeres cocinando, manteniendo el silencio de la muerte aparcado. Así que, cuando Timothy entró en su casa y a cada paso se encontró a alguien que le daba la mano, lo abrazaba y le daba el pésame, apenas tuvo tiempo para darse cuenta de que la ventana del cuarto de estar estaba abierta y de que las lamas de las cortinas venecianas Levolor se agitaban por el viento.

Cerró la ventana y se fijó que la mosquitera estaba torcida, como si la hubieran colocado deprisa y corriendo y, en el fondo de su mente, le pareció muy extraño porque él nunca dejaba las ventanas abiertas.

Sin embargo, aparte de aquello, la casa estaba intacta. No faltaba nada. No había huellas de barro ni cómodas revueltas. Así que no le dio más vueltas y decidió que debía habérsele pasado por alto y que, con las prisas por ir al funeral, no había cerrado bien la casa.