25

En la oficina, el Chico le dio otra mala noticia: Refco había subido, de la noche a la mañana, los requisitos de margen, es decir, el monto de colateral que insistía en retener mientras Timothy y Osiris se la jugaban con negocios arriesgados, y había impuesto unas garantías extraordinarias. A mediodía, empezaría a liquidar su porción del negocio del yen a menos que Osiris depositara otros diez millones de dólares en efectivo en su cuenta. Por lo visto, el yen había tenido una noche movida, subiendo brevemente hasta ochenta para después estancarse en setenta y nueve.

Obviamente, la petición de Refco de diez millones de dólares más era imposible de cumplir. Las pérdidas de Osiris, desde principios de mes, alcanzaban los treinta millones. Refco sospechaba, y con motivo, que la empresa atravesaba un mal momento y que, cada día que pasara, la situación sería más grave. Se dieron cuenta de que los demás brokers de Osiris no tardarían en exigir peticiones de reposición de margen y que, el último que lo hiciera sería el que tendría que cargar con el muerto, o lo que era lo mismo, tendría que hacer frente a las pérdidas de Osiris sin suficientes activos que ofrecer como garantía adicional para compensarlo. En ese juego de las sillas vacías, pero en millones de yenes, nadie quería quedarse de pie cuando la música dejara de sonar.

Timothy comprendió que la exigencia de reposición de margen por parte de los demás brokers sólo era cuestión de tiempo, quizás empezaran a llamarle esa misma tarde. Insistirían en que Osiris les recomprara los contratos del yen que les había vendido más baratos, pero a setenta y nueve o incluso ochenta, algo que convertiría la vaga, efímera y potencial pérdida de treinta millones de dólares en un hecho real y concreto. Cuando se informara a los inversores de esas pérdidas, sería el final de Osiris. Cuando los inversores se enteran de que, de un día para otro, han perdido el 40 por ciento de lo que tenían invertido, es complicado convencerlos para que se queden contigo «para recuperarlo».

Las llamadas no tardaron en llegar. Cuando Timothy se sentó en su mesa, Tricia le pasó una llamada de Hans Drexler, otro compañero de clase de Yale, que había invertido cinco millones en Osiris hacía un año.

—Hans, amigo mío —dijo Timothy cuando descolgó—. ¿Cómo te va?

Hans tenía un ligero acento europeo. Era estadounidense, pero era el producto de varios internados suizos y hablaba como si lo hubieran criado en algún punto entre los dos continentes, en un yate en medio del Atlántico.

—Timothy, me están llegando algunas noticias preocupantes acerca de Osiris.

Lo que significaba que había sido informado por Pinky Dewer, el cual estaba dispuesto a destruirlo.

—¿Qué clase de noticias preocupantes? —preguntó Timothy.

—¿Sería posible que me enviaras algunos datos sobre el fondo? Ya sé que los informes de agosto están a la vuelta de la esquina, pero quizá podrías pasarme por fax algunos resultados. Seguro que, aproximadamente, conoces en qué situación estás.

«Uy, claro que lo sé —pensó Timothy—. Estoy de mierda hasta las rodillas y el ascensor se desploma». Sin embargo, dijo:

—Hans, ¿me tomas el pelo? ¿De verdad quieres que pierda dos horas recopilando estados financieros en lugar de ganar dinero para ti? Los informes de agosto estarán listos en unos días.

—Ya, pero es que he oído que…

—¿Has hablado con Pinky? Ese hijo de puta es un despiadado. Quería recortar mis honorarios de gestión a la mitad. Cuando le dije que no, me amenazó con empezar a llamar a los demás inversores y hacerme la vida imposible. Y sabes por qué lo hace, ¿verdad?

—¿Por qué?

—Seguro que te has enterado de lo de sus… problemas. Con lo de la adquisición. —Timothy no tenía ni idea de lo que estaba diciendo, pero sonaba suficientemente mal y era lo suficientemente indefinido como para que Hans lo interpretara como quisiera. Para seguir con la mentira, dijo—: Con la SEC.

—No me había enterado.

—Bueno, pues ya lo sabes. Vamos a hacer lo siguiente, Hans. Me aseguraré de que recibas los informes de agosto antes que nadie, directos de la imprenta. ¿Cuándo vas a venir a la costa Oeste? Te debo unas copas.

—De momento, no entra en mis planes.

—Pues es una lástima. El clima es… Bueno, ya lo sabes.

—Sí.

—Muy bien, Hans. ¿Quieres que te llame cuando los informes estén listos?

—Te lo agradecería, Timothy.

—Perfecto, amigo mío. Hasta pronto.

—Adiós.

Colgó. Se reclinó en la silla, miró al techo y suspiró.

—¿Timothy? —Tricia estaba asomada en la puerta. Le sonrió.

—Dime, Tricia.

—Tengo a Frank Arnheim de Perkins Cole por la línea uno.

—Pásamelo.

Frank fue directo al grano. Era como un guerrero en plena batalla, con la voz ronca y la adrenalina corriéndole por las venas. Estaba en su salsa. Le encantaban las demandas. El hecho de que el demandado fuera su cliente no parecía mermarle el ánimo.

—Tengo una copia de la demanda aquí delante —dijo Frank—. Hijo de puta. Veinte millones de dólares. Citándote como responsable personal —y añadió—: Oye, ¿acaso tienes veinte millones?

—Sí —respondió Timothy—. En lingotes de oro. Los llevo siempre en el maletero del coche.

Frank se rió.

—Ésa es buena. Lingotes de oro —se puso serio de golpe—. Dime una cosa, ¿por qué no le devolviste su dinero?

—Esperaba retenerlo quizás una semana más.

—¿Y qué va a pasar dentro de una semana?

—Espero que los japoneses tiren la toalla. Ya sabes, que cedan en toda esa historia de la industrialización, que vuelvan a los samuráis y al cultivo de arroz. Entonces puede que el yen caiga.

—Entiendo —Frank volvió a preguntarle—. ¿Puedes devolverle el dinero?

—Pronto.

Frank suspiró.

—De acuerdo, Timothy, como quieras. Estás pagando por horas. No creo que una demanda de veinte millones de dólares aguante, pero te daré mi opinión profesional.

—¿La necesito?

—No, pero me da igual. Deberías devolverle el dinero. El precio por no hacerlo es demasiado alto. Y no te estoy hablando de esta demanda, porque nos las apañaremos. Te estoy hablando de tu reputación. En este negocio, no necesitas llamar la atención. Es mucho mejor pasar desapercibido. ¿De verdad quieres que un entrometido investigador de la CFTC husmee en tus archivos y en tus correos electrónicos?

Timothy se quedó callado.

—Ya me lo imaginaba.

—De acuerdo, Frank. Me lo pensaré.

Estaba a punto de colgar, pero su abogado lo interrumpió.

—Oye, Timothy.

—¿Sí?

—Perdona, pero a partir de ahora vamos a necesitar el dinero de los estipendios por adelantado. Empezaremos con veinte mil. No es decisión mía. Sólo es la política de la empresa para casos como éste.

—Lo entiendo, Frank. Me encargaré personalmente.

—Gracias.

Timothy colgó y, dirigiéndose al teléfono, dijo:

—Hijo de puta.

A mediodía, Refco recompró mil contratos de futuros del yen de la cuenta de Osiris. Aquella repentina demanda, que se presentó deprisa y de malos modos, disparó el precio del yen en el mercado de Chicago otro medio punto y Osiris tuvo que pagar ochenta dólares y medio por unos contratos que había vendido a setenta y cinco. Las pérdidas, reales e irreversibles, no virtuales, ascendían a 6,8 millones de dólares. Y aquello sólo se refería a la apuesta contra el yen hecha a través de Refco como broker. Cuando hizo la apuesta, Osiris repartió el negocio entre cinco brokers. Timothy sabía que los otros cuatro empezarían a llamar dentro de nada, insistiéndole para que les restituyera sus partes de la operación, y así quintuplicarían las pérdidas. Estaba seguro de que, a pesar de la promesa de confidencialidad, los brokers solían comentar entre ellos los desastres de los clientes, y puede que en ese mismo momento, las líneas entre Chicago y Nueva York estuvieran ardiendo con Osiris y su descalabro como tema principal.

El Chico entró en su despacho y le dio una copia impresa con las pérdidas detalladas. Timothy fingió analizarlo. ¿Qué esperaba que dijera?

Jay dijo:

—No tiene buena pinta.

—La ópera no acaba hasta que canta la gorda —dijo Timothy, y levantó la mirada, casi esperando que una soprano gigantesca, disfrazada de Valquiria y cubierta de pieles de oso y un casco alado, cayera del techo.

—Creo que debo decirte —dijo el Chico— que ando buscando trabajo.

—¿No me digas? —respondió Timothy en tono neutro, mientras miraba fijamente las hojas. Levantó la mirada—. Lo comprendo.

—Pero me quedaré el tiempo que me necesites.

—Te lo agradezco, Chico —dijo Timothy. Se levantó de golpe, cogió la chaqueta del traje que tenía colgada en el respaldo de la silla y se la puso.

—¿Dónde vas? —le preguntó su ayudante.

—Por hoy, ya he terminado —dijo él, arreglándose las mangas de la camisa—. Mientras no estoy, te dejo al cargo —la cara del Chico decía que le acababan de cargar un muerto—. No te preocupes. Sólo es dinero. DOP. Dinero de otras personas. Una lección importante. No la olvides.