5

Big Sur es una franja de costa de unos ciento cincuenta kilómetros comprendida entre Carmel y San Simeon. Los primeros españoles que llegaron a Monterrey bautizaron aquella tierra inexplorada a orillas del océano Pacífico como «el Gran Sur» porque todo en aquella tierra era enorme y espectacular: las olas que rompían contra los acantilados rocosos, los kilómetros y kilómetros de dunas y marismas onduladas, los oscuros bosques donde secuoyas centenarias partían la luz en rayos horizontales.

Tardaron dos horas y media en llegar. Iban en su BMW negro de dos puertas. Primero se dirigieron hacia el este atravesando las montañas Santa Cruz por las curvas de la carretera 17, y luego giraron hacia el sur por la 85. Timothy conducía y Katherine se pasó gran parte del camino durmiendo.

Pararon a comer en Grasging’s, en Carmel. Mientras Katherine iba hacia la mesa, Timothy se excusó.

—Voy afuera a llamar a la oficina —dijo.

Pasó junto al maître, que asintió, y salió fuera. Una vez en la calle, sacó el móvil y llamó al Chico. El yen volvía a bajar, y ya estaba a setenta y tres. Osiris había conseguido unos beneficios virtuales de un millón de dólares en menos de un día. «Sólo faltan veintitrés», pensó Timothy.

El Chico dijo:

—Pinky Dewer sigue llamando.

—¿Ah, sí? —dijo Timothy. Estaba en la calle Mission, en frente del restaurante. Con el móvil pegado a la oreja empezó a caminar en dirección oeste hacia la calle San Carlos.

—He hecho lo que me dijiste —dijo el Chico—. No he cogido el teléfono. Pero ha llamado tres veces. Es difícil hacerle creer que siempre estoy en alguna reunión. Sabe que no soy tan importante.

—Eres importante para mí —dijo Timothy. Cruzó San Carlos y siguió caminando por la Sexta, hacia la calle Dolores. Pasó por delante de galerías de arte y restaurantes. Era una soleada tarde de viernes en plena temporada turística del mes de agosto, y Carmel estaba lleno de gente comprando y de mesas en las aceras. A Timothy le pareció que debía haber más botellas de Perrier en aquella calle que en toda Francia.

Al final de la manzana vio lo que estaba buscando. Un cartel pequeño donde se leía: «Joyería Michael Sherman».

—Muy bien, Chico —dijo Timothy—. Tengo que dejarte. Si sucede algo, llámame. Te veré el lunes por la mañana.

—Buen fin de semana, Timothy.

Cerró el móvil y lo guardó en el bolsillo de la chaqueta. Entró en la tienda. El aire acondicionado estaba muy fuerte y la tienda estaba un poco oscura. Pequeños puntos halógenos iluminaban los mostradores de cristal llenos de anillos de diamantes y plata.

Apareció una mujer menuda de unos cincuenta años. Tenía el pelo negro, la piel de color aceituna y los rasgos delicados. Tenía la piel de la cara muy tensa; demasiados liftings.

Se acercó a Timothy lentamente.

—Hola —dijo, y sonrió.

Él tenía prisa.

—Mire —se apresuró a decir—. Voy a ir al grano. Mi mujer me está esperando en un restaurante en lo alto de la colina y, a estas alturas, debe estar furiosa conmigo por haberla dejado sola tanto tiempo. Es nuestro vigésimo aniversario de boda y no tengo regalo. Necesito algo grande y caro, algo que compense todos los errores que he cometido y aquellos que no soy consciente de haber cometido. Usted es mujer. Dígame qué debo comprar —sacó la cartera del bolsillo trasero del pantalón. Sacó la American Express negra y la dejó encima del mostrador—. Tengo quince mil dólares para gastar y unos sesenta segundos para gastarlos.

La mujer sonrió y arqueó una ceja.

—Eso son veinte segundos más de lo que va a necesitar —dijo. Cogió la tarjeta antes de que él cambiara de opinión y lo guió hasta otro mostrador de cristal. Se inclinó, sacó una llave del bolsillo y abrió la puerta. Sacó un collar, expuesto encima de terciopelo negro, y lo dejó encima del mostrador, delante de Timothy. Estaba cubierto de diamantes que, gradualmente, iban aumentando de tamaño hasta que, del centro, salía un colgante de zafiros, diamantes y oro. Debajo de la luz directa brillaba como la electricidad, blanco y azul.

—Oro blanco de dieciocho quilates —dijo la señora—. Ciento cinco diamantes casi incoloros. El colgante es un diamante de un quilate y un zafiro de un quilate. En total son nueve quilates y medio de diamantes. Y, afortunadamente para usted, cuesta exactamente quince mil dólares.

—¡Qué coincidencia! —dijo Timothy—. Me lo llevaré.

Ella sonrió, pasó la tarjeta por la banda magnética de la máquina que tenía encima del mostrador y marcó un número. Se escucharon los tonos de marcación, y luego, silencio. Al cabo de unos segundos, en la pantalla apareció la palabra «APROBADA». «¡Qué país!», pensó Timothy. El PIB anual entero de alguna remota provincia de Bangladesh había cambiado de manos entre dos extraños y nadie había visto ni una moneda.

—Supongo que no tiene tiempo para que se lo envuelva —dijo la mujer—. Así que aquí tiene una caja bonita.

De vuelta en el restaurante, Katherine había pedido una copa de vino y ya se había bebido la mitad. Timothy se sentó frente a ella.

—Estás sudando —dijo ella—. ¿Tienes calor?

—Es por las prisas por volver.

—¿Está todo en orden en la oficina?

—Todo bien —dijo Timothy—. Jay te manda saludos.

—¿Y Tricia?

—Ella también. —Timothy mantuvo un tono neutro en la voz.

—Estoy un poco celosa de ella —admitió Katherine.

Él se quedó muy sorprendido.

—¿La has visto alguna vez?

—No —se apresuró a decir Katherine—. Y por eso estoy celosa. He hablado con ella por teléfono varias veces. ¿Cómo es?

—Muy normalita —dijo Timothy.

—¿Es más joven que yo?

—Sí.

Él se fijó en los brazos de Katherine, al descubierto con la camisa sin mangas, mientras apoyaba los codos en la mesa. La piel debajo de los tríceps había empezado a perder firmeza. Era algo nuevo, algo en lo que no se había fijado hasta ahora, e hizo que lo inundara una repentina oleada de ternura.

—¿Es más guapa? —preguntó.

—No.

—Mentiroso —pero sonrió.

Timothy dijo:

—¿Acaso quieres sabotear el fin de semana de nuestro aniversario?

—No —respondió ella.

En aquellos veinte años de matrimonio, Timothy la había engañado tres veces, pero Katherine sólo lo había descubierto en una ocasión. Él trataba a sus amantes como a hombres de negocios, o como al chico de la piscina del club: siempre intentaba ser un caballero.

Así pues, reducía sus escarceos a aventuras de una noche en ciudades lejanas con mujeres que no conocía. Jamás les revelaba su verdadero nombre y siempre insistía en utilizar condón; tomaba precauciones para no dejar ni rastro: ni identidad, ni paternidades, ni nada a lo que pudiera agarrarse cualquiera de esas mujeres.

En veinte años, sólo había cometido un error. Fue durante su última aventura. Después de diecisiete años de casados, viajó un par de días a Palm Beach para conseguir inversores para el fondo Osiris IV. Había quedado para reunirse con un antiguo amigo de Exeter, Mack Gladwell. Éste, que inexplicablemente había pasado de ser el heredero de la fortuna de los Gladwell que siempre tenía la mandíbula apretada a ser un productor musical adicto a las drogas, no tenía dinero en efectivo para invertir en Osiris, pero le ofreció algo casi igual de bueno: insistió en que lo acompañara por la noche de Palm Beach; «al estilo Gladwell», dijo.

Entraron en tres bares. Timothy bebió más de lo habitual y se emborrachó. Acabó en la cama con una preciosa camarera. No recordaba casi nada de aquella noche, sólo que tomó la precaución de no darle su verdadero nombre ni ningún detalle personal.

Al día siguiente, con resaca, intentó embarcar en el vuelo de vuelta a San Francisco y fue entonces cuando descubrió que se había dejado la cartera en el piso de la camarera. Dentro tenía el carné de conducir, sus tarjetas… su identidad. Lo que significaba que la camarera podía encontrarlo.

Y, por supuesto, lo hizo. Llamó a su casa de Palo Alto mientras Timothy volaba hacia San Francisco. Katherine cogió el teléfono. La camarera, enfadada y borracha, dijo que quería hablar con Timothy, su «novio». Describió con todo lujo de detalles su cuerpo, el bulto en la parte posterior del muslo y las posturas en las que le gustaba hacer el amor.

Cuando Timothy llegó a casa esa noche, creyó que Katherine iba a dejarlo. Le había hecho la maleta y, muy tranquila, le dijo que se marchara al Hyatt Rickey’s. Lo obligó a quedarse allí una semana, tiempo durante el cual no respondió ni a una de sus llamadas. Cuando iba a casa y llamaba al timbre, ella se negaba a abrirle y le gritaba a través de la puerta que se marchara antes de que llamara a la policía.

Después de obligarlo a vivir en el hotel durante siete días, de repente, algo que para él fue toda una sorpresa, cedió. Justo cuando creía que la había perdido, que el divorcio era inminente, Katherine fue al Hyatt, llamó a la puerta de su habitación y le dijo: «Ven a casa».

Él volvió y jamás volvieron a mencionar el tema.

Ahora, sentado con ella en el restaurante de Carmel y hablando de si su secretaria era atractiva, el asunto con Mack Gladwell y la camarera asomaba entre líneas como una raya venenosa. Siempre intentaba evitar las discusiones antes que se acercaran a terrenos peligrosos. Siempre evitaba hablar de otras mujeres, de celos y, sobre todo, de Palm Beach. «Y dile siempre que la quieres».

—Te quiero —dijo.

—Ya lo sé —Katherine abrió el menú y empezó a leer. Al cabo de un momento, lo miró por encima del papel—. Tienen costillas asadas —dijo—. Te gustan mucho.

—Me encanta cuando me recuerdas qué puedo pedir.

—Bueno, después de veinte años —dijo, mirando al menú, y suspiró, y Timothy sabía perfectamente a qué se refería.

En el postre, Katherine dijo:

—Quiero pedirte una cosa.

El camarero, un hombre menudo y ágil, con el pelo rubio teñido y un cuerpo de bailarín, se colocó detrás de ella y sirvió las dos tazas de café. El de Timothy solo, el de Katherine, con leche y azúcar. Siempre lo pedía igual: suave y dulce.

Katherine esperó a que el camarero se marchara. El hombre hizo un pequeño plié, dobló las rodillas, y se marchó.

—Me resulta algo incómodo —dijo ella.

Timothy frunció el ceño. Habían mantenido varias conversaciones incómodas en el pasado, pero ella jamás lo había avisado de antemano de aquella característica. Lo que tenían en común las conversaciones incómodas era que surgían por sorpresa, que empezaban con un comentario inofensivo o una respuesta burlona, que llegaban como el monzón, de forma repentina y violenta.

—Siento mucha curiosidad —dijo él.

—Necesito ocuparme en algo —respondió ella—. Algo que hacer. Mientras tú estás en la oficina.

—De acuerdo —dijo él. Por ahora, parecía aceptable.

—He estado pensando en por qué a veces estoy tan triste, y creo que es porque… porque tengo demasiado tiempo, demasiado tiempo para pensar, demasiado tiempo para darle vueltas a la cabeza. Siempre estoy pensando en algo. Mientras estás en la oficina, me quedo sola en casa y quizás eso me está volviendo un poco loca. De modo que si tuviera algo que hacer…

—¿Como qué?

—No sé. Tampoco importa demasiado. Pero necesito hacer algo. Algo con qué ocupar mi tiempo.

—Muy bien —dijo él. Pero era obvio que ya tenía algo en mente.

—Estaba pensando en redecorar la casa. Ya sabes, actualizarla un poco. Que fuera un poco más… —buscó la palabra que quería—. Contemporánea.

—Muy bien.

—Contrataría a un decorador. Y trabajaría con él. Y así tendría algo que hacer.

—Me parece bien —dijo él.

—Pero, Timothy, quiero que sea mi proyecto. No quiero estar continuamente pidiéndote permiso, o dinero, o que firmes un cheque. Creo que necesito estar, ya sabes, al mando de algo.

—¿De cuánto estamos hablando, exactamente? —de un modo u otro, la vida siempre se reducía al dinero. Una persona pidiéndole dinero a otra.

—No te preocupes. Acordaríamos un presupuesto cerrado de entrada. Nada extravagante. Pero, una vez estemos de acuerdo, te pediré que confíes en mí y que me dejes encargarme de todo.

—Dame una cifra.

—Doscientos mil dólares —dijo ella.

—¿Para redecorar? Es una locura.

—Bueno, puede que sea un poco excesivo. Pero es lo que costaría en el peor de los casos. Intentaría gastar menos. Pero es que podríamos hacer tantas cosas. La casa está llena de espacios muertos: el salón, el comedor… Podríamos hacer que resultaran mucho más cálidos.

—¿Me estás diciendo que debería traspasar doscientos mil dólares a tu cuenta y permitirte que los gastaras en lo que a ti te pareciera?

—Me haría muy feliz —dijo ella.

—Me gustaría hacerte feliz —respondió él—. Pero Katherine.

—Por favor, Timothy —alargó el brazo y le cogió la mano—. Significaría mucho para mí.

Él la miró a los ojos. Seguían siendo aquellos preciosos ojos azules que había visto por primera vez hacía más de veinte años, pero ahora tenían patas de gallo y unas líneas muy finas alrededor de los labios. Quizá tenía razón, quizá necesitaba un proyecto, algo que la mantuviera ocupada, algo que fuera sólo suyo. Llevaba demasiado tiempo encerrada en casa, mientras él podía disfrutar de su vida, ir y venir cuando gustara, viajar, trabajar. Además, doscientos mil dólares eran una fortuna para la mayoría de la gente pero, para él, sólo era lo que le costaban las tarifas de gestión de su fondo. Era un buen negocio.

—¡Qué diablos! Pero no te lo gastes como un marinero borracho.

Ella sonrió.

—Gracias, Timothy. Creo de verdad que esto nos ayudará.

—Me encargaré de todo el lunes en la oficina. Del dinero, me refiero.

—Te quiero.

—Y hablando de amor y dinero —dijo—. Tengo algo para ti —sacó la caja del bolsillo de la chaqueta y se la colocó entre los dedos, como si le ofreciera un puro—. Feliz aniversario —dijo.

Ella se llevó una mano a la boca. Los dedos le temblaban de los nervios. Abrió la caja y se quedó mirando el collar. Los diamantes y el zafiro brillaban bajo la luz del sol.

—Dios mío —dijo ella.

—Si hubiera sabido lo de la redecoración de la casa… —dijo él.

Ella lo ignoró.

—Timothy, es precioso.

—Bueno, después de veinte años —dijo él—, estás más preciosa que nunca y te mereces algo igualmente precioso. —Timothy buscó al camarero con la mirada. Necesitaba más café—. Espero que lo disfrutes —dijo. Encontró al camarero bailarín y le señaló la taza de café—. Creo que va a ser un año genial… para nosotros —dijo esperanzado—. El mejor hasta el momento.

Y entonces, sucedió algo extraño, algo que Timothy no esperaba. Katherine se echó a llorar. Una pareja joven que estaba sentada en la mesa de al lado la miró y luego los dos bajaron la cabeza, incómodos.

—Katherine —dijo Timothy. Alargó la mano y la cogió por el antebrazo—. Katherine, ¿qué te pasa?

Ella meneó la cabeza mientras se secaba las lágrimas. Otros clientes del restaurante se giraron hacia ellos. Ella se sorbió la nariz y dejó de llorar. Se secó los ojos con la servilleta. El camarero llegó con la cafetera, vio los ojos de Katherine y se marchó sin servirle el café a Timothy.

—Katherine —repitió él—, ¿qué pasa?

Ella meneó la cabeza. Timothy lo atribuyó a la emoción femenina: el restaurante tan bonito, el fin de semana de aniversario, el hecho de que él hubiera aceptado lo de la redecoración, el collar. No fue hasta un tiempo después que se dio cuenta de que era otra cosa, algo que jamás se habría imaginado. Pero, por ahora, se quedó ahí sentado preguntándose si podría tomarse aquella segunda taza de café.