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El martes por la noche, la víspera de su muerte, Timothy Van Bender le hizo el amor a su mujer.

Sería la última vez que lo haría utilizando ese cuerpo viejo. En menos de veinticuatro horas, se convertiría en el Chico, un máster en administración de empresas brillante de veintitantos años con toda la vida por delante, unas rodillas perfectas y abundante cabellera, con el colesterol bajo y la testosterona alta. Timothy estaba como un niño la víspera de Navidad, cuando la promesa de los regalos del día siguiente parecía infinita, mucho más dulce de lo que después había dentro de los paquetes.

Hicieron el amor de otra forma. Desde que Katherine había vuelto en el cuerpo de Tricia, hacían el amor de forma apasionada y frenética; él devoraba su cuerpo nuevo, quería tenerlo, agarrarse a ella y no soltarla jamás. Era la pasión de un hombre que no quería volver a perder a su mujer.

Esa noche, en cambio, la última noche juntos, fue diferente. Hicieron el amor lenta y relajadamente, como si cada uno quisiera recordar qué se sentía, su cuerpo viejo, con el pelo del pecho canoso y la barriga blanda; ella besó cada parte de su cuerpo, con detenimiento, y él se quedó estirado y trató de no moverse, intentó guardarlo en algún rincón de su mente para que siempre pudiera recordarlo, independientemente de quién fuera.

Cuando terminaron, ella se apoyó en su pecho y escuchó los latidos de su corazón.

—Voy a echar de menos a este Timothy Van Bender —dijo. Y sonó extraño que esa Tricia de veintitrés años hablara con la sabiduría que sólo se adquiere con los años.

—Seguiremos estando juntos —dijo él.

—Me pregunto cómo será. Me sentiré una tonta, estando con un hombre mucho más joven que yo. Como esas mujeres ridículas, esas viejas estrellas de Hollywood que salen con chicos jóvenes.

—Hablas como una viejecita. Mírate. Sólo tienes veintitrés años.

Tricia levantó el brazo y observó la piel firme de la parte inferior.

—Supongo que sí. A veces se me olvida.

Él dijo:

—Todo va a ir bien. —¿Cuántas veces en su vida había dicho esas mismas palabras sin creérselas? En cambio, esta noche era importante creérselas, seguir adelante, ejecutar el plan. Era importante que él también se lo creyera.

Se quedaron tumbados juntos, en silencio. Ella encajó la cabeza debajo de la barbilla de Timothy. Él olió el aroma de su champú de menta y, aunque olía diferente en el cuero cabelludo de Tricia, hizo que volvieran a su mente una serie de recuerdos familiares: los veranos en la terraza del Circus Club; los besos sudorosos en el centro de la pista de tenis, después de un partido; los bailes en el salón del club.

Ella le preguntó:

—¿Te acuerdas de nuestra primera cita? ¿En Nueva York?

—¿Nuestra primera cita? —dijo él. Intentó recordarla—. ¿Cómo iba a olvidarla? ¿El paseo por Midtown y la manera como la pasión se apoderó de nosotros y no pudimos esperar, así que hicimos el amor en un lavabo de Port Authority? Recuerdo a aquel vagabundo que quería entrar y que no hacía más que golpear la puerta, pero nosotros lo ignoramos…

Ella hizo ademán de pegarle una bofetada, pero se detuvo a medio camino y convirtió el gesto en una caricia.

—Para —dijo—. Eres terrible.

Timothy sonrió. Más amable, dijo:

—¿Qué me dices de nuestra primera cita?

—Fuimos a un museo. Creo que fue el Met.

Ahora se acordó de todo: la joven Katherine, que todavía iba a Smith, segura de sí misma y preciosa, paseándose por las salas con suelos de mármol cogida de su mano…

—Estábamos mirando un cuadro. De Ducreux. Era el retrato del conde de Bougainville.

Incluso antes de que terminara la frase, Timothy tuvo una sensación de horror. Aquél no era el recuerdo de una esposa enamorada. Era el discurso inicial de un abogado.

Ella continuó:

—Pero yo dije: «Bou-gain-ville». Jamás había escuchado la pronunciación francesa de esa palabra. ¿Te acuerdas?

—Sí.

—Y tú te reíste y me corregiste en voz alta, allí delante de todo el mundo. Y dijiste: «Suena como un delicioso restaurante italiano. Deberíamos ir» —lo dijo imitando su voz, aunque la hizo sonar grave y estúpida, como si fuera la de un jugador de fútbol sin estudios.

Hizo una pausa y se giró hacia él. Estaba esperando a que Timothy dijera algo, pero él no estaba seguro de qué ofrecerle. Así que, al final, dijo:

—Sí.

—Aquello me dolió. Todavía hoy lo recuerdo perfectamente. Creo que fue algo muy simbólico. No sé, quizá debería habérmelo imaginado.

Y aunque Timothy sabía bien hacia dónde iba la conversación, y aunque no quería ir por ahí, no se le ocurrió ningún motivo racional para detenerla. Y dijo:

—¿Imaginarte el qué?

—Que no eras un hombre amable. Pero era demasiado joven. Y no tenía mucha confianza en mí misma. Si eso del museo hubiera sucedido más tarde, si hubiéramos empezado a salir cuando tenía cuarenta años en lugar de veinte, seguramente me habría marchado, allí mismo en el museo, y jamás te hubiera dado una segunda oportunidad.

Eso de inyectar dramatismo a una velada bonita y tranquila era típico de Katherine. Pero tenía razón. En ese momento, no había sido amable.

—Katherine, no sé qué decir.

—Nada —dijo ella—. No hay nada que decir. No estoy enfadada —y añadió—: Ya no.

—Fue hace veinte años. Yo también era joven. No soy la misma persona. Las cosas ahora son distintas.

—¿De verdad?

Él se rió. Fue una reacción involuntaria porque aquella pregunta parecía absurda. La prueba de que las cosas eran distintas estaba en la cama. Su mujer vivía en el cuerpo de su secretaria. Él estaba a punto de transferir su mente a otro cuerpo. Su carrera estaba arruinada. Y era sospechoso de un asesinato.

—Sí, yo diría que las cosas son bastante distintas ahora.

—No —dijo ella—. No me refiero a esto —señaló el cuerpo de Tricia, que ahora era el suyo—. Me refiero a… —hizo una pausa y se giró hacia el otro lado. Se colocó mejor, se sentó y lo miró. Los preciosos pechos de veintitrés años de Tricia estaban a escasos centímetros de su cara y su posición (el brazo extendido y el cuerpo ligeramente girado) definía todavía mejor su suave y firme abdomen. Sin embargo, a pesar de esto, Timothy no sintió nada sexual. Se dio cuenta de que se sentía intimidado. Era un sentimiento habitual cuando Katherine pasaba al ataque. Y la mejor estrategia era dejar que le llovieran los golpes, absorberlos. Ya pasarían. Además, como siempre, se los merecía.

Ella continuó:

—Me refiero a que ahora tenemos una segunda oportunidad. Ahora vamos a poder hacerlo todo otra vez. Pero ¿cambiará algo?

—Cambiará todo.

—¿Cómo es posible si somos las mismas personas que antes?

—Es que no lo somos —dijo él—. No somos los mismos —se lo pensó. Con más suavidad, dijo—: Yo no soy el mismo. Han pasado veinte años, por el amor de Dios. ¿Acaso crees que no he aprendido nada en veinte años? ¿Crees que soy el mismo de entonces? No lo soy. He aprendido algunas cosas, Katherine.

—Tricia.

—Katherine —repitió él—. He aprendido algunas cosas. He cambiado.

—Ya veremos.

Ella lo miró un buen rato, como si buscara alguna evidencia física de que, en realidad, hubiera cambiado. Entonces dio por terminada la búsqueda y se tumbó a su lado. Mirando al techo, repitió:

—Ya veremos.

Alargó el brazo y apagó la lámpara de la mesilla. Se quedaron tendidos en la cama a oscuras, sin decir nada.

Al final, Timothy dijo:

—Lamento todas las cosas desagradables que te he dicho, Katherine. Lamento todas las veces que te he hecho daño —y eso, en realidad, era cierto.

Esperó una respuesta, pero no obtuvo ninguna.

Así que intentó otra táctica.

—Te quiero —dijo.

Ella respondió:

—Yo también te quiero, Timothy. Siempre te querré. Recuérdalo.

Y aquello lo dejó más tranquilo, así que se quedó dormido.