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El British Bankers Club, o BBC como lo conocía la gente que vivía en la península, estaba ubicado en lo que antaño había sido un banco en El Camino Real. El banco se había construido en una época en la que la gente todavía consideraba una buena opción guardar el dinero debajo del colchón o en el jardín detrás de un enebro, así que los bancos tenían que mostrarse de determinada manera para convencer al granjero escéptico, y esa manera era decirle: «Soy enorme, y mi hierro, mi mármol y mi piedra durará mil años más que tu dinero».

Aunque, claro, el Pacific Bank de El Camino duró exactamente veintitrés años, hasta que llegó la Depresión y las columnas de mármol protegieron cámaras vacías. Tardaron treinta años en encontrarle un uso más adecuado al edificio: un bar y servicio de catering para los empresarios del mundo tecnológico de Silicon Valley y el personal que trabajaba para ellos mientras elaboraban el software que utilizaban los bancos donde aquel escéptico granjero acabó llevando su dinero.

El BBC era un anacronismo, una tumba de piedra anticuada, al lado de un Kinko’s Copy Shop, en medio del suburbio tecnológicamente más avanzado del mundo, y estaba decorado siguiendo el estilo de una época ya olvidada, con maderas y cobre bruñidos, sillas y sofás abollonados… como un club de Londres de la década de 1930. Había banderas del Reino Unido en la pared, y en lo que antaño fue la cámara de seguridad, ahora había dianas en las paredes y mesas de billar y, en la puerta de entrada, podía leerse un viejo cartel pintado a mano que decía: «Se solicita amablemente a los caballeros que, durante la temporada de los espárragos, no orinen en los paragüeros».

Cuando Timothy entró, el BBC estaba oscuro, con las cortinas verdes cerradas y velas encendidas en las mesas. Miró a su alrededor, a los chicos jóvenes con pantalones de algodón y camisas blancas, que tanto podían ser empresarios como camareros, porque Timothy era incapaz de distinguirlos; a sus secretarias, vestidas con tejidos sintéticos y joyas baratas; a los dos grandes grupos que estaban junto a la barra, esperando sus bebidas. Lunes por la noche en Silicon Valley: demasiado dinero por todas partes. El dinero se había democratizado tanto que la gente con dinero de verdad tenía que empezar a plantearse huir, como si del apocalipsis de tratara, hacia las montañas, donde los teléfonos de última generación, los correos electrónicos y los pantalones de algodón no pudieran alcanzarlos, donde pudieran empezar una nueva sociedad basada en las castas y la clase, y así lograr que volvieran las buenas épocas en las que cada uno sabía cuál era su lugar.

Timothy la vio, allí, al fondo, rodeada por un grupo de hombres y mujeres como zánganos alrededor de la abeja reina. Una de las caras le resultó familiar: Jay Strauss, el Chico y, por primera vez, Timothy se dio cuenta de algo que hasta ese momento se le había escapado: el Chico estaba encaprichado con Tricia. Timothy lo supo por cómo le sonreía, con la cara tensa y la sonrisa forzada cuando ella hablaba. Estaba perdidamente enamorado de ella.

Cuando Timothy avanzó un poco más, Tricia lo vio. Su reacción fue exactamente la que él esperaba. Abrió la boca, sonrió y lo saludó con la mano. Dijo algo muy emocionada a sus amigos. Jay levantó la mirada. Por un momento, su semblante se ensombreció, pero enseguida sonrió, un tanto forzadamente.

—¡Timothy! —exclamó Tricia.

Él se acercó a su mesa.

—Buenas tardes, damas y caballeros.

—¡Genial! ¡Has venido! —dijo ella—. Chicos, os presento a Timothy, mi jefe. Perdón, el señor Van Bender.

—Llamadme Timothy —dijo.

Tricia presentó a sus amigos.

—Ella es Rachel —dijo, señalando a una morena con sobrepeso y unos pechos enormes que llevaba un vestido de flores—. Y él es Jack —dijo, señalando a un chico con el pelo rizado y gafas metálicas. Jack lo saludó con la mano—. Y, por supuesto, ya conoces a Jay.

—Por supuesto, ya conozco a Jay —dijo él.

—Hola, Timothy —dijo el Chico, deprimido. No podía ocultar su decepción; su jefe se había unido a la fiesta.

—Hola, Chico —dijo Timothy, y entonces se lo pensó dos veces. Lo más decente era que, ante sus amigos, lo llamara por su nombre—. Hola, Jay —dijo.

Jay asintió.

—Precisamente, estábamos hablando de trabajo —dijo Tricia. Señaló una mesa que había detrás de Timothy—. Coge una silla.

Timothy arrastró un sillón de roble. Se sentó delante de Tricia, que estaba sentada en el centro de un abollonado sofá de fieltro rojo, entre Jack y Rachel. El pobre Jay apenas cabía y tenía un muslo apoyado precariamente en el brazo del sofá.

—Pues eso —continuó Tricia—. Todos estaban hablando de lo mucho que odian su trabajo y de que sus jefes son unos pesados… excepto yo, claro.

Jay añadió:

—Y yo.

Timothy lo ignoró. Mirando a Tricia, dijo:

—¿No me digas?

—Les estaba diciendo que mi jefe es estupendo. Y de repente entras tú por la puerta —sonrió—. ¿Qué posibilidades hay de que pase eso?

—Pocas.

—Pocas —asintió ella.

Se les acercó una camarera para tomar nota. Timothy pidió un Dalmore con hielo. Tricia pidió otro Cosmopolitan, aunque todavía no se había terminado el primero. Rachel, Jack y el Chico pidieron cervezas.

—Pues resulta que pasaba por aquí delante —dijo Timothy, siguiendo con el juego—. Espero no interrumpir nada —miró a Tricia. Intentó descubrir por qué le parecía diferente, puesto que la había visto esa misma tarde. Llevaba los mismos pantalones rojos ajustados, el mismo jersey de cuello cisne negro ceñido. Quizá era que ahora llevaba pintalabios, un color ocre oscuro, el color de la sangre en la arena.

Y entonces se dio cuenta: las gafas. No llevaba las gafas de pasta negra de bibliotecaria. ¿Se las cambiaba por lentillas cuando salía por la noche? ¿O sólo eran un accesorio más, unas gafas sin graduar? Se preguntó cuánta gente llevaba gafas sin graduar teniendo una visión perfecta.

Rachel, la chica del vestido de flores, dijo:

—Timothy, ¿a qué te dedicas? Tricia siempre es muy abstracta con la definición de vuestro trabajo.

Tricia se rió.

—¡Les digo que no tengo ni idea de lo que haces! —lo dijo con orgullo, con ese aire de estupidez que hizo a Timothy sentir vergüenza ajena. ¿Por qué las chicas guapas eran tan tontas? ¿En qué sociedad vivimos que alguien intelectualmente indiferente puede pasearse tranquilamente por la vida, sólo por tener un buen cuerpo y la cara de Venus?

—Me dedico —dijo Timothy— a gestionar dinero. La gente rica me deja cien dólares y, al cabo de un año, les devuelvo ciento veinte.

Tricia intervino e intentó ayudar a Timothy a impresionar a sus amigos.

—Pero te dejan más de cien dólares, ¿verdad?

Timothy le lanzó una mirada afligida al Chico.

—Bueno, sí —dijo—. Estamos hablando de millones de dólares. En realidad, de cien millones de dólares.

—Qué bien —dijo Jack, el chico del pelo rizado y las gafas. Tenía aquella amabilidad desaliñada de quien había contribuido a reforzar la economía mexicana fumando mucha marihuana—. Cien millones de dólares. Es mucha pasta.

—¿Veis? —les dijo Tricia a sus amigos—. ¿No es el mejor jefe del mundo? ¿Tomando una copa aquí con nosotros? ¿Un día laborable? ¡Genial! —alargó el brazo y apoyó la mano en el muslo de Timothy. Y la dejó allí. Él sintió aquella vieja y familiar sensación: una erección. Pensó: «Dios mío, es muy guapa». Los ojos azules, el pintalabios rojo, el jersey ceñido. La mano subió un poco más. Ahora estaba a escasos centímetros de su entrepierna. Timothy no se atrevió a bajar la mirada, a mirar sus jóvenes dedos en sus pantalones. Si lo hacía, estaría obligado a admitir lo que estaba pasando. Si no, siempre podía quedar en un sencillo malentendido: «Ah, ¿era tu mano eso que estaba en mi pene? No me había dado cuenta».

—Yo también trabajo con Timothy —dijo el Chico. Timothy pensó: «Estás perdido». Se dijo que tendría que enseñarle al Chico algunos trucos para impresionar a las mujeres. Obviamente, la batalla por Tricia la perdería pero, en cuanto fuera agua pasada, Timothy podría compartir con él algunos consejos sinceros. Algún día, el Chico tendría dinero, sin duda. Era brillante y un poco como un tiburón. Como mentor suyo, Timothy se lo debía. Le facilitaría la entrada en su mundo, el mundo donde el dinero siempre te hacía ganar. Aunque esa noche, no.

Timothy miró a su alrededor otra vez. Escudriñó la oscuridad, intentó ver las caras de la gente de la barra, de las mesas que lo rodeaban. ¿Había alguien conocido? ¿Algún amigo de Katherine? ¿Alguien del club? ¿De la iglesia? Era poco probable, ya que era un lugar de reunión de gente joven, y sus amigos ya no eran jóvenes, pero tenía que asegurarse.

Satisfecho, dijo:

—¿Dónde están esas copas? —se levantó de la silla y fingió buscar a la camarera con la mirada. Luego volvió a sentarse y, al hacerlo, acercó la silla todavía más a Tricia, de modo que ahora estaba prácticamente sentado entre sus piernas. Ella las abrió más, agarró la silla y la atrajo un poco más. Ahora las rodillas de Timothy estaban pegadas a la parte interna de los muslos de ella. Él le cogió la mano. Tenía la piel suave y seca, y los dedos fríos. Ella entrelazó los dedos con los de él. Y, en ese momento, Timothy supo que la tendría, que era suya, y que el dinero siempre te hacía ganar.

Uno a uno, sus amigos se fueron marchando. Primero, el Chico, que se marchó despidiéndose muy deprisa. El colocado, Jack, se levantó cinco minutos después y dijo:

—Tengo que irme.

Tricia no se opuso. Jack dejó vacío el asiento junto a Tricia en el sofá. Ella tiró de la mano de Timothy y lo hizo sentarse a su lado. Él se dejó caer en el asiento. Ella se pegó a él y se acurrucó a su lado. Timothy notaba su pecho contra su camisa.

Rachel parecía algo incómoda.

—Bueno —dijo—. Debería marcharme.

—Vale —dijo Tricia.

Rachel se inclinó, apretó la mejilla contra la de Tricia y lanzó un beso al aire.

—Buena suerte —dijo. Luego miró a Timothy—. Encantada de conocerte.

—Igualmente. —Timothy rodeaba los hombros de Tricia con el brazo. Olía su champú, de limón y romero, y notó su sedoso pelo debajo de la barbilla.

Cuando Rachel se marchó, se quedaron sentados, quietos. Ahora el bar ya estaba lleno, a rebosar de jóvenes desahogándose después del trabajo, y cada vez había más ruido. Un grupo de fornidos chicos con gorras de béisbol se juntaron alrededor de la mesa de billar, gritando.

—Bueno, esto es muy interesante —dijo él.

Pero Tricia no era de las que se quedaban de brazos cruzados.

—Ven a mi casa —dijo.

—De acuerdo —Timothy se levantó, abrió la cartera y lanzó un billete de cien sobre la mesa. Salieron del bar y caminaron en la oscuridad.

Cada uno conducía su coche y Timothy seguía el Célica amarillo de Tricia.

La siguió desde el aparcamiento del BBC hasta Ravenswood Drive, y de allí fueron por Middlefield y Willow hasta que cogieron la 101. Condujeron hacia el sur durante veinte minutos. Palo Alto era lo máximo en valor inmobiliario en la península; literalmente, desde allí todo descendía. Cada kilómetro al sur por la 101 representaba diez mil dólares menos en el precio de una casa estándar y, mientras iba conduciendo, las casas que había junto a la autopista fueron cambiando, las casitas rojas de estilo español y grandes ranchos se fueron convirtiendo en casas de láminas de materiales metálicos, y éstas, en edificios de pisos de cemento construido encima de un porche para dejar los coches. Al final, Tricia salió por la carretera 85, aquélla por la que secretarias, asistentes personales, bomberos y policías entraban y salían de Palo Alto cada mañana y cada noche; era la arteria renal de la península.

Salió de la autopista y entró en terreno firme otra vez. Él la siguió por Stevens Creek Boulevard, donde cualquier rastro del río que daba nombre a la calle había desaparecido hacía mucho debajo del asfalto, y que estaba lleno de aparcamientos, globos y luces de neón que anunciaban un cero por ciento de tasa porcentual anual. Tras dejar atrás Stevens Creek, Tricia giró a la izquierda y luego a la derecha, hasta que Timothy tuvo la certeza de que estaba perdido y de que nunca encontraría el camino de vuelta.

Al final, ella aparcó en una calle de tres carriles. Él aparcó detrás de ella y bajó del coche.

—Ya hemos llegado —dijo, señalando un viejo edificio amarillo de cuatro plantas al otro lado de la calle. En dos balcones había barbacoas portátiles y, en otro, un esquelético naranjo en una maceta de barro.

—Es bonito —dijo él.

—Ligeramente distinto de lo que debes estar acostumbrado, seguro —dijo ella.

—Mucho más parecido al lugar de dónde salí —mintió él.

Ella lo guió por dos tramos de escaleras de cemento. Él la siguió de cerca y no apartó la mirada de su culo en todo el trayecto. Las escaleras los llevaron a la puerta de su piso, que tenía una barata D de plástico clavada. El clavo de arriba había caído y la D estaba del revés. Tricia sacó las llaves del bolso y las agitó hasta que encontró la buena. La giró en la cerradura y empujó la puerta con el hombro. No se abrió.

—Siempre se encalla —dijo. Volvió a empujar, la puerta se abrió y entraron. Encendió la luz.

Estaba mucho más limpio de lo que Timothy se imaginaba, a juzgar por el exterior del edificio. Había una moqueta marrón gruesa y bien cuidada y las paredes estaban estucadas en blanco, recién pintadas. Había un aparato de aire acondicionado en la ventana que estaba funcionando a todo trapo, así que en el salón hacía bastante frío. Una puerta corredera de cristal daba a un patio. Al lado de la puerta del piso estaba la cocina, con cacerolas limpias en los fogones.

—Muy bonito —dijo él.

Vio que Tricia miraba a su alrededor. ¿Qué estaba buscando?

De repente, se le ocurrió algo.

—¿Vives sola?

—Casi siempre —respondió ella, vagamente. Parecía nerviosa. Quizá no había dejado el aire encendido cuando se había marchado por la mañana. En tal caso, Timothy se preguntó quién lo había encendido.

—Ven a mi habitación —le dijo ella.

—¿Seguro?

Ella lo cogió de la mano y lo llevó por el pasillo hasta su habitación. La cama estaba perfectamente hecha, con un cubrecama azul metido debajo del colchón. ¿Por qué había hecho la cama? ¿Acaso ya sabía desde antes de salir hacia el trabajo que esta noche tendría compañía? ¿Acaso sabía ya entonces que regresaría a casa con él?

Ella cerró la puerta y corrió el pestillo.

La habitación era pequeña, sencilla. Había una mesa de haya, seguramente de IKEA, contra la pared, con un ordenador encima. Ni en la mesa ni en las cómodas había fotografías o recuerdos.

—¿Cuánto tiempo llevas viviendo aquí? —preguntó él.

Ella se le lanzó al cuello, lo agarró por la cabeza y lo besó. Timothy notó cómo el pintalabios ocre le manchaba los labios.

—¿De verdad te importa? —dijo ella, mientras Timothy sólo sentía su aliento y su pelo sedoso. Olía a menta y a Triple Sec. Ella volvió a besarlo y le metió la lengua en la boca. Fue un beso apasionado, violento. Timothy notaba sus dientes debajo de los labios. Tricia le acarició un muslo con la mano y fue subiéndola hasta la entrepierna. Le cogió el pene.

—He querido follarte desde el primer día que te vi.

Aquellas palabras lo sorprendieron. Jamás había estado con una mujer que dijera «follar». Incluso las pocas prostitutas con las que había estado tenían más clase.

—Quiero tener tu polla dentro de mí —le susurró ella. Le metió la lengua en la oreja y lo empujó hacia la cama. Timothy cayó encima del colchón con los mocasines de Cole Haan todavía pegados al suelo. Ella se subió a la cama, se sentó a horcajadas encima de él y apretó su pelvis contra su pene.

—¿Quieres follarme, Timothy?

—Sí —respondió él, aunque tuvo ganas de añadir: «Pero sólo si te callas».

Tricia le desabrochó los pantalones. Bajó la mano por su abdomen y levantó la banda elástica de los calzoncillos de algodón. Sin pensarlo, Timothy le agarró la mano con fuerza y no permitió que la siguiera moviendo.

—Eh —dijo ella. Parecía sorprendida—. ¿Qué pasa?

Él se incorporó, se apoyó en los codos y, con suavidad, se la quitó de encima. Ella bajó de la cama y se quedó de pie frente a él.

—Nada —dijo él—. Es que… —no sabía qué decir porque, en realidad, no sabía qué pasaba. Pero pasaba algo. No quería seguir. Ya había engañado antes a su mujer y jamás había tenido ningún miramiento. Sin embargo, por alguna razón, esta noche no podía hacerlo. Y, a falta de algo mejor, dijo—: Estoy casado.

—Será nuestro secreto —dijo Tricia. Le lanzó una sonrisa pícara, la misma que mostraba siempre que hablaba de su mujer.

—Pero… —dijo él, y esperó a que le viniera a la mente alguna explicación para poder exponérsela. Pero no le vino ninguna. Tenía que hablarle de Katherine, de cómo podía ser terriblemente pesada pero, a pesar de todo, él la quería; de cómo sus cambios de humor a menudo hacían que el matrimonio pareciera un infierno, pero que había aprendido a vivir con ellos; de cómo a veces se odiaban mutuamente, pero sólo por un momento; y de cómo, después de cada pelea, por improbable que pudiera parecer, la quería aún más.

Quizá fuera por el fin de semana que acababan de pasar juntos, donde había podido sentir su fragilidad con sólo tocarla, igual que un chico que tiene en las manos un ratón y siente sus diminutos huesos y su respiración asustada y sabe que un golpe podría destrozarlo. Quizá necesitara ir a casa de Tricia esta noche y estar así de cerca de traicionar a Katherine para entender lo frágil que era, lo mucho que significaba para él y lo mucho que necesitaba protegerla.

Quería explicarle a Tricia todo eso, pero tenía los pensamientos confusos y, para cuando pudo empezar a separarlos y ponerlos en orden, ella ya se había dado la vuelta.

Timothy se levantó, volvió a meterse la camisa por dentro de los pantalones y se los abrochó.

—Eres una chica increíblemente guapa y sexy, Tricia. Me encantaría quedarme y… —no quería utilizar la palabra «follar»—, continuar —dijo—. Pero no está bien.

—¿Y por qué has venido? —ella alzó la barbilla, desafiante. Pero Timothy creyó ver lágrimas en sus ojos.

—No lo sé —admitió él—. Porque me atraes. Pero ¿cómo iba a funcionar? ¿Cuál es nuestro plan? —a Timothy le gustaba tener un plan y allí no había ninguno—. Casi tengo cincuenta años.

—No los tienes —respondió ella, como si un error de tres años fuera lo verdaderamente importante.

—Tengo esposa —dijo—. No soy un santo; nunca lo he sido. Pero está en casa esperándome, por el amor de Dios. No puedo hacerle esto —se acercó al espejo que había encima del tocador y se limpió el pintalabios de la cara. Se arregló el pelo y se colocó bien el cuello de la camisa. La miró—. Mejor nos vemos mañana en la oficina. Finjamos que esto no ha sucedido. Eres una chica estupenda y no quiero perderte —y entonces, para evitar cualquier malentendido, añadió—: Como recepcionista, ¿de acuerdo?

Ella se sentó en la cama y no respondió. Timothy se preguntó si era la primera vez que un hombre la rechazaba, incluso después de haberle tocado el pene. Quizá todo aquello era una experiencia nueva para la joven.

—¿De acuerdo? —repitió él.

Ella no respondió, pero a él no le importó, porque tenía que marcharse a casa. La dejó en la habitación y salió corriendo del piso antes de cambiar de opinión.