35

De vuelta en la cocina, Timothy dijo:

—Joder, Tricia. ¿Tenías que ponerte ese collar?

Ella se rió.

—Estás obsesionado con este maldito collar. Toma —se llevó las manos a la nuca, lo desabrochó y lo dejó encima de la mesa de la cocina—. Quédatelo.

—No quería decir eso.

—¿Qué cree? ¿Qué me mataste?

—No, cree que maté a mi mujer. De ti piensa que te he estado follando los últimos seis meses.

—¿Y lo has hecho?

—No, Katherine.

—Tricia —lo corrigió ella.

—Tricia —Timothy se acercó a las puertas correderas del patio y miró hacia el jardín. Un conejo lo cruzó a toda velocidad—. Me refiero que esto, visto desde fuera, parece otra cosa. Nada de esto pinta bien. Tú viviendo aquí al poco tiempo del suicidio.

—Pero es que soy tu mujer.

—Yo lo sé, y tú lo sabes. Pero ¿quién se lo va a creer? Para el resto del mundo, eres mi secretaria de veintitrés años. No pensé en esto. Debería haber escogido a otra persona. A alguien mayor.

—No sé por qué, eso me parece poco probable —dijo Tricia.

Por supuesto, tenía razón. Lo conocía demasiado bien, a veces incluso mejor que él mismo. Sólo se había planteado escoger a Tricia. Supo que sería ella desde el momento en que el doctor Ho le explicó el proceso. Y Katherine, ahora dentro del cuerpo de Tricia, también lo sabía.

—¿Por qué no lo sobornas? —preguntó Tricia—. ¿No haces siempre lo mismo con los policías que te molestan demasiado?

Timothy sabía a qué se estaba refiriendo: al incidente, sucedido hacía años, cuando iban en coche a la ópera de San Francisco y lo detuvieron en el arcén de la autopista 101 por superar el límite de velocidad y le dio dos billetes de cien, junto con su carné de conducir, al policía de tráfico que habían degradado a perseguir los coches que excedían los límites de velocidad. Aquello había enfurecido a Katherine y había ofendido su sentido de la justicia y la corrección.

—Superar el límite de velocidad y matar son dos acusaciones ligeramente distintas —dijo Timothy.

—¿Quieres dejar de ser tan melodramático? No has matado a nadie. Yo me suicidé.

—Pero no hay ningún cuerpo. La única prueba es la llamada que me hiciste, y sólo es mi palabra.

—Bueno, pero tu palabra tendrá algún valor, ¿no?

Timothy se giró hacia ella. ¿Era una indirecta, una burla?

Ella continuó:

—Da igual, esto es absurdo. No tenías ningún motivo para asesinarme. Te podrías haber divorciado. Teníamos un acuerdo prematrimonial. Enséñaselo. Sólo es una página.

¿Otra indirecta? A Timothy ya no le importaba. Seguramente se lo merecía. Había sido un marido horrible. Era realmente sorprendente que Katherine hubiera permanecido a su lado tantos años. Suspiró.

—Quizá tengas razón.

—Lo que me lleva al tema del que quería hablarte. —Tricia se levantó y caminó hasta Timothy frente a las puertas del patio. Se quedó detrás de él, colocó las manos sobre sus hombros y empezó a masajeárselos.

—Qué bien —dijo él.

—Quizá no sea un buen momento para sacar este tema, pero… deberíamos casarnos.

Timothy se giró y la miró a la cara.

—Otra vez con lo del matrimonio. ¿Por qué es tan importante para ti, Tricia?

—Porque —dijo ella con suavidad—, no soy Tricia. Soy tu mujer, Katherine. Y porque te quiero. Y porque es muy extraño ser otra persona y no estar casada contigo. Y sé que no lo entiendes, porque no puedes, pero trata de imaginártelo: te miras al espejo y ves la cara de otra persona. Intenta imaginártelo. Me siento… —no terminó la frase porque intentaba encontrar la palabra exacta—. Impotente. Como si fuera a la deriva. Y quiero que las cosas sean como antes. Quiero estar casada contigo. Al menos, eso sí puedo recuperarlo.

—Está bien —dijo él. Seguía pensando en Neiderhoffer. El detective tendría acceso a sus llamadas. Al menos así demostraría que Katherine lo había llamado la mañana de su muerte. Puede que, después de todo, no tuviera motivos para preocuparse.

—No tiene que ser una gran ceremonia —dijo ella—. Podemos ir al ayuntamiento de San José. Habremos terminado en diez minutos. Podemos hacerlo en cuanto tengamos el certificado de defunción.

—De acuerdo, está bien. Tienes razón —se lo pensó. Quizá casarse con Tricia estaría bien, le demostraría a Neiderhoffer que quería a aquella chica joven, que no se trataba solamente de una aventura—. Esta mañana tengo una reunión con Frank Arnheim. Seguro que puede preparar algo rápido.

—¿Qué? ¿Quién es Frank Arnheim?

—Mi abogado. Podemos utilizar el viejo documento. Y sustituir el nombre de Katherine por el tuyo. Cuando tengamos el certificado de defunción…

—¿Qué viejo documento? ¿De qué estás hablando? —Tricia seguía sonriendo, aunque ahora era una sonrisa dolida y frágil.

—El acuerdo. El acuerdo prematrimonial. Oh, venga, no me digas que te vas a enfadar otra vez.

Ella meneó la cabeza con incredulidad.

—Llevo casada contigo veinte años. ¿Y todavía quieres un acuerdo prematrimonial de mierda?

—Tricia, sabes muy bien que…

—¿Qué sé? —lo interrumpió ella—. Sólo sé que eres el mayor… cabrón que jamás he conocido. Eso sé.

Se giró y se marchó de la cocina. Se detuvo en la puerta. Volvió hasta la mesa, cogió el collar y se lo guardó en el bolsillo.

—Esto me lo llevo —dijo, y se marchó.