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Había decidido que se entregaría a la policía, o quizá seguiría adelante con el plan inicial de quedarse dentro del BMW en marcha en el garaje, pero antes necesitaba hacer una última visita. Tenía pocas probabilidades de encontrarlo, pero Timothy quería asegurarse, comprobar si el Chico se había confiado y, al final, había decidido quedarse en la ciudad.
Salió de la cocina y se fue al salón, dejando un rastro de huellas de sangre tras de sí, y se dirigió hacia el bar. Encontró la botella de Dalmore, se sirvió un vaso y se lo bebió de golpe. «Gracias, señor Dalmore». Ahora ya estaba listo.
Subió al coche y atravesó Palo Alto a Menlo Park. Pasó por delante del centro comercial que estaba abierto las veinticuatro horas y repleto de estudiantes que compraban cerveza y comida.
Condujo el BMW por la larga calle que acababa en el bloque de cuatro plantas que había visitado tan sólo hacía unas semanas. Del último piso, con las ventanas abiertas, salía una música muy fuerte y las finas cortinas de lino flotaban en el aire. Se oían risas, un sonido típico de los jóvenes, cuya única preocupación, se dijo Timothy, era qué pasaría mañana. «Qué no daría por ser uno de ellos, despreocupados por el futuro, desprovistos de un pasado…», pensó Timothy.
El piso del Chico era el que estaba justo debajo del de la fiesta. Timothy subió los tres escalones de la entrada y llamó al timbre. No esperaba obtener ninguna respuesta, y así fue.
Llamó a la puerta con los nudillos, con suavidad al principio, aunque después lo hizo con más fuerza. Lanzó una mirada rápida por encima del hombro, para asegurarse que nadie de la fiesta pasara por allí. Giró el pomo de la puerta. Estaba abierta.
Entró en el piso de Jay y cerró la puerta. Los muros y las moquetas amortiguaban el ruido de la fiesta. Las luces estaban encendidas.
—¿Jay? —dijo con suavidad—. ¿Chico?
Timothy miró a su alrededor. El piso parecía muy desordenado y medio vacío, como si alguien hubiera pasado por allí muy deprisa, hubiera cogido cuatro cosas y las hubiera puesto en una maleta, dejando el resto de cualquier manera. Avanzó por un pequeño pasillo y se asomó a un baño. El vaso de los cepillos de dientes estaba húmedo y con algún residuo de dentífrico blanco, pero no había ningún cepillo. Se los habían llevado.
Timothy volvió a mirarlo. Vio que había dos agujeros del vaso mojados. Quizá no hacía mucho, allí había dos cepillos.
Se acordó del día que se presentó en esa casa por sorpresa, con un cheque de soborno en la mano y el Chico no lo había dejado entrar. Timothy recordaba haber pensado que debía haber una mujer en el piso, pero en aquel momento no le dio importancia.
Ahora echó un vistazo al baño y vio rastros de mujer por todas partes: la maquinilla de afeitar rosa en la ducha, incluso la botella de champú de menta que le resultaba tan familiar.
Timothy siguió avanzando por el pasillo, entró en el dormitorio, y allí la presencia femenina era todavía más evidente: dos huecos en la cama, deshecha, dos formas hundidas en las almohadas.
Estaba claro que Jay se había marchado de la ciudad, y que se había llevado con él a una mujer, pero Timothy se había equivocado de chica. No era Tricia. Era la novia de Jay, quienquiera que fuera; la mujer que estaba a punto de disfrutar del dinero de Timothy junto a su joven y repentinamente rico novio.
Meneó la cabeza. Nada de aquello tenía sentido. Una charada tan elaborada sólo para quitarle el dinero y destrozarle la vida. Era como si alguien lo odiara, lo detestara más que a nada en el mundo, como si el objetivo de la trampa no fuera llevarse el dinero, sino además humillarlo, traicionarlo, hacerle daño y romperle el corazón.
Y, mientras pensaba en eso, se le ocurrió algo.
Que había alguien que realmente lo odiaba. Que alguien cercano a él lo había traicionado. Era alguien listo, alguien mucho más listo que él, alguien capaz de planear aquello durante años, alguien capaz de sopesar todas las posibilidades, alguien capaz de ver las variantes de antemano y de encontrar una solución para cada complicación.
Era alguien que lo conocía, que sabía exactamente cómo iba a reaccionar ante cada golpe y cada tropiezo, alguien que conocía todos sus defectos: su exceso de confianza, su ceguera, su ego. Alguien que lo conocía mejor que nadie en el mundo, mejor que incluso él mismo.
Y de repente entendió por qué el champú de la ducha le había resultado tan familiar. Porque era el mismo champú que usaba Katherine.
Y entonces recordó lo que Neiderhoffer había dicho la tarde que lo acusó de asesinato. Había algo que no le encajaba y ahora, de pie en medio del piso medio vacío del Chico, a Timothy tampoco le encajaba. Si Katherine lo había llamado desde Big Sur y se había suicidado allí, ¿dónde estaba su móvil? ¿Por qué no lo habían encontrado en el acantilado, después del suicidio? ¿Por qué no lo encontraron junto a la ropa doblada que Katherine se había quitado antes de saltar? ¿Por qué no lo habían encontrado abajo, en las rocas? ¿Por qué había desaparecido el día de su muerte, junto con el cuerpo?
No sabía por qué estaba tan seguro de ello, pero vio con claridad los próximos treinta segundos de su vida, como si estuviera entre el público de una obra de teatro pero estuviera leyendo el guión dos páginas más adelante de lo que estaban diciendo; sabía exactamente lo que estaba a punto de suceder. Metió la mano en el bolsillo, sacó el móvil y lo abrió. Claro que sabía lo que iba a pasar.
Marcó el número de Katherine.
¿Cuántas veces lo habría marcado en el pasado? Mientras iba y venía del despacho, alejándose o acercándose a ella; mientras le mentía acerca de adonde iba o dónde había estado, o del trabajo que tenía, o de lo mucho que la echaba de menos y le decía que no veía la hora de llegar a casa. Lo había marcado miles de veces, y jamás había significado nada para él; sin embargo, ahora, eran los siete números más importantes que había marcado en su vida, y apretó las teclas con el dedo tembloroso.
Tardó un momento en dar línea, porque la señal de radio tenía que localizar la antena, un ordenador tenía que localizar su cuenta y otra señal de radio tenía que localizar el móvil de Katherine, despertarlo y hacerlo sonar.
Aquel instante fue incómodo y silencioso y, aunque al principio no pasó nada, después sí.
Del salón del Chico llegó una agradable melodía, un teléfono sonaba, el teléfono de Katherine. Timothy siguió el sonido, con su teléfono abierto y pegado a la oreja. Lo encontró en el extremo de la mesa de centro del Chico, debajo de un periódico; el viejo Motorola negro analógico del que Katherine no quería deshacerse, y entonces Timothy comprendió que incluso aquello formaba parte del plan, mantener el viejo teléfono, ese que podía hacer llamadas imposibles de rastrear. ¿Hacía cuántos años que había empezado a planear todo aquello?
Estaba muy mareado y creía que necesitaba sentarse pero, en lugar de eso, vomitó. El cálido fluido, alcohol y bilis en su totalidad, fue a parar al suelo del piso del Chico.
Se limpió la boca con la mano. Cerró el móvil y se lo guardó en el bolsillo y, al cabo de un segundo, el Motorola negro también dejó de sonar.
Se sentó en el sofá del Chico y se preguntó si volvería a vomitar. Nada de aquello tenía sentido. Lo único que sabía con certeza era que la mujer que más quería en el mundo lo había traicionado.
Pero ¿por qué todo ese plan tan elaborado? ¿A qué venían esas historias de copias de cerebros y transferencias de cuerpos y médicos chinos y secretarias atractivas? ¿Por qué no se había divorciado y había intentado que un juez decidiera sobre la legalidad del acuerdo prematrimonial? ¿Era posible que lo odiara tanto?
Y, allí sentado en el sofá, dándole vueltas a todo eso, con el sabor a vómito en los labios y la sangre de Tricia empapándole los pantalones, se dio cuenta de que sí, de que lo odiaba tanto.