19
A las tres en punto, Timothy salió con su BMW del garaje subterráneo y se dirigió hacia el campus de la Universidad de Stanford.
Stanford empezaba en Palm Drive, que era, al mismo tiempo, una avenida y un triunfo de la dirección de escena. Era una calle ancha, con majestuosas palmeras de las islas Canarias a ambos lados, que conducía a la gente hacia el campus, con una pequeña pendiente (perfecta para los patinadores y los ciclistas) que, al oeste, iba a parar al Oval, una zona verde llena de apolíneos hombres y mujeres de Stanford jugando a lanzarse el frisbee. Detrás de ellos estaba la Memorial Church, una catedral de terracota con un gigantesco mural en el exterior que representaba a Jesús ofreciendo un sermón a sus discípulos en lo que claramente parecían las estribaciones montañosas del norte de California. Cada vez que pasaba por delante del mural, Timothy casi esperaba ver a Jesús, con la túnica al viento, cogiendo el frisbee entre las piernas.
En agosto, había pocos estudiantes en el campus y sólo un grupo de patinadores deslizándose displicentemente por Palm Drive. Timothy pasó junto a ellos y luego giró, para cruzar el campus en dirección a Sand Hill Road.
A su modo, Sand Hill era tan famosa como Park Avenue o los Campos Elíseos aunque, en lugar de escaparates y cafeterías, estaba poblado de caña santa. Era la zona del estado con los precios más caros del suelo; el metro cuadrado era más caro que en el centro de San Francisco o de Los Ángeles, pero tenía un aspecto espectacularmente desértico: una calle de dos carriles en una llanura antiguamente conocida por el pastoreo de ganado.
Sin embargo, ahora ya no había ganado. Los animales habían sido sustituidos por otras dos mercancías: dinero e intelecto. En las discretas oficinas trabajaban las personas más listas del mundo: científicos informáticos, biólogos, ingenieros genéticos y, en el mismo edificio, se concentraba la mayor cantidad de inversores de capital riesgo del mundo. Esa combinación era lo realmente extraordinario de Sand Hill; era una calle donde un científico podía encontrarse con un financiero en el puesto ambulante de salchichas al mediodía, mencionar de pasada el proyecto en el que estaba trabajando y, antes de la cena, recibir una oferta de veinticinco millones de dólares para que creara su propia empresa.
Sand Hill Road se cruzaba en el mundo de Timothy igual que la línea de la vida en la mano de una vieja bruja. La había recorrido cientos de veces en su continua búsqueda de nuevo capital y nuevos inversores. Cuando eres un inversor de capital riesgo con éxito, y cada año el porcentaje de los beneficios de tus socios, veinte o treinta millones, te cae en el regazo como un saco de patatas, tienes un problema: ¿qué hacer con el dinero? Los capitalistas de riesgo son las únicas personas del mundo que no quieren invertir su fortuna en capital riesgo, porque significaría demasiados intereses juntos y cualquier bajón en un sector concreto podría hacerlos desaparecer.
De modo que Timothy se dedicaba a resolver problemas. Osiris cogía el dinero, lo invertía en los mercados financieros y lo hacía crecer entre un 15 y un 20 por ciento al año; no era exactamente una cifra propia de las empresas de capital riesgo, pero era bastante respetable y, obviamente, era mucho mejor que lo que podía ofrecer cualquier banco o inversión inmobiliaria.
Hoy Timothy no acudía a Sand Hill Road a buscar el dinero de los demás, sino el suyo propio. Por aquel pequeño y curioso asunto de los ciento cincuenta mil dólares que le había dado a Katherine el día antes de su muerte; un dinero que, de alguna manera, y al parecer con el permiso de Katherine, se había transformado en bits y bytes y había viajado a través de cables de fibra óptica y torres de microondas, primero hasta las Bahamas, después hasta Panamá y después, según Frank Arnheim, había vuelto a Menlo Park. Timothy pensó que no era exactamente la manera más convencional de contratar una remodelación de tu casa.
Encontró la dirección que buscaba, giró a la izquierda a través de dos carriles llenos de coches y aparcó en el parking público del bloque del número 3600. Salió del coche y lo cerró con el mando a distancia. A las tres de la tarde, el sol del mes de agosto estaba en lo alto del cielo, asando el asfalto y haciendo que el aire que pasaba junto a los tapacubos brillara. Había un edificio a cada lado del aparcamiento. Timothy siguió un camino de lajas y dejó atrás el primer edificio, donde decía: «3700-3799». Continuó por el jardín bajo la sombra de unos plátanos recién plantados y pasó junto a una escultura de un huevo del tamaño de un coche. Delante de él vio el otro edificio, con una señal encima de la entrada en la que se leía: «3600-3699».
Timothy subió los tres cómodos escalones que conducían hasta el edificio. Abrió la puerta de cristal y entró en un vestíbulo vacío, frío y todo de mármol. Al final del vestíbulo vio un panel con los nombres de las empresas.
Observó el panel y recorrió con los dedos las pequeñas letras de plástico insertadas en pana negra. Tardó poco en encontrar lo que estaba buscando porque allí, entre Aegis Capital y Angus Biotech, vio: «Amber Corp. Despacho 301».
Timothy observó el panel; todo eran sociedades de capital riesgo, bufetes de abogados y compañías de investigación de temas vagamente futuristas. Le llamó la atención otra fila del panel: «Ho, Dr. Clarence. Despacho 301».
Timothy pensó que se trataba de un despacho muy concurrido.
Decidió hacerle una visita al doctor Clarence Ho. Cruzó el vestíbulo y sus zapatos resonaron en el suelo de mármol. En un extremo, encontró una escalera de cemento y empezó a subir. En el segundo piso, le empezó a doler la rodilla. Pensó que el cambio de temperatura, pasar del calor intenso del parking al frío invernal del vestíbulo, debió de agravársela.
Cuando llegó al tercer piso, las escaleras desembocaban en un pasillo cubierto con moqueta. Timothy pasó el despacho 304 y luego el 302. El pasillo estaba iluminado con tubos fluorescentes y olía igual que una clínica dental: a desinfectante y a perfume.
Llegó frente a al despacho 301. Había una pequeña placa en la puerta, «Fácil de poner y quitar», pensó Timothy, donde se leía: «Amber Corp». Giró el pomo y abrió la puerta.
Entró en lo que parecía la consulta de un médico: una pequeña sala de espera con sillas acolchadas alineadas en la pared. Una ventana separaba la sala de espera del mostrador de recepción. Detrás de la ventana, la recepción estaba oscura y desierta. Había un cartel pegado a la ventana que decía: «Preferimos que nos paguen cuando les ofrecemos el servicio».
En una esquina de la sala de espera, cerca de las sillas, había una mesa baja y blanca de fórmica, de esas que los médicos usan para exponer las revistas. Sin embargo, ésta estaba vacía, igual que la sala de espera. «Ni revistas, ni pacientes», pensó Timothy.
Dijo:
—¿Hola?
No obtuvo respuesta. Sólo escuchó una especie de zumbido que venía de algún lugar de detrás de la recepción.
—¿Hola? —repitió.
La puerta que llevaba a la habitación del fondo se abrió. Un hombre chino con un cuerpo esbelto y delgado, se asomó a la sala de espera. Llevaba una bata blanca de laboratorio, bolígrafos en el bolsillo del pecho y unas gafas de montura metálica pequeñas.
—¿Sí? —dijo—. ¿Puedo ayudarle?
Timothy dio un paso adelante.
—¿Doctor Ho? ¿Doctor Clarence Ho?
El hombre chino se mostró evasivo. Mantenía la puerta pegada al cuerpo como si, en cualquier momento, fuera a cerrarla con llave y dejar a Timothy fuera.
—¿Sí?
—He venido a hablarle de Katherine Van Bender. ¿La conoce?
Sin embargo, antes incluso de que Timothy pudiera terminar la pregunta, el doctor Ho abrió la puerta de golpe y le indicó con gestos que pasara. Obviamente, conocía a Katherine.
El doctor Ho guió a Timothy por un pasillo iluminado con tubos fluorescentes, pasaron por delante de salas con carteles donde ponía «Lab. 1» y «Lab. 2». Se detuvo frente a una puerta abierta, alargó la mano y encendió la luz.
Hizo entrar a Timothy en un pequeño despacho. No era mucho más grande que un armario, tres de las cuatro paredes estaban cubiertas de libros y había pilas de papeles en el suelo. Casi no había sitio ni para una mesa, que, a su vez, estaba llena de carpetas. Ho pasó por encima de una pila de carpetas en el suelo y se colocó detrás de la mesa. Le indicó a Timothy que se sentara en una de las dos sillas que había frente a él.
—Disculpe el desorden —dijo Ho.
Timothy se sentó. El doctor, como muchos chinos, tenía una edad indeterminada. Tenía la piel suave, sin arrugas, pero en cambio tenía el pelo canoso. Las gafas le apretaban demasiado y se le clavaban en el puente de la nariz, de modo que la montura metálica casi formaba parte de las cejas.
—Bueno, bueno —dijo Ho. Miró a Timothy con cautela—. Usted debe ser el señor Van Bender.
—Así es.
—Le estaba esperando —con una repentina explosión de energía, se inclinó sobre la mesa y empezó a rebuscar entre las carpetas, buscando una en concreto, como un tramposo que trata de encontrar la carta que su ayudante le ha señalado. Mientras rebuscaba, dijo—: Supuse que vendría a hacerme una visita. Siento mucho lo de su mujer.
—Exactamente, ¿cómo conoció a mi mujer?
Ho no le respondió. Siguió buscando entre la pila de carpetas; cogía una, miraba la etiqueta y la descartaba.
—Veamos. Tendría que estar por aquí… —cogió otra carpeta—. Aquí está. Katherine Van Bender —luego, mientras le enseñaba la etiqueta a Timothy, dijo—: Su mujer.
Abrió la carpeta y hojeó los papeles de dentro. Desde donde estaba Timothy, parecía que Ho estaba pasando informes médicos y notas hechas a mano.
—Soy el médico de su mujer —dijo Ho, al final, respondiendo a la primera pregunta de Timothy—. ¿Le habló de su enfermedad?
Timothy negó con la cabeza.
—No —dijo Ho—. Ya me lo imaginaba. Me había dicho que quería ocultárselo. Mis pacientes suelen tomar esa decisión. Yo no intervengo.
—¿Qué clase de médico es usted, doctor Ho?
Éste levantó la mirada de la carpeta, con una tímida sonrisa dibujada en la comisura de los labios. Volvió a centrarse en el informe médico que tenía delante y respondió otra pregunta:
—Su mujer sufría una variedad muy poco común y altamente mortal de cáncer de ovarios. Acudió a mí buscando un tratamiento experimental que yo, y mi compañía, somos los primeros en aplicar.
Timothy miró a su alrededor, al lío de papeles y libros. Parecía imposible que un hombre que trabajaba en aquel cubículo de metro por metro y medio, con papeles acumulados por doquier, pudiera ser pionero en algo, y mucho menos en un tratamiento experimental para el cáncer de ovario. Sin embargo, justo en aquel momento se fijó en los diplomas que estaban colgados detrás de Ho, unos diplomas que decían otra cosa: que el doctor Clarence Ho se había graduado, en 1982, en el Massachusetts Institute of Technology, con un posgrado en bioquímica; luego, en 1985, se doctoró en la Universidad de Stanford y, en 1992, recibió una beca en neurología de la misma universidad. Por lo visto, el doctor Ho era un hombre con muchos estudios.
Ho vio que Timothy estaba mirando los diplomas.
—¿Ve? —dijo—. Nada de acupuntura o hierbas medicinales. ¿Era eso lo que se temía?
—¿Mi mujer le pagó ciento cincuenta mil dólares?
—Sí.
—¿Para qué, exactamente?
Ho cerró la carpeta de Katherine. Juntó las manos encima de la mesa y se reclinó en la silla.
—Me temo que, por ahora, no estoy en condición de discutir con usted el tratamiento de su mujer. Es una zona legal muy difusa, señor Van Bender, porque usted es su marido. Y me imagino que debe ser muy doloroso para usted. Pero espero que entienda mi posición.
Timothy lo miró.
—No estoy seguro de entender su posición —le dijo—. ¿Sabía que mi mujer se iba a suicidar?
—Le repito, señor Van Bender; en estos momentos no puedo comentar con usted el tratamiento de su esposa.
—Le he preguntado por su suicidio, no por su tratamiento.
Ho se quedó callado.
—¿Qué tipo de tratamiento le aplicó a mi mujer, doctor Ho?
Éste se levantó y señaló hacia la puerta del despacho. Con eso dejó claro que la entrevista se había terminado.
—Me temo que no dispongo de más tiempo. Seguro que tengo que atender a otros pacientes.
Timothy pensó en la impecable sala de espera, sin revistas, ni recepcionista, ni pacientes, y se preguntó dónde estarían esos pacientes tan misteriosos a los que el doctor Ho tenía que visitar de inmediato y qué les haría, si es que vivían para contarlo.
Cuando volvió a la oficina, Tricia estaba recogiendo sus cosas, a punto de marcharse. Timothy miró su reloj y se sorprendió al ver que ya eran las cinco.
—Jay se ha ido —dijo Tricia, sin apartar la vista del bolso—. Ha quedado con unos amigos en Zibbibos.
—Pues si los niños no están… —empezó a bromear Timothy, pero enseguida se detuvo. Tricia podía interpretarlo mal.
—Yo también me marcho. ¿Te parece bien? —acabó de recoger sus cosas y se colgó el bolso del hombro.
—Claro.
Ella se levantó, rodeó el mostrador de recepción y se dirigió hacia la puerta. Se detuvo cerca de Timothy y lo miró. Él se preguntó si le estaría mirando las ojeras, algo en lo que él también había empezado a fijarse con mayor interés. Tricia le preguntó:
—¿Cómo estás?
—Bien.
Ella se pensó mucho lo que iba a decir a continuación. Empezó a hablar, pronunció una sílaba, y se calló.
—¿Qué? —preguntó él.
—Iba a invitarte a salir. Como amigos. Ya sabes, a tomar una copa, quizás al BBC; sólo los dos. Algo informal. Sin presiones.
—La última vez que lo hicimos no salió demasiado bien que digamos.
Ella se encogió de hombros.
—Eso fue la última vez. ¿Qué te parece algún día esta semana?
—Quizá —respondió él.
Ella pasó por su lado. Timothy le mantuvo la puerta de cristal abierta y ella salió hasta el rellano del ascensor. Él la repasó de arriba abajo. «Muy tonta, sí —pensó—, pero menudo cuerpo».
En el rellano, Tricia apretó el botón del ascensor y se giró hacia Timothy.
—¿Sabes una cosa? Si no vienes a tomar una copa conmigo, a lo mejor tengo que pedirte un aumento.
—Puedes pedírmelo, pero la respuesta no te gustará.
El ascensor llegó a su planta. Se abrieron las puertas. Ella miró por encima del hombro y entró en el cubículo. Se colocó bien el bolso encima del hombro y dijo:
—Pero yo siempre consigo lo que quiero —y luego las puertas del ascensor se cerraron.
No quedó claro si se refería al aumento o a Timothy pero, en cualquiera de los dos casos, él pensó: «Sí, ya me lo imagino».