8

Timothy llevó a Pinky Dewer al Menlo Circus Club a comer.

Se trataba de un exclusivo club de campo en medio de Atherton, que, a su vez, era un exclusivo barrio en medio del democrático Silicon Valley. Durante la explosión de Internet, a los recién llegados a Silicon Valley les gustaba creer que habían dado con un Shangri-La de la alta tecnología, una meritocracia perfecta, un lugar donde la gente vivía donde quería, trabajaba donde quería y comía lo que quería, independientemente de lo raro que fuera su apellido o del color que tuviera su piel. Y todo eso era cierto, pero lo que esos recién llegados no sabían era que, mientras no miraban, el Circus Club se había independizado de Silicon Valley sin hacer ruido. El club, un vestigio del glamour de la década de 1920 de cuatro acres, era el coto de diversión de los ricos y blancos, un lugar con cuadras para que la gente guardara sus caballos y jugara partidos de polo y se tomara una ginebra Tanqueray antes de ir a jugar un partido de tenis sobre pista de arcilla. El negro era un color aceptable en el club, pero sólo para los esmóquines y, por suerte, los esmóquines no venían solos a solicitar la tarjeta de socio.

Timothy llevó a Pinky al club en su BMW. Atravesaron los jardines y pasaron junto al campo de polo, donde había ocho caballos con vendajes azules y verdes en las patas, calentando antes de un partido bajo el sol de la tarde. Entraron en el círculo adoquinado que había frente a la recepción. Un mozo se acercó al coche, abrió la puerta y le dio un ticket a Timothy.

—Bienvenido de nuevo, señor Van Bender —dijo.

—Gracias, John —dijo Timothy—. ¿De qué es la sopa hoy?

—Crema de langosta, señor Van Bender.

—Gracias, John. Timothy ayudó a Pinky a bajar del coche. Éste descruzó las piernas, se levantó y se subió la cinturilla de los pantalones por encima de la prominente barriga. Se quedó mirando el campo de polo.

—Precioso —dijo, mientras jugaba con la hebilla dorada del cinturón—. ¿Juegas?

—Lo único que hago con los caballos es apostar —dijo Timothy.

—¡Exacto! —Pinky le dio un golpe en la espalda—. ¡Exacto, chico! ¿Te imaginas? ¿Nosotros encima de un caballo? ¡Eso sí que sería una buena foto!

Timothy se intentó imaginar a Pinky balanceándose precariamente encima de un caballo, con su contundente físico embutido en una camisa rosa y unos pantalones verdes. Sí, sería una foto estupenda.

Acompañó a Pinky hasta la casa club. Era un edificio octagonal, rodeado por ventanales que llegaban al suelo. Al norte estaban las pistas de tenis, rodeadas de arbustos de azaleas. Al oeste, los establos y el campo de polo. Al este, una piscina de dimensiones olímpicas, con tumbonas y sombrillas blancas alrededor.

—¿Quieres que comamos fuera? —preguntó Timothy.

—Estupendo —respondió Pinky.

Se sentaron en la terraza que daba al campo de polo, pidieron unas copas justo cuando empezaba el primer chukka del partido de polo. Se escuchó un silbato y los caballos cruzaron el campo al galope detrás de una pelota roja de madera.

—Un club precioso —dijo Pinky—. Me sorprende que no me hayas traído aquí antes.

—A partir de ahora —dijo Timothy—, siempre que vengas a la ciudad, te traeré aquí. No sabía que te gustaran los caballos.

—Precioso —repitió.

En el campo, un jugador del equipo azul alcanzó a uno del equipo verde, galopó hasta su lado y lo apartó de la trayectoria de la pelota.

—¡Al otro lado! ¡Al otro lado! —gritaron sus compañeros de equipo.

Levantó la maza en el aire y, de un golpe seco, la envió hasta el otro lado del terreno de juego, hasta el interior de la portería del otro equipo.

Mientras miraban el partido, se abrió la puerta de cristal de la casa club y otra pareja salió a la terraza. Eran Michael S. Stanton y su segunda mujer, de cuyo nombre Timothy jamás se acordaba. Stanton había sido el presidente de una importante empresa de instrumental médico que fabricaba cánulas que se utilizaban en las operaciones de corazón. Las buenas noticias eran que la empresa había declarado cinco años de beneficios que habían batido todos los récords. Las malas noticias eran que, el pasado octubre, la compañía confesó que esos cinco años de beneficios eran fruto de argucias contables y que, como por arte de magia, los beneficios se habían convertido en quinientos millones de dólares de pérdidas. Así que Michael pasó de presidente a expresidente. Dos meses después de aquello, un solemne jurado federal aceptó los cargos. El juicio por fraude bursátil estaba previsto para dentro de dos semanas.

—Michael —dijo Timothy—. Me alegro de verte. ¿Cómo estás?

La pregunta era lo suficientemente amplia como para que Michael la interpretara como un invitación a hablar de lo que más le apeteciera: su salud, su coche, su matrimonio y, ¡ah, sí!, quizás incluso la acusación que podía enviarlo a Pelican Bay entre diez y quince años.

—Timothy —dijo Michael mientras se acercaba a su mesa—. ¿Disfrutando del clima?

—Sí, de la soleada California —dijo Timothy. Se dieron la mano—. Michael, quiero presentarte a Pinky Dewer. Pinky y yo somos viejos amigos de Yale.

Michael sonrió.

—De antes de que hubiera bombillas en las residencias, ¿no?

—Claro —dijo Timothy.

—Encantado de conocerte —le dijo Michael a Pinky.

—Igualmente —dijo Pinky con aire distraído. Acababan de traerle el vodka y estaba mucho más interesado en el vaso que en Michael Stanton y en su segunda mujer.

Éste dijo:

—Y estoy seguro de que te acuerdas de mi mujer, Susan.

Timothy agradeció en silencio la presentación porque, de la esposa de Michael, lo recordaba todo excepto su nombre. Recordaba que era rubia, guapa y que tenía treinta años, es decir, veinticinco menos que Michael Stanton. Recordaba su aspecto cuando salía de las pistas de tenis, vestida con aquella minifalda blanca tan estrecha, cómo le brillaba la piel con el sudor, cómo se le subía la falda cuando guardaba la pelota en los shorts entre servicios. Recordaba el día que apareció en el Circus Club una semana después de que Michael firmara el divorcio de su primera mujer, una elegante aunque desgraciadamente vieja Nancy Stanton, y cómo la gente empezó a cuchichear, aunque sólo durante unos días. Después Susan Stanton empezó a venir a las fiestas del club en lugar de la vieja Nancy y llevaba algunas joyas que ésta había llevado (¿Acaso Michael había comprado un duplicado de todas las piezas —se preguntaba la gente—, o arrancó las pulseras del brazo de su primera esposa mientras se marchaba de casa?), y luego la gente dejó de hablar de lo extraño que era que Michael estuviera casado con alguien tan joven, y Susan pasó a formar parte del club, algo que los socios ya maduros agradecieron mucho, y Michael Stanton, a pesar de la acusación, la más que probable temporada que tendría que pasar en la cárcel y la mala reputación que había quedado reflejada en los medios de comunicación, se había convertido en un hombre envidiado.

—Sí —le dijo Timothy a Susan Stanton—. Me acuerdo perfectamente.

—Encantada de conocerte —dijo Susan.

—¿Cómo va el fondo de inversiones? —preguntó Michael.

—Es gracioso que lo preguntes —dijo Timothy—. Es exactamente de lo que hemos venido a hablar Pinky y yo. Pero, en una palabra, fantástico. ¿No es cierto, Pinky?

—Sí —asintió éste.

—Me alegro —dijo Michael—. En cuanto deje atrás esta situación tan desagradable —agitó las manos vagamente, como si estuvieran hablando de la plaga de mosquitos del verano—, te llamaré y hablaremos de cómo puedo invertir en él.

—Perfecto —dijo Timothy. Sin embargo, estaba pensando: «En Pelican Bay, te encontrarás con muchas situaciones desagradables detrás».

—Cuídate —dijo Michael. Cogió a la segunda esposa por la mano y se alejaron. Se giró y, por encima del hombro, le dijo a Pinky—. ¡Encantado de conocerte!

—¡Igualmente! —exclamó Pinky, concentrado en su vaso de vodka. Timothy se fijó en que se lo había acabado.

—Deja que te pida otro —dijo. Cogió una hoja de pedidos del centro de la mesa y escribió su número de cuenta del club—. ¿Lo mismo?

—Me parece perfecto, amigo —dijo Pinky. Estaba sonrojado. Timothy no estaba seguro de si era por el sol o por el alcohol. Escribió «VODKA» y agitó la hoja hacia un joven camarero.

El chico se acercó y leyó la hoja.

—Enseguida, señor Van Bender —dijo muy serio. Se giró para marcharse.

—Que sea doble —le dijo Pinky. Y luego, señalando a Timothy, añadió—: Ya sabes, conduce él.

—Sí, señor —dijo el camarero. Se marchó hacia el bar.

Los dos hombres se quedaron sentados en silencio un rato, mirando el partido de polo. Dos jugadores cabalgaron hasta la esquina del terreno de juego detrás de la pelota. Balancearon las mazas de madera en el aire y las enredaron como los paraguas bajo el viento de Manhattan. Entonces llegó otro jugador del equipo verde por detrás y sacó la pelota. Los espectadores aplaudieron.

Al cabo de unos segundos, Pinky dijo:

—Deja que te explique el motivo por el que estoy aquí.

A Timothy le dio la sensación de que el vodka lo había relajado un poco. Estaba sentado con la espalda encorvada y con los ojos entreabiertos, porque la luz del sol le molestaba. Del campo de polo llegaron los gritos y vítores de algunos espectadores, después un golpe seco y el silbido del árbitro. El equipo verde había marcado.

—Claro —dijo Timothy.

Pinky dijo:

—Como bien sabes, Timothy, viejo amigo, he sido uno de tus grandes apoyos. ¿Cuánto dinero invertí en Osiris cuando empezaste?

—Veinticuatro millones —dijo Timothy. No le gustaba demasiado el derrotero que tomaba la conversación.

—¡Veinticuatro millones! —repitió Pinky alzando la voz—. Veinticuatro millones de dólares. Eso refleja mucha confianza, que lo sepas.

—Te lo agradezco, Pinky. Tu apoyo significa mucho para mí.

—Ya lo sé. Por eso quería hablar contigo en persona. No quería que mi contable te llamara y tampoco quería hacerlo por teléfono.

—¿Hacer qué por teléfono?

—Timothy, sabes que siempre me han satisfecho los resultados de tu fondo. Han sido excelentes. Si quisiera dormirme en los laureles y recoger intereses, te seguiría confiando mi dinero.

El camarero llegó con el segundo vodka. Antes de que pudiera dejarlo en la mesa, Pinky lo interceptó y se lo cogió directamente de las manos.

—Ya está —le dijo al camarero, haciendo suya la bebida. «Un auténtico hombre de negocios», pensó Timothy, siempre excluyendo al intermediario.

Timothy dijo:

—Parece que has encontrado nuevos usos para tu dinero.

—¡Eso es! —exclamó Pinky muy emocionado—. ¡Exacto! —Los Stanton, que estaban sentados en otra mesa a veinte metros, miraron a aquel extraño y rubicundo invitado con pantalones verdes y camisa rosa mientras gritaba y agitaba el vaso de vodka—. Eso es lo que quería decir, amigo. Que he encontrado nuevos usos para mi dinero —lo dijo muy despacio, como si le hubiera gustado aquella construcción en particular—. Verás, intento cerrar un último trato, una última compra con apalancamiento. Y para poder hacerla, necesito reunir todo el capital disponible. Será mi mayor operación hasta la fecha.

—Me parece justo, Pinky —dijo Timothy, muy amable—. No tienes que disculparte. Es tu dinero, yo sólo te ofrezco un servicio. Si quieres hacer otra cosa con él, a mí no me afecta en absoluto.

—Me alegro de oír eso.

—Entonces, ¿cuánto dinero quieres retirar?

—Todo —dijo Pinky. Se lo pensó y meneó la cabeza—. Bueno, dejaré cien mil dólares para no abandonaros del todo.

—Perfecto —dijo Timothy. Pinky acababa de firmar la sentencia de muerte de Osiris. Todo el dinero del fondo estaba invertido en la segunda y gigantesca apuesta contra el yen. Si Timothy le devolvía el dinero a un inversor ahora, primero tendría que cerrar la apuesta, reconocer la operación fallida y admitir que jamás podría devolver el dinero que había perdido. Significaría la destrucción de Osiris y la ruina profesional para Timothy. En cuanto informara de las primeras y sorprendentes pérdidas, los inversores huirían y se llevarían su dinero casi de un día para otro. Aquello destrozaría su reputación y nunca más volvería a manejar dinero ajeno. En otras palabras, era una de las peores cosas que Pinky podía decirle.

Timothy le preguntó:

—¿Cuándo necesitas el dinero?

—Mañana —dijo Pinky.

«No —pensó Timothy—. Eso era lo peor que Pinky podía decirme».

—¿Mañana? —no pudo evitar que su voz sonara un tanto alarmada—. Pero, Pinky, eso es imposible. El dinero está invertido. Ahora no lo tengo en líquido.

De repente, la calma en la que el vodka había sumido a Pinky desapareció, y miró a Timothy con aquellos ojos azules tan claros.

—Recuerdo nuestro acuerdo del inversor, amigo. Hiciste una excepción para mí, dado que era el primer inversor. Puedo retirar el dinero avisando con veinticuatro horas de antelación. ¿Me equivoco?

—No, no. Claro que no —dijo Timothy. Pinky tenía razón—. Legalmente, tienes derecho a retirar tu inversión en cualquier momento.

—¿Qué tal vamos este mes? —preguntó Pinky—. ¿Algún problema? ¿Por qué no tienes el dinero en líquido?

—Ningún problema —dijo Timothy—. Ninguno. Es que hubiera preferido hacer las cosas de la forma que tenía prevista.

—Lo siento, amigo —dijo Pinky. Bebió otro sorbo de vodka—. Ésa es la naturaleza de la bestia que tienes entre manos. Necesito el dinero para mi negocio. Pero te voy a decir algo. ¿Qué es un acuerdo legal entre viejos amigos? ¿Necesitas un poco de tiempo? Tómate unos días —sonrió y movió la mano magnánimamente—. ¿Qué te parece si me transfieres el dinero… no sé… el miércoles? Deberías tener tiempo de sobra para salir airoso de cualquier apuro en el que estés metido. Me refiero a que no es como si todo el fondo estuviera invertido en un solo título, ¿verdad?

—No, claro —respondió Timothy con voz débil.

—Entonces no hay más que hablar. —Pinky recuperó su alegría y su estado de embriaguez. Observó los caballos que galopaban por el campo de polo—. No imaginas lo mucho que me gusta este club —y añadió—: ¿Te apetece otro vodka?

Timothy llevó a Pinky hasta San Francisco para que cogiera el avión de las seis y media. Después de dejarlo en la terminal de salidas, volvió por la 101 en dirección norte y quedó atrapado en un atasco monumental. A su izquierda, el sol se ponía en la bahía, sobre las marismas, las lagunas saladas, los puertos deportivos y las vallas publicitarias de productos tecnológicos. Timothy pisó varias veces el embrague con el pie. Era la única parte del coche que se movía durante la hora punta en la 101.

Empezó a pensar en las decisiones que tenía que tomar. En primer lugar, estaba Pinky y su petición de retirar el dinero de Osiris. Por supuesto, Timothy no lo permitiría. Lo retrasaría: llegaría el miércoles y él no haría nada, y Pinky llamaría varias veces, cada vez más enfadado, pero no podría contactar con Timothy. Estiraría la situación una semana o dos, hasta que Pinky amenazara con denunciarlo. Y aunque sería muy duro convertir a Pinky Dewer, su mayor inversor, en un adversario legal, la alternativa era todavía peor: devolverle el dinero y dar por concluida la apuesta contra el yen de forma prematura, antes de recuperar las pérdidas iniciales; tener que admitir ante todos los inversores, no sólo ante Pinky sino ante los veinticuatro ricos y poderosos hombres que habían invertido en Osiris, que la empresa era una ruina, que había perdido una gran parte de su dinero, y que él mismo se había convertido en un fracaso público por primera vez en su vida. Una denuncia de Pinky sería desagradable y empañaría su nombre, pero ya se las apañaría, siempre se le había dado bien apañárselas en situaciones complicadas; siempre podía atribuirlo a un malentendido o podía poner los ojos en blanco y dar a entender que Pinky era una gran tipo, pero que, sencillamente, no estaba demasiado bien de la cabeza. Lo importante era mantener el control, conservar el dinero mientras lo necesitara y no perder los nervios. Aquélla era la lección de negocios que Gabriel Van Bender se había molestado en explicar a su hijo: «Jamás pierdas los nervios».

Así pues, solucionar el problema de Pinky Dewer no sería difícil, porque Timothy no tenía otra opción. Miró el reloj en el salpicadero del coche. Pasaban unos minutos de las seis de la tarde. En ese momento, Tricia estaría sentada en un frío y oscuro bar llamado BBC, tomando una copa con amigos y desviando la vista hacia la puerta de vez en cuando para comprobar si Timothy había decidido aceptar su invitación y unirse a la fiesta.

Timothy lo meditó. Intentó imaginarse qué pasaría si se presentaba en el bar. Casi con toda seguridad, acabaría en la cama con Tricia. Y luego, ¿qué? Pensó en lo que sucedería al día siguiente en la oficina. ¿Se mostraría excesivamente familiar con él? ¿Se lo confesaría a Jay? ¿Revelaría, accidentalmente, su secreto a Katherine uno de los días que llamara a la oficina? Su mujer era inteligente y astuta y calaba a la gente mucho mejor que él. De hecho, él confiaba en ella para que le dijera cuándo un socio mentía, si había incoherencias en sus historias, si había preocupación en sus voces. Era una de las cosas que le gustaban de ella: su olfato callejero. Era algo que él jamás había aprendido, que jamás necesitó aprender en el privilegiado entorno de los Van Bender en Atherton, Exeter, Yale y el East Side de Manhattan. El único olfato callejero que tenía era saber dónde aparcar el BMW en Mission District sin que le multaran.

En la 101, había balizas fluorescentes que reducían los tres carriles a uno. Más adelante, Timothy vio lo que había provocado el atasco: un accidente. Un BMW pequeño, idéntico al suyo, incluso del mismo color, estaba destrozado. Estaba del revés y empotrado contra los pilares de cemento que separaban los dos sentidos de la autopista. Junto al coche había ambulancias y coches de policía con las sirenas encendidas. Timothy giró el cuello para mirar al interior del coche, para saber cómo estaba el conductor. No pudo ver nada, pero la parte delantera y trasera del vehículo habían quedado plegadas como un acordeón y el parabrisas había quedado colgando sólo por uno de los extremos, lleno de grietas blancas y plateadas, como si fuera un papel de regalo de Navidad arrugado. Los médicos de la ambulancia estaban de pie junto al vehículo. Su actitud lo decía todo: ya no había ningún motivo para darse prisa.

Timothy dejó atrás el accidente y, a partir de ahí, el tráfico empezó a ser más fluido. Su mente volvió a Tricia. Pensó en el aspecto que tenía por la mañana, con aquellos pantalones rojos ajustados, el jersey de cuello cisne negro ceñido y la gargantilla plateada. Recordaba cómo se había apoyado en la mesa, lo cerca que había tenido su cuerpo, cómo le había mirado los pechos de perfil sin que ella se diera cuenta. ¿Qué le había dicho? ¿Que no se lo diría a su mujer? ¿Y cómo iba a enterarse Katherine?

Apretó un botón en el volante que activaba el manos libres y, en voz alta, dijo:

—Casa.

Por el altavoz, escuchó los tonos en el teléfono de casa. Esperaba que siguiera sonando, que Katherine no estuviera en casa, que no tuviera que llevar a cabo su plan, que había empezado a tomar forma bajo una nube de testosterona y alcohol. Sin embargo, Katherine contestó:

—¿Sí?

—Katherine —dijo él—. Soy yo. No te lo vas a creer.

—¿Qué pasa? —preguntó ella. Timothy intentó imaginarse dónde estaba su mujer en esos momentos: ¿sentada en el patio, escribiendo su diario? ¿Deshaciendo las bolsas de la compra y guardando las cosas en la nevera con el teléfono sujeto entre el hombro y la oreja? ¿Haciendo la cena? ¿Arriba, en la habitación, estirada a oscuras mientras soportaba otra más de sus frecuentes migrañas?

—No pasa nada —dijo Timothy—. Bueno, nada malo. Pero ¿a que no sabes quién está en la ciudad?

—¿Quién?

—Pinky Dewer.

Ella se quedó en silencio. Timothy no le había dicho nada sobre el yen, sobre las pérdidas devastadoras de la empresa, sobre el hecho de que estuviera al borde de la ruina. Pero sí que le había dicho que estaba evitando a Pinky, que no quería recibir llamadas suyas. Al final, ella dijo:

—¿En serio?

—Sí, se ha presentado en la oficina por sorpresa —ahora el plan empezaba a adquirir solidez y a ser visible en su mente, como una playa lejana a medida que la niebla matutina se va levantando.

—Sabía que tendría un plan, incluso antes de tenerlo, incluso antes de llamar a su mujer. Añadió: —Así que ahora voy hacia el Circus Club, donde he quedado con él para tomar unas copas.

Era un buen plan porque tenía una coartada, aunque la secuencia de tiempo no acababa de encajar. Sin embargo, la coartada funcionaría, porque lo habían visto en el Circus Club y cualquiera que le explicara la historia a Katherine no se molestaría en ser terriblemente exacto sobre la hora en que habían visto allí a su marido; sólo le dirían que lo habían visto en la terraza con Pinky, tomándose unas copas.

Así que ahora Timothy puso en marcha la última parte del plan y dijo:

—¿Por qué no vienes y te unes a la fiesta? Estaremos junto a la piscina.

Aquello tenía dos objetivos. Primero, Timothy sabía que Katherine detestaba sentarse junto a la piscina, bajo el sol, con las grandes damas de Atherton con sus pamelas y sus trajes de baño de una pieza. Sabía que era muy probable que denegara la invitación. Y segundo, la historia le ofrecía un salvavidas de excepción porque, en caso de que decidiera acercarse al club e ir a la piscina, él siempre podía decir que Pinky y él estaban en la terraza y que ella no los había visto. ¡Menuda confusión más tonta!

Esperó a que ella respondiera, a que dijera que no quería ir con Pinky Dewer y con él a tomar unas copas junto a la piscina.

Sin embargo, ella se quedó callada.

—¿Katherine? —no quería presionarla, pero tenía que fingir que quería que viniera—. ¿Quieres venir?

Ella siguió en silencio. ¿Lo estaba poniendo a prueba? ¿Sopesando las probabilidades, la posible realidad detrás de sus palabras?

—No lo sé —dijo ella, alarmantemente. Se le apagó la voz—. Supongo que podría ir.

—A Pinky le encantaría verte —dijo Timothy, muy tranquilo, aunque estaba a punto de tener un ataque de pánico. Tendría que abortar el plan, volver al Circus Club, tomar una copa con ella y fingir que Pinky había desaparecido sin dejar rastro, o que había cambiado de opinión o que había tenido que volver a San Francisco antes de lo previsto.

—Oh, Timothy —dijo ella. Hablaba con la voz suave y cansada—. ¿Te importaría mucho que no fuera?

—¿Importarme? —tragó saliva—. Por supuesto que no.

—Bueno… —ella suspiró—. No es nada. Es que estoy muy cansada y no me encuentro demasiado bien.

—¿Quieres que vaya a casa?

—No, no —dijo ella—. Estoy bien. Es importante que te reúnas con Pinky. Sé que es uno de tus clientes principales.

—De hecho, es el principal —dijo Timothy.

—Entonces deberías ir.

—Muy bien —dijo él. El corazón se le aceleró cuando fue consciente de lo que estaba a punto de hacer. Pisó el embrague y metió la quinta. Pensó en Tricia, cómo ladeaba la cabeza y se colocaba un mechón de pelo detrás de la oreja. Por primera vez, intentó imaginársela desnuda: los firmes y ágiles muslos, el vello púbico, las nalgas.

Katherine dijo:

—Te quiero, Timothy. Ya lo sabes, ¿verdad?

Lo sabía, y se lo agradecía pero, en aquel momento, a toda velocidad por la 101 con el olor a sulfuro de la bahía entrando por los conductos de coche y el sol en la cara, aquellas palabras resultaban insignificantes y lejanas, y cuando la llamada se cortó, ni se molestó en volverlo a intentar.