36
Timothy llegó tarde a su cita de las ocho y media por culpa de Neiderhoffer.
Salió de casa a las ocho y treinta y cinco y prácticamente voló por Waverly hasta Palo Alto. Era un trayecto de un minuto y medio. Entró en el parking subterráneo del edificio del Bank of America, cogió un ticket de la máquina y descendió dos pisos hasta la planta con el cartel de «Pago mensual».
Bajó del coche y lo cerró con el mando a distancia. La alarma del BMW quedó activada. Timothy caminó la cuesta que conducía hasta los ascensores. Los tacones chocaban contra el suelo de cemento y resonaban en aquel espacio de techo bajo. A pesar de los veintisiete grados que hacía fuera, en el parking hacía frío y estaba muy oscuro, y silencioso.
Timothy caminaba pensando en Tricia y en sus prisas por casarse, en su inminente reunión con Frank Arnheim, en su testimonio ante la CFTC.
Escuchó pasos detrás de él. Se acercaban muy deprisa. Se giró.
Era el chico del pelo largo y sucio, el conductor del Impala que lo había perseguido por Menlo Park el día anterior. Se dirigía hacia él con una extraña sonrisa.
Timothy se detuvo. Sintió una inyección de adrenalina, se le aceleró el corazón y los testículos se le encogieron y se le pusieron como piedras.
—Eh… —dijo. Era una palabra poco entusiasta, a medias entre el saludo y la advertencia. Tenía la voz ronca y la garganta seca.
El chico joven continuó caminando hacia él con aquella extraña sonrisa en la cara. Sus tacones resonaban con fuerza contra el suelo. Timothy bajó la mirada y vio un par de botas altas con la puntera metálica.
—Eh —dijo Timothy, esta vez más alto. En aquel momento, se dio cuenta de algo: estaba indefenso. Durante toda su vida, siempre había tenido el control de todo, había utilizado su fortuna, su nombre y su educación para hacer girar a la sociedad a su alrededor, para decidir lo que pasaría, a él y a los demás. Sin embargo, en ese instante, mientras el chico del pelo largo se acercaba a él en el aparcamiento subterráneo, con una estúpida sonrisa y un cuerpo firme que prometía crueldad, Timothy comprendió que su propio poder era efímero; era una ilusión, un juego de confianza; sólo dependía de que todos los demás estuvieran de acuerdo y desaparecía en cuanto se enfrentaba a algo frío y duro, con amenazas y violencia.
Timothy pensó qué podía decir. Las palabras siempre lo habían salvado. Siempre encontraba algo que decir en el último segundo. Y ahora sucedería lo mismo. Las palabras le vendrían a la mente, de repente y por sorpresa, como un regalo divino.
El chico del pelo largo iba hacia él. Ahora que lo tenía cerca, a unos tres metros, no parecía un adolescente drogadicto. Parecía mayor. Tenía la cara alargada y demacrada y los ojos hundidos. Tenía el pelo liso y pegajoso. Seguro que tenía asuntos más importantes que atender que la higiene personal.
El joven se acercó a él y Timothy esperaba que dijera algo, porque todos los conflictos empiezan con unas palabras, pero nadie dijo nada. Aquel desconocido se limitó a pegarle un puñetazo en el abdomen con todas sus fuerzas. Timothy se dobló, agarrándose el estómago. Nunca le habían pegado. Abrió la boca para emitir un «Oh» silencioso, una mezcla de dolor y sorpresa. El chico lo agarró por la corbata de Hermès y lo estiró hacia abajo. Timothy cayó al suelo de cemento. Puso las manos delante para frenar la caída, pero igualmente se dio un buen golpe con la barbilla en el suelo y notó algo frío en la cara y supo que era sangre.
—Si no dejas de follarte a mi novia —dijo el tipo—, te mataré.
—¿Tu novia? —por un momento, Timothy se quedó tranquilo. No tenía ni idea de lo que ese tío estaba diciendo. Por lo visto, todo había sido un malentendido. Le explicaría que todo había un error y que…
El muchacho dijo:
—Si te vuelvo a ver con Tricia, la próxima vez no utilizaré el puño —sacó una navaja automática del bolsillo de los vaqueros y la abrió. La agitó en el aire frente a él, luego se giró y se marchó. Timothy se quedó tirado en el suelo, escuchando cómo se alejaban los pasos de aquellas botas. Entonces escuchó que echaban a correr y desaparecieron.
Consiguió ponerse a cuatro patas. Un Jaguar giró la esquina con los faros encendidos. El conductor vio a Timothy y frenó a su lado. Se abrió la puerta y apareció un hombre de mediana edad. Llevaba un traje oscuro muy bueno y una carísima corbata roja de Ferragamo.
—Eh, ¿estás bien? —el hombre de negocios se agachó junto a Timothy, que ahora estaba sentado, aferrándose a su estómago—. ¿Te encuentras bien?
Timothy asintió.
Sin embargo, el hombre de negocios parecía impotente. «Lo estamos todos —pensó Timothy—. Nuestro dinero y nuestro poder no significan nada para estos violentos. Estamos indefensos».
Timothy subió a su oficina de la planta veintitrés. La gente del ascensor lo miraba con curiosidad. Se dio cuenta de que debía tener un aspecto horrible: con la camisa por fuera de los pantalones, la corbata aflojada y desviada y la barbilla sangrando. Era casi igual que los indigentes que acudían a la plaza del Bank of America cada tarde buscando monedas de veinticinco centavos por el suelo. A Timothy le sorprendió que nadie lo detuviera y lo echara del edificio.
Llegó a las oficinas de Osiris y Natasha, la recepcionista gorda rusa, exclamó:
—¡Timothy! ¿Qué te ha pasado?
—Me han atracado.
—¿Quieres que llame a la policía?
Él negó con la cabeza. Por hoy no quería ver más policías.
El Chico entró en la recepción.
—Timothy, Frank Arnheim está aquí para la reunión de las ocho y media. Lleva esperando… —calló cuando lo vio—. Dios mío, ¿qué te ha pasado?
—Nada —dijo él—. Sólo un pequeño altercado.
—¿Con quién?
—¿Me creerías si te dijera que ha sido un inversor furioso?
—¿Quieres un poco de hielo?
—No. —Timothy agitó la mano en el aire—. No, estoy bien. Yo mismo me limpiaré las heridas. Dile a Frank que voy a tener que posponer la reunión. Que lo dejamos para mañana.
—Muy bien.
Timothy fue al baño de hombres. Se miró al espejo. La barbilla no estaba tan mal como se temía. Sólo era un rasguño. No necesitaría puntos. El hombre del pelo largo sólo quería asustarlo.
Se lavó la cara con agua fría y luego se secó la barbilla con toallitas de papel. Sí, sólo quería asustarlo.