12

El departamento de policía de Palo Alto envió a un agente, el detective Neiderhoffer. Era un hombre bajito y musculoso, con el pelo muy corto y canoso y un bigote recto y poblado.

Los impuestos que pagaban los residentes de Palo Alto costeaban los mejores servicios públicos en el condado de San Mateo. El ayuntamiento era propietario de una franquicia de televisión por cable que emitía el canal de HBO y Showtime, había levantado todas las aceras de la ciudad y había hecho llegar la fibra óptica a todas las casas que lo pidieran; el ayuntamiento también era propietario de la única cooperativa generadora de electricidad en todo el país. Los agentes del departamento de policía llamaban «clientes» a los ciudadanos y cada año hacía una encuesta entre la población para determinar el «nivel de satisfacción del cliente».

Al detective Alexander «Ned» Neiderhoffer lo habían ascendido dos veces en cuatro años, y había visto cómo su sueldo pasaba de cuarenta y cinco mil a ochenta mil dólares anuales, básicamente porque sabía cómo mantener satisfechos a sus clientes. Tenía dos reglas muy sencillas: siempre decía «señor» y «señora» y trataba a todos los ciudadanos como si cada uno de ellos fuera un millonario porque, ¡mira por dónde!, lo eran.

Neiderhoffer llegó a casa de los Van Bender y Timothy lo acompañó hasta la cocina. El agente se sentó en la mesa, pero Timothy no dejaba de pasearse de un lado a otro frente a la puerta corredera que daba al patio. Miraba el jardín a través de los cristales, como si Katherine fuera a aparecer en cualquier momento, con arena en las piernas y algas colgando de la ropa.

—Señor Van Bender —dijo Neiderhoffer—. Entiendo que es un momento muy difícil para usted, pero es importante que tenga un poco de paciencia conmigo. Quiero llegar al fondo de todo esto —dejó la carpeta encima de la mesa de la cocina y la miró fijamente, como si de lo que quería llegar al fondo fuera de ese objeto. Entonces abrió el clip metálico y sacó un bloc. Cogió un bolígrafo que llevaba en el bolsillo del traje y se dispuso a escribir.

—Tengo que hacerle algunas preguntas. Sé que quizás ya las ha contestado antes, cuando habló con mis compañeros, pero le pido que tenga paciencia.

—De acuerdo —dijo Timothy.

—Muy bien. ¿Cuándo fue la última vez que vio a su mujer?

—Ayer. Por la mañana. Antes de ir a trabajar.

Neiderhoffer escribió algo y murmuró, como si hablara consigo mismo:

—Lunes por la mañana —miró a Timothy—. ¿Cómo la vio?

—¿Cómo la vi? —se encogió de hombros—. Bien. Como siempre.

—Señor, ¿su mujer trabaja?

—No.

—¿Tenía que ir a algún sitio, ayer?

—No. No creo.

—Muy bien —dijo Neiderhoffer. Levantó la vista de la carpeta—. Le ha dicho al agente con el que ha hablado por teléfono que su mujer le había llamado esta mañana.

—Hacia las siete.

—¿Y le dijo desde dónde llamaba?

—Desde Big Sur. Dijo… Creo que se ha suicidado.

—¿Le dijo ella que iba a suicidarse, señor Van Bender?

Timothy se quedó pensativo e intentó recordar las palabras exactas de su conversación. Parecía que habían pasado días.

—No. Dijo que estaba muy enferma y que no había querido decírmelo. Dijo: «Así será más fácil». Conozco a mi mujer. Sé lo que quería decir.

El detective Neiderhoffer escribió algo. Mientras miraba el papel y escribía, le preguntó:

—¿Por qué Big Sur?

—¿Qué quiere decir?

Neiderhoffer lo miró.

—Me parece que está muy lejos. Muy lejos para ir allí a suicidarse. Hay lugares mejores. Lugares por aquí cerca, por ejemplo. ¿No cree?

Timothy meneó la cabeza.

—No lo sé. Fuimos allí el fin de semana pasado para celebrar nuestro aniversario. A ella le encanta todo aquello. El océano. Las rocas, los acantilados. —Timothy miró su reloj. Sólo hacía dos horas que lo había llamado. Puede que todavía estuviera allí, agitada por las olas, puede que todavía estuviera viva—. Debería ir allí…

—Por favor, señor Van Bender. Tranquilícese. Ya me he puesto en contacto con la policía de Big Sur y los rangers de Point Lobos. La están buscando. Si está allí, la encontrarán.

—¿Qué quiere decir con «si está allí»? ¿Dónde cree que está?

—No dudo de su palabra, señor Van Bender. Quizá sí que está allí. Pero quizá la cosa no es tan terrible como usted cree, tal vez su mujer sólo fue hasta Big Sur para asustarlo. Quizás está en un hotel, durmiendo, o puede que esté en la doscientos ochenta en estos momentos, dirigiéndose hacia el norte, para visitar a alguna amiga en Modesto. ¿De dónde es su familia?

—De Boston.

—¿Sus padres están vivos?

—Sólo su madre.

—Voy a pedirle que me dé su teléfono. —Y luego añadió—: ¿Su esposa estaba enfadada con usted, señor Van Bender?

—¿Enfadada? —se lo pensó—. No más de lo habitual, supongo.

Neiderhoffer escribió algo en sus notas.

—¿Han tenido alguna pelea recientemente… más fuerte de lo normal?

—No.

—¿Hizo algo que pudiera molestarla?

—No.

—Se lo pregunto porque, en nueve de cada diez casos como éste, la persona acaba apareciendo, sana y salva. Normalmente, sólo es una pelea. O uno de los cónyuges decide… —se interrumpió a media frase.

Sin embargo, Timothy sabía qué quería decir.

—Uno de los cónyuges decide dejar al otro —dijo.

—Los divorcios están a la orden del día, señor Van Bender.

—Mi mujer no va a divorciarse de mí.

—Si tuviéramos que escoger entre el suicidio y el divorcio, creo que los dos escogeríamos lo mismo, ¿verdad? —miró a Timothy, pero no esperó a que le respondiera—. ¿Su mujer había intentado suicidarse antes?

—No.

—¿Es una persona mentalmente desequilibrada?

—No.

El detective Neiderhoffer dejó la carpeta y el bolígrafo.

—Muy bien, señor Van Bender, deje que le explique lo que vamos a hacer. Con su permiso, me gustaría echar un vistazo a su casa. A veces veo cosas que me llaman la atención, pero que pasan desapercibidas para la persona que vive en ella. También tengo a dos agentes llamando puerta por puerta a los vecinos con la fotografía de su mujer en mano. El agente Karpsky está llamando a las centrales de taxis, autobuses, el ferrocarril estatal y las compañías aéreas. Nos estamos poniendo en contacto con todos los hoteles y moteles de la zona de Big Sur. Hemos avisado a los sheriffs de la región y a la policía de tráfico para que busquen el Lexus verde de su mujer. Estaría dispuesto a apostar que encontramos a su mujer, señor Van Bender, y que estará sana y salva. Así que quiero que se tranquilice, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —dijo Timothy.

—Otra cosa, señor Van Bender. Cuando su mujer le llamó, le dijo que estaba muy enferma. ¿Sabe el nombre de su médico?

Timothy se lo pensó unos segundos. ¿Quién era? Tenía el nombre en la punta de la lengua. Entonces dijo:

—Sí… Es el doctor Charles. No recuerdo su nombre. De la Palo Alto Medical Foundation.

—Genial —dijo Neiderhoffer—. Su consultorio está al lado. Así me ahorro gasolina.

La mañana, que había empezado con grandes esperanzas después de que el detective Neiderhoffer se marchara, prometiéndole un rápido y seguramente feliz desenlace, se convirtió en una tediosa y desesperante espera. Timothy estaba sentado solo en su casa, casi siempre en la cocina, esperando a que sonara el teléfono. Intentó no pensar en Katherine y decidió preparar una taza de café, pero era algo que siempre hacía ella (Timothy siempre tenía el café preparado cuando se levantaba), y no estaba seguro de saber hacer funcionar la máquina. Calculó a ojo la cantidad de agua por cucharadas de café y el resultado fue un brebaje horrible: acre, amargo, igual que un disolvente industrial. Sin embargo, se lo bebió todo. Después empezó a encontrarse mal y tuvo que correr al baño cuatro veces antes de vaciar sus intestinos.

A la una en punto, sonó el teléfono. Timothy salió corriendo del baño, fue a la cocina y descolgó. Casi esperaba escuchar la voz de Katherine, pero resultó ser Neiderhoffer.

—Señor Van Bender, soy Ned Neiderhoffer. No quiero asustarlo, pero no puedo decirle nada nuevo.

A Timothy se le paró el corazón.

—¿Han mirado cerca de Point Lobos como les dije? ¿Han encontrado su coche, como mínimo?

—Acabo de hablar con la policía de Big Sur. No han encontrado nada. Pero siguen buscando. Sólo he querido llamarlo y ponerlo al corriente para que no se pase el día junto al teléfono. ¿Puedo hacer algo por usted?

—Tráigame a mi mujer.

—Lo siento, señor Van Bender. Estamos trabajando muy duro en este caso. Es para lo que nos preparan.

Timothy se preguntó de cuántas desapariciones o de cuántos suicidios aparentes se había encargado el departamento de policía de Palo Alto. Por lo visto, su especialidad era reciclar cubos de la basura que llevaban demasiado tiempo en los jardines delanteros de las casas, disolver fiestas en los institutos que hacían demasiado ruido o rescatar gatos asilvestrados. Esposas que saltan desde un acantilado seguramente no formaban parte del currículo del detective Neiderhoffer.

—Necesito que mantenga la calma —dijo Neiderhoffer—. Quiero que se quede en casa, por si su mujer lo llamara.

—Claro.

Neiderhoffer colgó. Timothy fue al salón y encendió el televisor. Pasó los canales uno detrás de otro: programas de decoración, de cocina, de jardinería… de repente, toda la programación estaba llena de escenas de una apacible domesticidad. Al final, encontró una carrera de Nascar. Le gustaba la superficialidad de las carreras, los colores brillantes, el rugido de los motores, los gritos del público. Mientras miraba la televisión, no dejaba de pensar en Katherine. ¿De verdad podía estar muerta? Cuando había hablado con ella a las siete de la mañana, estaba seguro de que se había suicidado; sabía por su voz lo que se disponía a hacer. Parecía tan real, tan inminente. Podía oler la sal del océano, podía sentir la espuma en sus brazos. Sin embargo, ahora, después de hablar con Neiderhoffer, que parecía tan poco preocupado por el paradero de su mujer; ahora, sentado en el sofá, viendo cómo los coches de carreras daban vueltas alrededor del circuito de Deep South, parecía una locura, algo improbable.

¿Qué había dicho Neiderhoffer? Que parecía demasiado lejos para ir a suicidarse. Tenía razón. ¿Era posible que su mujer condujera ciento cincuenta kilómetros en plena noche para suicidarse? Katherine apenas conducía los escasos cinco o seis kilómetros que la separaban del supermercado para ir a comprar un bote de mermelada. ¿O acaso lo estaba castigando, atormentando, dándole una lección sobre lo mucho que la necesitaba? ¿Entraría por la puerta dentro de una hora, esperando un cálido y lloroso recibimiento? Ahora, mientras lo pensaba, mientras pensaba en la expresión de petulancia que seguro que tendría mientras había hablado con él, en la sensación de poder que debía haber experimentado, Timothy empezó a notar una sensación familiar: aquel calor en la nuca, la garganta tensa. Lo que sentía, básicamente, era rabia.

Llamaron a la puerta. Corrió a abrir. Cuando lo hizo, se encontró con el Chico, que traía una caja de Krispy Kreme donuts y dos vasos de café.

—Entrega de colesterol a domicilio —dijo. Sonrió—. He pensado que necesitarías algo de alimento.

—Gracias, Chico —dijo Timothy—. Pasa —se apartó para dejarlo pasar y lo acompañó hasta el salón. El Chico se quedó mirando la carrera de Nascar en la televisión.

—¿Te gustan las carreras de Nascar? Los judíos no las entienden. Les parece que no tiene sentido que los coches den vueltas sin parar.

—Por una vez —dijo Timothy—, coincido con ellos —cogió el mando a distancia y quitó el sonido. Ahora los fieles aficionados sureños, básicamente niños con gorras con la visera plana y hombres con latas de Miller, animaban en silencio.

Jay dejó la caja de donuts en la mesita de piedra. Timothy le indicó que se sentara en el sofá, pero el Chico meneó la cabeza.

—No me quedaré. Sólo quería saber si necesitabas algo.

—Siéntate, por favor. —Timothy pensó que jamás había invitado al Chico a su casa. No le había parecido adecuado enseñarle su mundo personal, dejarle ver las habitaciones en las que Timothy iba en pijama, el baño en el que hacía sus necesidades antes de ir a trabajar. Era una señal de debilidad. Además, dejar que su vida laboral entrara en su casa conllevaba otros peligros. ¿Qué podría decirle el Chico a Katherine, aunque fuera sin querer, sobre Tricia?

—En la oficina te echamos de menos —dijo el muchacho—. No sé, no puedo creerme que esto esté pasando. Y Tricia, bueno, está… —meneó la cabeza—. Está destrozada, claro —miró a su jefe de reojo, para ver cómo reaccionaba.

Timothy pensó: «¿Claro? ¿Qué significa eso?». El Chico quería saber cómo iba a reaccionar, si le iba a dar detalles de lo que pasó en el BBC después de que él se marchara. ¿Qué le había dicho Tricia?, se preguntó. ¿Le habría dicho que fue a su casa?

El Chico dijo:

—Me he enterado de lo de anoche.

Timothy no estaba tan seguro. El Chico parecía demasiado interesado, demasiado ansioso por saber más. Seguramente, Tricia le habría explicado un poco por encima lo que había pasado. Después de todo, Jay también era un pretendiente. Y si hay algo que las putillas saben hacer es no descartar a nadie, es hacer creer a los perdedores que todavía tienen alguna posibilidad.

—Bueno —dijo Timothy, ausente. Alargó el brazo y abrió la caja de donuts. Cogió uno glaseado con sirope de arce—. Has elegido bien. Son mis favoritos —le dio un mordisco y se limpió la boca con el reverso de la mano—. ¿Qué hacen nuestros amigos japoneses esta mañana?

El Chico meneó la cabeza.

—Por desgracia, el yen ha vuelto a subir. Está otra vez a setenta y cinco, justo donde empezamos. De esta forma, no tenemos beneficios. Y Pinky Dewer ha llamado. Ha dicho que había hablado contigo. Quiere retirar todo su dinero, excepto cien mil dólares. ¿Qué quieres hacer?

—Nada. Absolutamente nada. —Timothy le sonrió. Incluso ahora, con su mujer muerta o desaparecida, con su carrera al borde del precipicio y con su mundo a punto de cambiar, y a peor, para siempre, sabía cómo mantenerse confiado. «No muestres jamás indecisión. No muestres jamás debilidad»—. Tenemos que mantenernos como hasta ahora —dijo Timothy, con un vigor repentino—. Mantenemos el dinero de Pinky y mantenemos la apuesta contra el yen. A la mierda Pinky Dewer, a la mierda los japoneses y a la mierda el yen.

Jay asintió pero, por primera vez, Timothy lo vio: los ojos entrecerrados, una sombra de duda en su rostro. Por primera vez, el Chico cuestionaba su respuesta. Y mientras observaba la carrera sin sonido en el televisor, y luego bajaba la mirada hasta la camisa desabrochada del cuello y los pantalones arrugados, Timothy pensó: «¿Quién puede culparlo?».

Aquel día pasó.

Neiderhoffer volvió a llamar a las cinco y media, para decirle a Timothy que todavía no había noticias y que no habían encontrado el coche de Katherine. Le dijo que la policía de Big Sur continuaría buscando por la mañana, que no perdiera la esperanza y que, si podía, durmiera un poco.

Timothy lo intentó. Se comió un bol de pasta del jueves pasado que había en la nevera. Se sirvió un vaso de Dalmore de veintiún años, perfecto. Miró la televisión. Después de varias horas de no prestar atención a los programas, se sirvió otro whisky y subió a la habitación.

Eran las diez. Se quitó la ropa, se quedó en calzoncillos y se estiró en la cama, encima de las sábanas, y apagó la luz de la mesita. La luz de la luna de agosto entraba por las ventanas. Timothy estaba mareado y la cama se movía como si la meciera un oscuro océano. Se giró, enterró un ojo en la almohada y miró el lado de la cama de Katherine. Bajo la luz de la luna, aquella visión fue cambiando de forma ante sus ojos. Al principio, el espacio estaba vacío, sólo era un hueco oscuro en la cama. Luego, mientras lo miraba, cada vez era más oscuro y se imaginó a alguien allí, entre las sombras. La imaginaba a ella, con el brazo encima de la frente, con la boca abierta, durmiendo. Ojalá fuera verdad, ojalá pudiera hacerlo realidad, hacer que apareciera mediante sus deseos. Alargó el brazo hacia la silueta en la oscuridad y no tocó nada, sólo las sábanas.

«¿Qué he hecho? —se preguntó—. ¿Qué he hecho?». Pero el Dalmore funcionó y enseguida se quedó dormido.