7

Cuando Timothy volvió a la oficina el lunes por la mañana a las nueve y cuarto, Tricia no estaba en recepción. En su lugar, había un hombre agachado debajo de su mesa, con el culo en pompa forrado con unos vaqueros azules.

—Hola —le dijo Timothy al culo.

—Oh —el hombre se golpeó la cabeza en la mesa cuando se levantó. Era Tran, el consultor informático. Era delgado y de origen vietnamita, y parecía que tuviera diecisiete años.

—Hola, Timothy —dijo Tran.

—¿Qué hay de nuevo en el mundo de la tecnología? —preguntó Timothy, algo decepcionado porque, a su triunfante vuelta al trabajo después de un largo fin de semana, lo recibiera el técnico informático y no Tricia.

—Un desastre —dijo con un fuerte acento vietnamita, con una voz entrecortada y gutural—. Plan de contingencia.

—Perfecto, Tran —dijo Timothy, asintiendo—. Sigue trabajando así de bien. ¿Dónde está Tricia?

—Café —dijo Tran, mientras volvía a agacharse para seguir con lo suyo.

Timothy se dirigió hacia su oficina. Jay entró en el vestíbulo y lo siguió.

—Hola, Timothy —dijo—. El yen ha bajado a setenta y dos, gracias a Dios —y luego recordó otra cosa—. Por cierto, ¿qué tal el fin de semana?

Timothy dijo:

—Bien, bien —quería dejar de hablar del tema antes de que Tricia regresara con la taza de café. Entró en su despacho y dejó la puerta abierta para Jay, que la cerró tras de sí—. ¿Qué está haciendo Tran? Jamás entiendo ni una palabra de lo que dice.

—Lo hablamos la semana pasada. Diste tu visto bueno. Está instalando un nuevo sistema de copias de seguridad en red. Por si sucediera un desastre, ¿comprendes? Un incendio o un robo. Haremos una copia de todos los ordenadores cada noche y cada semana rotaremos los servidores. De este modo, en el peor de los casos, sólo perderíamos los datos de unos días. Es parte de nuestro acuerdo de inversión con Granite Partners. Obligan a todos los fondos en los que invierten a tener planes de contingencia en caso de desastre.

—Ya, vale —dijo Timothy. Al fin y al cabo, la tecnología era la especialidad del Chico.

Se quitó la chaqueta y la colgó detrás de la puerta. Dijo:

—Explícame la situación del yen.

—Hay rumores de que el Banco de Japón está comprando dólares. Se ve que, de repente, les ha entrado la preocupación de que sus exportaciones puedan ser menos competitivas a consecuencia de la fuerza del yen.

—Ya —repitió Timothy. Lo único que le importaba era que el yen estaba bajando, y aquello estaba bien, muy bien. Ahora, a setenta y dos, Osiris tenía unos beneficios virtuales de… intentó hacer los cálculos.

—Hemos ganado tres millones —dijo Jay, como si le hubiera leído la mente.

—Por algo se empieza —dijo Timothy.

—Pero hay un problema —dijo Jay—. No disponemos del más mínimo margen de acción. Si el yen se comporta en contra de nosotros o algún cliente quiere retirar su dinero, estamos jodidos.

—¿Quién ha hablado de retirar su dinero? —preguntó Timothy.

—Nadie —respondió el Chico—. Era un decir.

Sonó el teléfono de Timothy, encima de la mesa. Era una llamada interna, lo supo porque era un timbre cálido y relajado, lo que significaba que era Tricia. Apretó el botón del manos libres.

—¿Sí?

—Hola, Timothy —dijo Tricia.

—Hola —gritó él. Resultaba complicado flirtear a través de un altavoz. Y más con el Chico allí delante…

Alargó el brazo y cogió el auricular.

—¿Cómo estás? —preguntó, lo más neutro que pudo.

—Timothy, tengo a Pinky Dewer en la otra línea —le dijo al oído con calidez—. Dice que está en la ciudad.

—Por favor, dile que estoy reunido y que deje un mensaje.

—De acuerdo, Timothy —colgó.

—Pinky Dewer está en la ciudad —le explicó al Chico.

—¿Cuánto tiempo más vamos a poder seguir evitándolo?

—Depende. ¿A qué hora sale su avión de vuelta?

El Chico se dio por enterado y se marchó. Timothy metió la mano debajo de la mesa y encendió el ordenador. Esperó a que se cargara y luego abrió un gráfico con los valores del yen japonés que se actualizaba cada cinco minutos. Las líneas verdes iban bajando, como pequeñas agujas fosforescentes. Cada vez que bajaba representaba un millón. Aquélla era la tecnología que a Timothy le gustaba.

Antes de salir a comer, el teléfono de Timothy volvió a sonar con la misma suavidad de antes. En la pantalla, se leía: «Estación 1. Tricia Fountain». Timothy descolgó.

—Vuelvo a ser yo —dijo—. Tengo a un tal Mike Kelly por la otra línea. Es del Union Bank Private Banking.

—Muy bien, pásamelo.

Escuchó un ruido y la voz de un hombre, flemosa y hosca, sustituyó a la de Tricia.

—¿Señor Van Bender?

—Sí, Mike. Llámame Timothy, por favor —Mike Kelly era el contacto de Timothy en el Union Bank. Se encargaba de sus gestiones: cheques de viaje, tarjetas de crédito, líneas de crédito, la enorme hipoteca de la casa. Timothy lo había llamado desde el coche durante el camino a la oficina. Le había dicho que transfiriera doscientos mil dólares de su cuenta general a la de Katherine para que su mujer pudiera empezar con el proyecto de redecorar la casa.

Timothy le preguntó:

—¿Te has encargado del asunto de mi mujer?

—Sí —respondió Mike—. Por eso precisamente le llamo —sonaba dubitativo, incómodo. Timothy lo había visto dos veces; una, hacía un año, cuando Mike visitó las oficinas de Osiris para que él le firmara las nuevas tarjetas, y la otra, en Navidad, cuando él mismo le entregó una cesta con champán, tartas de fruta y caviar. Los banqueros eran terriblemente agradecidos en Navidades si se llevaban un 2,5 por ciento del activo de sus clientes. Vaya que lo eran.

—Sólo quería asegurarme de que es consciente de algo —continuó Mike Kelly—. Me incomoda un poco llamarlo así, pero es un servicio que me siento obligado a facilitarle, como su representante de Union Bank.

—Muy bien —dijo Timothy, deprisa. Si seguía con aquel soliloquio de banquero, se dormiría encima de la mesa—. ¿Qué pasa?

—Hemos transferido los fondos desde su cuenta general a la subcuenta cero, ocho, doce, como me ha pedido. Al cabo de diez minutos, hemos recibido nuevas instrucciones de su mujer, que nos ha pedido que traspasáramos esos mismos fondos a otra cuenta.

—¿A cuál?

—No lo sé —dijo Mike Kelly—. Es una cuenta del Citibank. A nombre de… Armistice LLC —recitó un número de cuenta.

—¿Qué es Armistice LLC?

—No lo sé.

—¿Cuánto dinero ha traspasado?

—Ciento cincuenta mil dólares.

—Santo Dios —dijo Timothy. Y eso que le había pedido que no se lo gastara como un marinero borracho.

—Señor Van Bender, quiero asegurarme de que entiende una cosa. Dado que ambos son titulares de la cuenta, el hecho de que yo le informe de esta transacción no supone una violación de nuestra política de privacidad. En Union Bank presumimos de nuestra diligencia y discreción. En general, tenemos normas muy estrictas sobre lo que se puede revelar sobre la actividad de una cuenta. Y nos las tomamos muy en serio. Espero no haberme entrometido en sus asuntos.

—¿Cómo? —Timothy estaba demasiado ocupado intentando imaginarse cómo Katherine podía gastarse más de cien mil dólares en menos de diez minutos.

—He dicho que dado que ambos son titulares de la cuenta, no supone ninguna violación de…

—Ya, ya —se apresuró a decir Timothy—. Lo entiendo. No pasa nada.

—¿Quiere que me ponga en contacto con nuestro departamento de transferencias para ver si estamos a tiempo de detenerla? Hay una posibilidad de poder interceptarla.

Timothy suspiró.

—No… no —se quedó pensativo—. Estoy seguro de que no es nada grave. Seguramente, dinero para el decorador, o el de las reformas o quién sabe para qué. Eso o le debía dinero a su corredor de apuestas de Londres otra vez.

Mike Kelly se quedó en silencio al otro lado de la línea.

—Es broma —dijo Timothy—. Su corredor de apuestas no está en Londres.

Mike Kelly chasqueó la lengua.

—Mike —dijo Timothy—. Te agradezco mucho que me hayas llamado para ponerme al corriente. Te aseguro que esta noche le daré una buena paliza a mi mujer.

Siguiéndole la broma, Mike volvió a chasquear la lengua.

—Muy bien, señor Van Bender. Muy bien, Timothy. Eso espero.

—Hasta luego —dijo Timothy.

—Hasta luego, señor Van Ben…

Antes de que Mike pudiera terminar de despedirse, Timothy colgó.

Marcó el teléfono de casa pero no respondió nadie. ¿Dónde podía estar? Seguramente, había invitado a comer a la decoradora a Spago. Mientras tanto, él estaba en su oficina, contemplando la posibilidad de arruinarse.

Alguien llamó a su puerta.

—Adelante —dijo.

Tricia entró en el despacho con una bandeja con dos vasos de café.

—Te he traído un café —dijo, y cerró la puerta con el hombro. Con la aparición de Tricia, la preocupación de Timothy por Katherine desapareció.

—Eres la mejor —le dijo. Llevaba unos pantalones apretados rojos y un jersey negro de cuello cisne, y una gargantilla plateada.

—¿Cómo te ha ido el fin de semana? —le preguntó. Cogió uno de los vasos de la bandeja y lo dejó en la mesa, delante de él. Él se preguntó para quién era el otro vaso, pero ella se lo desveló enseguida cuando abrió la tapa y bebió un sorbo. Era para ella. ¿De verdad había ido a la oficina de su jefe con dos vasos de café para charlar un rato? Era algo muy osado, pensó, y de repente fue consciente de la erección que experimentaba, de la constricción que sentía en la garganta y del picor en la parte trasera de los brazos provocado por los nervios. Tricia se apoyó en la esquina de la mesa, prácticamente se sentó encima, y el borde de la mesa se le clavó en los muslos. Timothy tenía aquellos ajustados pantalones rojos a escasos centímetros de él.

Tricia se bebió el café y siguió con su interrogatorio.

—¿Volvió a renacer la magia?

Timothy tardó unos segundos en darse cuenta de que le estaba preguntando por el fin de semana de aniversario con su mujer. Dijo:

—Le compré un collar de diamantes extremadamente caro. Por lo visto, eso lo hizo renacer todo.

—Es el efecto que tienen las joyas.

—¿Qué te hace pensar que necesitamos hacer renacer la magia?

Ella sonrió y se colocó un mechón oscuro detrás de la oreja.

—Lo siento. Es que pensé que, bueno, después de quince años…

—Veinte años —la corrigió él.

—¿Veinte? Vaya. Parece mucho tiempo.

—Mmm —dijo Timothy, en tono neutro.

Ella se sentó encima de la mesa y se puso cómoda, casi estaba frente a él. Siguió bebiendo café.

—¿Y qué me dices de ti? —le preguntó Timothy. Se sintió como un colegial, como si necesitara llenar los silencios, como si tuviera que decir algo ingenioso—. ¿Cómo está tu novio?

—¿Qué novio? —preguntó Tricia.

—Sí, ése con el que viniste a San Francisco. Desde Los Ángeles. Me hablaste de él.

—¿Ah, sí? —por un momento, pareció sorprendida de que él supiera algo de su vida personal. Luego puso una cara inexpresiva y dijo—: Desapareció.

—¿Desapareció? —¿Qué significaba eso? ¿Que la había dejado? ¿Que ella lo había echado?

—Sí —dijo ella simplemente. Bebió otro sorbo de café y miró hacia delante, hacia un punto indefinido.

Timothy se fijó en la suave piel de la parte trasera del cuello. Era pálida y firme, como la de un bebé, con una pelusa rubia que le señalaba hacia la espalda. Se preguntó si el pelo negro era teñido.

—Lo siento —dijo.

—¿De verdad?

—No —admitió él—. Supongo que no.

Ella cruzó las piernas y balanceó una de ellas. Se giró hacia él y sonrió por encima del hombro.

—Hoy, después del trabajo, voy a salir con unos amigos. Iremos a tomar algo al BBC. ¿Por qué no vienes?

—¿Qué pasa? ¿Necesitáis la supervisión de un adulto?

—Será divertido —dijo ella—. Son buena gente.

—¿Qué pensaría mi mujer?

—Yo no se lo diría —dijo Tricia. Y Timothy no sabía si era un consejo o una promesa.

—No sé —dijo—. Ya veremos cómo va el día.

Y el día fue así: horrible.

A las tres de la tarde, Timothy estaba mirando el gráfico del yen en la pantalla del ordenador mientras utilizaba sus escasos poderes telepáticos para que bajara. Ahora estaba un poco por encima de setenta y uno, lo que significaba que su arriesgada jugada había salido bien. Osiris había ganado tres millones y medio. Si el yen seguía bajando a este ritmo, en una o dos semanas podría estar a cubierto y terminaría la operación con beneficios, y ninguno de sus inversores se habría enterado de nada.

Tricia le llamó por el interfono.

—Tengo a Pinky Dewer.

—Que deje un mensaje —dijo Timothy.

—No —dijo ella, muy relajada—. Lo tengo aquí, en recepción.

Timothy colgó el auricular. Cogió la chaqueta de detrás de la puerta y se la puso. Se arregló los gemelos y la corbata.

En la cadena alimentaria del activo líquido, Timothy era un carnívoro. Era mucho más rico que la mayoría de la gente que veía o con quien hablaba durante el día. Era más rico que el dependiente que le servía el café por la mañana en el University Café. Era más rico que Frank Arnheim, su abogado de Perkins Cole, un nuevo rico, que había tardado quince años en llegar a la categoría de socio. Era más rico que su preciosa secretaria, Tricia, y que su joven empleado judío, Jay. Y era más rico que su mujer; el acuerdo prematrimonial se había asegurado de ello. Era más rico que, virtualmente, casi todos con los que se cruzaba, o hablaba, o en los que pensaba, durante el día. Es lo que significa ser rico: estar seguro de que, independientemente de la sala donde entraras, e independientemente de quién llamara por teléfono, tienes más dinero que nadie y cualquier comparación será a tu favor.

Sin embargo, Pinky Dewer era distinto. Timothy y él tenían una cosa en común: ambos habían recibido una gran cantidad de dinero de sus padres. Se diferenciaban en que Pinky había cogido el dinero, unos cuarenta millones de dólares, y lo había multiplicado por quince mediante una misteriosa alquimia financiera que Timothy no entendía demasiado bien: algo relacionado con el apalancamiento y el arbitraje, con comprar empresas que cotizan en Bolsa y convertirlas en corporaciones privadas, ¿o se trataba de comprar empresas privadas y sacarlas a Bolsa? Timothy no se acordaba. Lo que él había conseguido con la fortuna familiar era distinto: la había conservado y la había hecho crecer un 5 por ciento al año. En lo referente al dinero y al sexo, los Van Bender era conservadores. Las actividades económicas y sexuales debían desarrollarse de forma que uno pudiera explicarlas a los hijos sin sonrojarse.

Así pues, cuando Pinky Dewer se presentó en la oficina de Timothy, éste comprendió que había descendido, temporalmente, en la cadena alimentaria y había pasado de carnívoro financiero a presa financiera. Era un papel al que no estaba acostumbrado, pero Pinky era el principal inversor de Osiris después de dejarle veinticuatro millones de dólares. A través de la mágica tasa de gestión del hedge fund del 1 por ciento, cada año Timothy ganaba doscientos cuarenta mil dólares sólo teniendo el dinero de Pinky en su poder. Eso eran veinte mil dólares al mes. Y eso bastaba para que Timothy estuviera dispuesto a bajar de escalón en la cadena alimentaria durante un día.

Caminó hacia la recepción con el brazo alargado para darle la mano a Pinky. La encajada fue un tanto agresiva.

—¡Pinky! —exclamó, casi gritó.

—¡Timothy, chico! —Pinky alargó la mano izquierda y cogió la derecha de Timothy, controlando así el ritmo y la duración de la encajada—. ¿Cómo estás? —Timothy intentó soltarse, pero Pinky seguía agarrándole la mano—. Es genial volver a verte, viejo amigo.

—Lo mismo digo —dijo Timothy. Pinky, que seguía moviendo la mano, sonrió y le miró directamente a los ojos; los suyos eran cristalinos, azules y risueños.

Timothy sonrió y siguió moviendo la mano. Era inútil intentar liberarse. Pinky no iba a soltarlo.

Era un hombre grande, alegre y corpulento. Antaño, había tenido el pelo pelirrojo, pero ahora ya era castaño y canoso. Llevaba unos mocasines perfectamente abrillantados, pantalones de sport verdes y una camisa rosa. Tenía las mejillas coloradas. Desde que se conocieron en Yale, Timothy siempre lo había visto colorado. Y sabía que era la consecuencia inevitable de pasarse días en su catamarán surcando las aguas del Atlántico, de tomar el sol en Nápoles, Florida, y de beber numerosos gin-tonics; a veces, incluso hacía las tres cosas antes del mediodía.

—Me alegro de que tengas tiempo para verme —dijo Pinky. Lo dijo sin una pizca de ironía, algo que sorprendió a Timothy—. Y lamento mucho haberme presentado sin avisar, pero vuelvo a casa esta misma noche y sólo quería saludarte.

—Es un placer, Pinky —dijo—. Aquí siempre eres bienvenido —siguió moviendo la mano. Por encima del hombro de Pinky, vio a Tricia, en recepción, que lo estaba mirando.

De repente, Pinky le soltó la mano y él se quedó con el brazo alargado unos segundos.

—¿Puedo invitarte a comer? —le preguntó.

—Por supuesto que no —dijo Timothy—. Jamás podrás invitarme a comer. Pero a mí me encantaría invitarte.

Pinky se rió.

—Muy bien. ¿Dónde vamos? —rodeó los hombros de Timothy con el brazo.

—Por aquí —dijo él, mientras dejaba que Pinky lo guiara hacia los ascensores. No quería girarse y ver cómo Tricia lo estaba observando. Se alegraba de poder marcharse de la oficina, de alejarse de ella, de esconder su actitud excesivamente servil. Se avergonzaba de tener que comportarse así, de su nueva posición en la cadena alimentaria. Ser presa no era tan divertido.