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Al día siguiente, Timothy entró en las oficinas de Osiris del piso veintitrés y saludó a su secretaria con una sonrisa.
—Hola, Natasha, ¿cómo estás esta mañana?
Su rotundo físico llenaba todo el espacio que había detrás del mostrador de recepción. Los tiempos en que una sexy Tricia recibía a los visitantes y Osiris era uno de los fondos de inversión más atractivos habían cambiado. Ahora Osiris estaba a punto de cerrar, el director estaba sometido a una investigación y la recepcionista olía a pastel de queso.
—Muy bien, Timothy. Gracias.
—¿Ha llegado el Chico? —Iba a seguir el consejo de Frank Arnheim: lo tantearía para ver cuál sería su postura ante la CFTC.
—Está en su despacho.
Timothy caminó por el pasillo hacia el despacho del Chico. La puerta estaba cerrada. La abrió sin llamar.
Jay estaba sentado en su mesa con el teléfono entre la oreja y el hombro. Miró a Timothy, sorprendido.
—Tengo que dejarte —dijo muy suave—. Está aquí —la otra persona dijo algo y el Chico se rió, como si hubiera sido una broma—. Sí, vale —dijo, y asintió—. Yo también. Adiós —colgó.
Timothy arqueó una ceja.
—Me ha parecido una charla de enamorados. ¿Tienes una novia nueva?
El joven se encogió de hombros.
—En realidad, no.
—¿Tienes un minuto? Tenemos que hablar. Reúnete conmigo en mi despacho dentro de cinco minutos. Tengo que ir al baño.
Cuando salió del baño, volvió a su despacho. El Chico ya estaba allí, sentado frente a su mesa, esperando.
Timothy rodeó el escritorio y se sentó.
—¿Cómo va el día? —intentó sonar animado, como si no estuviera preocupado por nada. Como si la idea de pasarse diez años en la cárcel fuera lo último que se le pasara por la cabeza—. ¿Ya has encontrado un nuevo trabajo? ¿Cuándo es tu último día aquí? ¿El viernes?
El Chico asintió.
—Sí, el viernes. Creo que me voy a tomar unas pequeñas vacaciones después de Osiris. Ya sabes, para relajarme un poco.
—Buena idea —dijo Timothy—. Yo también —una década, más o menos, en un edificio de alta seguridad—. Verás, quería hablar contigo porque…
El Chico lo interrumpió:
—Antes de que sigas, hay algo que tengo que decirte.
Timothy se reclinó en la silla y apretó los labios.
—Tengo que devolverte esto —el Chico le entregó el cheque de cincuenta mil dólares que le había dado—. Mi abogado dice que quizá no es buena idea.
—¿Tu abogado? ¿Frank Arnheim?
—No… Tengo mi propio abogado. De Brobeck. Seguramente, sea lo mejor para los dos.
Timothy pensó: «Para los dos, no. Para ti».
El Chico alargó más el brazo hacia él, de modo que el cheque ahora estaba a escasos centímetros de su cara. Timothy lo miró, pero no lo cogió. El Chico bajó el brazo y lo dejó encima de la mesa, como alguien que deja una flor encima de una tumba.
Timothy se quedó mirando el cheque un buen rato, y luego miró a su ayudante.
—Quiero preguntarte algo —dijo—. Exactamente, ¿qué dirás ante la CFTC cuando testifiques?
El Chico meneó la cabeza.
—Nada. Sólo la verdad.
Timothy sonrió.
—¿Y cuál es la verdad, exactamente?
El Chico puso cara de póquer. No parecía feliz, ni asustado, ni enfadado. Sólo parecía… un chico.
—¿Hay algo que no quieres que diga?
Timothy lo observó detenidamente. ¿Era una trampa? ¿Era posible que el Chico estuviera grabando aquella conversación? Quería abalanzarse sobre él y cachearlo en busca de algún artilugio. Aunque eso sería una locura. ¿O no?
—No —dijo—. Es importante que digas la verdad. Di siempre la verdad. Es una lección de negocios muy importante que he intentado enseñarte.
Sonrió y le guiñó un ojo. Aquel guiño podía haber significado cualquier cosa. Pero, en este caso, Timothy se levantó y quedó claro que el guiño quería decir que la conversación había terminado.